El martes 22 de octubre, la noche trajo la triste noticia de la partida de Gustavo Gutiérrez Merino, sacerdote, teólogo, maestro universal. Padre de la Teología de la Liberación, su prédica y su práctica guiaron el compromiso y la fe de múltiples generaciones de comunidades cristianas comprometidas con lo que él bautizó como la “opción preferencial por los pobres”, una práctica de amor gratuito y compromiso real con los hijos e hijas de Dios y su vida digna.
Cuando lo recuerdo, sin embargo, lo primero que viene a mi mente no es su prédica teológica, sino la forma en que, con su voz áspera pero afectuosa, me llamaba: “Paulita, ¡vieja amiga!”. Gustavo me había conocido desde que nací y me acompañó en diversos e importantes momentos de mi vida personal y familiar; incluso si yo tenía 10 años, para él eran 10 años de amistad.
Viene a mi memoria también su gran cariño por los niños y niñas. Celebraba sus cumpleaños con los niños de la parroquia Cristo Redentor del Rímac, aquella que tuvo a su cargo durante 20 años hasta que la mezquindad del entonces cardenal Cipriani lo obligó a dejarla. Solo en cuerpo, porque los vecinos y vecinas del barrio siempre lo tuvieron presente.
Además, en las misas de Pascua de Resurrección o Navidad, solía apartar un momento para que las niñas y niños que asistíamos mostrásemos dibujos preparados para la ocasión, y los colocaba juntos en el altar cual preciosa ofrenda a Dios. Ese era Gustavo, nuestro viejo amigo.
Cuando en 1996 me preguntaron si quería hacer la primera comunión, no tuve dudas al decir que sí, porque sabía que sería en esa parroquia. De aquel primer encuentro voluntario con la fe, atesoraré siempre una fotografía juntos, sonrientes, y un colgante del Espíritu Santo que bendijo y que me ha acompañado desde entonces.
Fue ya en la universidad cuando pude unirme a la Unión Nacional de Estudiantes Católicos y conocer más a fondo y a conciencia la Teología de la Liberación, la práctica de Jesús y una fe que podía hacerse carne en el día a día. Una práctica de fe que se entrelaza absolutamente con un compromiso con la democracia, la justicia y la vida digna.
La mirada teológica de Gustavo era, en primer lugar, la de la entrega y el amor gratuito por el otro, la otra. Su claridad sobre el amor de Dios, que se daba sin condición, pero comprometido con la realidad y el bienestar del otro. Esa práctica de compromiso nos obliga siempre a mirar más allá de nosotros mismos, pues “la libertad a la que somos llamados supone la salida de uno mismo, la quiebra de nuestro egoísmo y de toda estructura que nos mantenga en él; se basa en la apertura a los otros”.
Releo estas palabras y pienso en los esfuerzos por romper el tejido social, la solidaridad y el compromiso colectivo por parte de actores políticos y económicos autoritarios. Pienso en cuántos de ellos se declaran hombres y mujeres de fe, pero “terruquean” las manifestaciones y exigen respeto a los ciudadanos y ciudadanas, creyéndose por encima de ellos y primando sus intereses privados sobre los de representación.
Además, “la Teología de la Liberación, que busca partir del compromiso por abolir la actual situación de injusticia y construir una sociedad nueva, debe ser verificada por la práctica de ese compromiso; por la participación activa y eficaz”.
Esas palabras deben resonar hoy entre quienes compartimos la fe en un Dios de la vida y de la liberación. Estar en el presente y mirar la realidad a la luz de esa fe implica comprometernos con la búsqueda de salidas a la grave crisis que vivimos, desde donde cada una de nosotras actúa, pero también buscando la acción colectiva para afrontar la realidad.
Y hacerlo siempre con los ojos bien puestos en quienes más sufren y más necesitan de un Estado que hoy está ausente, que no los protege. Estado laico, sí, siempre, pero con una práctica política, profesional y ciudadana cargada de amor y compromiso de fe.
Gustavo solía hablar de la esperanza activa como una forma de estar en la vida y en la fe. La esperanza no es sentarse a esperar que, de una mano milagrosa de Dios, surja la salida a las graves situaciones que se afrontan. Se trata de confiar en que es posible una salida, sí, pero mientras se trabaja consciente y persistentemente en ella.
La misa de despedida de Gustavo, en medio de la tristeza, fue un soplo de esperanza activa. Cientos de viejos amigos y amigas despidiéndolo, llorando, pero también agradeciendo y abrazando su legado. Las palabras del Papa Francisco fueron, además, un resarcimiento histórico de su figura y sus enseñanzas.
Gustavo, viejo amigo, de tus palabras aprendimos que el reino de Dios no está en algún plano ajeno, sino que debe construirse en la tierra y para todas y todos; que nuestro compromiso se basa profunda y esencialmente en el amor; que Dios es el de la vida, no el del castigo; y que es nuestro deber dar esperanza desde nuestras acciones.
Gustavo, viejo amigo, que la tierra te sea leve. Aquí nos quedamos un poco huérfanos, pero con la tarea de seguir apostando por ese camino, apostando y construyendo la liberación, y amando intensamente la vida.