Es indudable que la seguridad ciudadana es un problema no solo en Perú sino, en toda la región. América Latina y el Caribe tiene aproximadamente un 10% de la población mundial pero un tercio de los homicidios ocurren en nuestro ámbito. Lo que es nuevo en la arena pública, en particular en nuestro país, es la asociación de la muerte con la inseguridad. Ya no solo son los robos y extorsiones, es la pérdida de vidas. Era un tema que ya estaba presente en las ciudades del norte, sobre todo en Trujillo, pero ha llegado a Lima, con todo lo que esto significa en términos de la estructuración de la agenda mediática.
Cada vez que se reactiva este tema en el debate público, se discute sobre cuán real es este fenómeno, el registro (o subregistro) de la victimización y otro tipo de evidencias, la percepción de inseguridad, el rol de los medios en ese proceso, posibles soluciones, etc. Los hechos están ahí, pero parte de la realidad son también los discursos que entran en competencia para dar cuenta de esos hechos. Es en ese contexto que algunos grupos políticos e instituciones comienzan a hablar de terrorismo urbano. En parte como una forma de interpretar lo que ocurre (como expresión de un particular sistema de creencias), pero también como una manera de poner el foco lejos de sí mismos. ¿Será creíble todo ello?
En un primer momento, desde Renovación Popular en el municipio de Lima, luego desde el congreso, y ahora también desde el ejecutivo, se plantea la necesidad de dar un conjunto de medidas para combatir un nuevo invento discursivo, el terrorismo urbano. Ya se han expresado diferentes especialistas sobre el tema para señalar que las penas ya existen o que su efectividad es nula (el ejemplo de las medidas contra el robo de celulares), pero el objetivo no tiene que ver con la eficacia de la normativa sino con el afán de poner de relieve una lectura que se construye desde una mirada autoritaria. La literatura en psicología social donde se vincula rasgos autoritarios con el apoyo a medidas punitivas es abundante.
En ese sentido, la iniciativa parece también responder a un adelanto de campaña electoral buscando conectar con la demanda de un sector de la ciudadanía que simpatiza con el discurso de la mano dura. El miedo ciudadano está vinculado al respaldo a este tipo de medidas, más aún si prima una cultura política vertical donde se cree que castigando se soluciona un problema sumamente complejo.
El origen y desarrollo de esta situación está vinculada a diversas variables, pero como bien señala la especialista Angélica Durán en una reciente entrevista en este diario, hay una relación entre el deterioro del funcionamiento del Estado, la corrupción galopante en diversos ámbitos y el crecimiento de la criminalidad. Si se habla de terrorismo, esa misma experiencia nos enseñó que fue la inteligente decisión del ejército, de trabajar junto con las comunidades afectadas, lo que permitió vencer al terrorismo. Lo mismo se puede decir de la labor de inteligencia del GEIN. Pero para usar la inteligencia hay que tener decisión política. Y para varios grupos infiltrados en la política, así como para diversos sectores del Estado, mejor es crear ficciones discursivas.
La corrupción en los partidos políticos, la policía y el sistema de justicia tiene larga data. Todo indica que la forma en que se vienen vinculando empoderados grupos criminales con diversos sectores del Estado, que son los responsables de combatirla, y el nivel de penetración en el sistema político, es mucho mayor que antes. Por eso, hablar de terrorismo urbano es querer manipular a una asustada población encuadrando la realidad en un discurso que pone el foco en solo uno de los actores de una compleja trama de corrupción y delincuencia que también incluye al sistema policial, judicial y político. Es una coartada para decir que los delincuentes están del otro lado sin reconocer a los delincuentes que están dentro del Estado y el congreso. No por gusto, se propone esta ley y se hace caso omiso a las demandas de revisar la legislación sobre crimen organizado, que afecta a más de un congresista. Y desde el ejecutivo, el primer ministro anuncia ahora que el proyecto de ley considerará que los policías y militares que sean denunciados serán procesados en el fuero policial y militar. Eso es retroceder con relación a los derechos ciudadanos frente a quienes abusan de su poder para delinquir.
Pero para que un discurso cale, es importante que sea creíble. Y en ese proceso la imagen de quien lo enuncia es fundamental. No es que los ministros del Interior hayan sido normalmente objeto de gran apoyo ciudadano, pero el actual se ubica en las antípodas y si algo lo caracteriza es su mínima credibilidad. Lo mismo ocurre con el gobierno en su conjunto y el congreso. La presidenta Boluarte, el ministro Santivañez y los congresistas que promueven esta ley olvidan que algo fundamental en una estrategia de comunicación es ser coherente y que la fuente identificada de los mensajes debe ser confiable. El discurso del combate a la delincuencia no se termina de construir en la cabeza de la población solo por lo que se dice o difunde en medios, sino por el conjunto de acciones que se observan y por la identificación de quién dice qué. Presidenta, ejecutivo y congreso tiene una mínima credibilidad.
Como bien se ha señalado, la propuesta de combatir la delincuencia usando el término de terrorismo urbano se vincula a una lógica de populismo punitivo. Sin embargo, el descrédito de quienes lo plantean es tal, que puede que termine reforzando la desconfianza y el rechazo a quienes la proponen.