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Opinión

Kakistocracia: el gobierno de los peores, por Jorge Bruce

El espectáculo de una presencia policial abrumadora, diseñado para proyectar orden y paz, solo exacerba los ánimos de quienes soportan un transporte público caótico y, ahora, el miedo a extorsiones violentas en medio de un sistema indigno.

La palabra “kakistocracia” no es de uso académico ni figura en el DRAE. Sin embargo, su empleo coloquial, aunque selectivo, describe con claridad la situación que vivimos —o más bien, sufrimos— a diario los peruanos. La lengua y el habla, como enseñó Ferdinand de Saussure, se entretejen en lo oficial y lo cotidiano. A los psicoanalistas, incluidos quienes nos aventuramos en el ámbito público, nos interesa especialmente aquello que atañe al sufrimiento.

El término kakistocracia alude a un régimen donde las personas más incompetentes y corruptas acceden al poder, tomando decisiones para su propio beneficio en lugar del bien común. Estas personas carecen de integridad, competencia y visión para gobernar de manera ética y efectiva. Incluso el conocido refrán “roba, pero hace obra” queda obsoleto frente a la inutilidad y ceguera de quienes se dicen gobernantes.

Por ejemplo, el alcalde de Lima acaba de destruir parques en Surco dos años antes de que las obras proyectadas los atraviesen. Los motivos tras esta brutal agresión comunitaria son incomprensibles. No contento con este acto de barbarie, se ha lanzado a adquirir, bajo la figura de una donación, trenes descartados por obsoletos y contaminantes de la empresa Caltrain de California.

Esta "donación" costará a Lima 24.5 millones de dólares en transporte, además de 6 millones pagados a la empresa. En esencia, el alcalde nos endeuda para adquirir chatarra contaminante, mientras en el resto del mundo desarrollado el petróleo diésel está siendo abandonado. Los ciclistas y peatones lo experimentamos al respirar el humo irrespirable que emiten los vehículos municipales. Paralelamente, el cáncer sigue aumentando en las ciudades peruanas. Aunque no soy epidemiólogo, me pregunto si esta epidemia silenciosa podría estar vinculada a la contaminación y al uso descontrolado de pesticidas.

En este contexto kakistocrático, la corrupción, el nepotismo, la ineficiencia y la injusticia se combinan de manera letal. Mientras la ciudadanía sufre una delincuencia desenfrenada, el ministro del Interior promueve a oficiales de su confianza, relegando a aquellos que enfrentan la criminalidad en las calles. Este problema, que más angustia a los peruanos, es ignorado con una mezcla de negación, falta de empatía y narcisismo maligno, donde lo único que importa es la supervivencia de intereses personales.

El Congreso, reflejo de esta decadencia, legisla en beneficio de organizaciones criminales que atormentan a la población. Durante la reciente cumbre de APEC, esta desconexión fue evidente: mientras la presidenta Boluarte desfilaba con los grandes del mundo, los ciudadanos protestaban detrás de rejas, como caricaturizó Carlín con su maestría habitual.

El espectáculo de una presencia policial abrumadora, diseñado para proyectar orden y paz, solo exacerba los ánimos de quienes soportan un transporte público caótico y, ahora, el miedo a extorsiones violentas en medio de un sistema indigno.

¿Cómo llegamos aquí?

El término kakistocracia proviene del griego kakistos (el peor) y kratos (gobierno o poder). Nadie parece tener una respuesta definitiva a cómo alcanzamos este estado o por qué lo permitimos. Desde el psicoanálisis, sabemos que incluso en las patologías más complejas hay un componente de decisión individual. Este estado de cosas no nos exime de responsabilidad; reconocerlo, lejos de ser un reproche, es una esperanza. Si somos parte del problema, también podemos ser parte de la solución.

Eso es lo que han demostrado quienes protestaron durante la cumbre de APEC. A pesar de los cincuenta muertos en manifestaciones previas y la impunidad de los responsables, estas personas salieron a la calle, mostrando que solo a través de la lucha se puede enfrentar a esta kakistocracia.

¿Son intocables? La historia del Perú demuestra que esa ilusión de omnipotencia siempre termina por desmoronarse. Pero es necesario persistir.