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Opinión

La erosión democrática en el Perú, por Heber Joel Campos

En el Perú, se presenta este mismo fenómeno. No hemos llegado a los mismos niveles de Hungría, Venezuela o Nicaragua, pero el deterioro de nuestras instituciones es innegable

larepublica.pe
Columnista Invitado

En el Perú se presenta por estos días un fenómeno bastante interesante. Este consiste en el uso de las herramientas previstas en la ley y la Constitución para atentar contra sus propios fines. A este fenómeno (que ya se ha convertido en una tendencia en todo el mundo) se le conoce como democratic backsliding o, en términos más simples, como erosión democrática.

La erosión democrática presenta tres características. Consiste en el uso, como anotábamos arriba, de las herramientas políticas para atentar ya sea contra el principio de separación o equilibrio de poderes, o contra las libertades individuales. Asimismo, se caracteriza por favorecer a quien (o a quienes) ejercen momentáneamente el poder (un líder carismático, un partido o grupo de partidos, o una facción en particular). Y, por último, se distingue por invocar para ello la voluntad del pueblo o el bienestar de la mayoría.

Son ejemplos preclaros de la erosión democrática lo que sucede, por ejemplo, en Hungría, donde el primer ministro de ese país, Víctor Orbán, ejerce su influencia política para acosar a la oposición. O lo que sucede en Venezuela o Nicaragua, donde tanto Maduro como Ortega han hecho todo lo posible para silenciar a los medios de comunicación y desaparecer la competencia electoral en su contra.

En el Perú, decía, se presenta este mismo fenómeno. No hemos llegado a los mismos niveles de Hungría, Venezuela o Nicaragua, pero el deterioro de nuestras instituciones es innegable. Y si seguimos por esta misma senda a nadie debería sorprender que en el futuro alcancemos hitos semejantes. Al fin y al cabo, estos países -como relatan con maestría Levitsky y Ziblatt en: “Cómo mueren las democracias”- empezaron también así. De a pocos fueron "erosionando" los muros de sus democracias para generar un forado por donde ahora pasan hasta elefantes de la ignominia.

Doy tres razones para sustentar mi punto. Razón uno: en los últimos años, el Congreso ha aprobado más modificaciones a la Constitución que en todo el periodo transcurrido desde su entrada en vigencia. Ha cambiado más del 50% de toda la Constitución. Y muchas de esas modificaciones ponen en cuestión, de manera sensible, el equilibrio de poderes, sobre todo entre el Congreso y el Gobierno. A lo anterior debe agregarse que esas modificaciones se hicieron sin tomar en cuenta el punto de vista de sus potenciales destinatarios. Y en un clima que, en lugar de promover la deliberación pública, la desalentó y minimizó.

Razón dos: el Congreso, cuando no pudo modificar la Constitución por la vía del mecanismo formal de reforma, lo hizo a través de la aprobación de leyes, mal llamadas de interpretación auténtica o de desarrollo constitucional. Ese es el caso, por ejemplo, de la ley que aprobó el famoso despacho remoto de la presidenta, en contravía de lo previsto por el articulo 115 de la Constitución (Ley 31810). Si el Congreso puede modificar la Constitución mediante una ley, entonces, caemos en la trampa que Marshall puso de relieve en Marbury vs. Madison: la voluntad que prevalece ya no es la del pueblo, sino la de sus representantes.

Razón tres: el Congreso ha aprobado medidas que se ubican en alguno de los dos supuestos siguientes: normas que benefician directamente a sus integrantes en procesos o investigaciones que los involucran (ese es el caso de la Ley 32108), o normas que limitan los mecanismos de control que ejercen, según la Constitución, los demás poderes (ese es el caso de la Ley 32153). Estas normas buscan, de esta manera, convertir en realidad lo que, con tanto entusiasmo, algunos políticos replican: que el Congreso es el primer poder del Estado.

En suma, nos encontramos en un escenario en el que se cumplen los elementos de la erosión democrática. Si no revertimos este proceso a tiempo, la situación tenderá a agravarse. Y pondrá en cuestión no solo el equilibrio de poderes, sino otros ámbitos de nuestra convivencia democrática sin los cuales el desarrollo es solo una quimera. En una palabra, estamos en un proceso, cada vez más artero, de deslealtad constitucional que resulta imperativo denunciar y combatir antes de que sea demasiado tarde.