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Opinión

Aluvión de Memorex, por Maritza Espinoza

No, no le debemos nada a Alberto Fujimori, salvo la división que supo sembrar entre nosotros y que sobrevive hasta hoy. Ese fue y aún es su sello personal.

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Tras el estrambótico carnaval en el que se convirtieron los funerales de Alberto Fujimori (quien, en su muerte, siguió dividiendo al país tal como lo hizo en vida), es el momento de los balances. Seamos o no una de los miles de fujiviudas que brotaron por todas partes, hay que agradecer que episodios como este sean un parteaguas que nos permite discriminar con claridad quién es quién y qué pasa, realmente, debajo de la catarata de lágrimas (de cocodrilo) que nos inundó. Ahora nos quedan bien claritas varias cosas.

Primero, ya no queda duda alguna sobre el vigoroso pacto político entre la cabeza del Ejecutivo y Fuerza Popular, algo que en el partido de co-Gobierno se ha tratado de manejar como si de un vergonzoso chupo en la cara se tratara. Sin embargo, con esos funerales de Estado que excedían largamente lo establecido en la ley, Dina Boluarte ha demostrado que, para ella, lo más importante en el planeta es poner en evidencia que Keiko Fujimori es poco menos que su little sister.

La cosa fue tan exagerada que hasta parecía que la doña calculó, en todos sus detalles, los efectos de presentarse gimoteante en el velorio y abrazarse a la heredera del fujimorismo el tiempo necesario para que las pescaran los flashes. ¿Ahora quién podrá poner en duda que están unidas por el irrompible cordón umbilical de la componenda? Dicho sea de paso, esa imagen, la del abracito sentido, tendría que estar en los carteles de toda la campaña electoral que comienza el próximo año como ‘Memorex’ del infame pacto.

Segundo, sirvió para comprobar una vez más que, nos guste o no, hay una porción de la ciudadanía que considera que Alberto Fujimori hizo mucho por el país y que todo lo malo (es decir, los crímenes, la corruptela y el envilecimiento institucional) son un pequeño daño colateral. No es difícil ver, sin embargo, que ese desdén hacia la democracia y sus formas es producto, justamente, del período fujimontesinista, herencia que los gobiernos posteriores, todos democráticamente elegidos, no supieron conjurar.

Pero tercero, y lo más importante, fue que a lo largo de esos días vivimos un aluvión de recuerdos, un verdadero refresh de memoria sobre lo que fue ese período vergonzoso de nuestra historia. Mucha gente, tras los años y los constantes intentos de sus herederos políticos por reescribir la historia, ya no se acordaba de detalles del gobierno de Fujimori que hoy volvieron con la fuerza de una bofetada.

Y, conclusión clarísima, todo fue peor de lo que recordábamos. Incluso mucho peor de lo que pintaron las sentencias que mandaron a Fujimori a prisión. Detalles que habíamos archivado en un rincón de la memoria volvieron compartidas por cientos de usuarios de las redes sociales en forma de videos, de audios, de recortes periodísticos.

Así, rememoramos el episodio en el que un asustado Alberto Fujimori, tras la difusión de los vladivideos y la segunda fuga de Montesinos, fue presuroso a la casa de Trinidad Becerra, esposa de Vladimiro, a buscar los videos que —sabía— lo incriminaban. Para eso, no tuvo mejor idea que fingir que estaba dirigiendo personalmente la búsqueda de su asesor y, para darle verosimilitud al asunto, disfrazó a uno de sus edecanes de fiscal. Luego se supo que se llevó cientos de videos. ¿Para qué? Obvia respuesta. ¿Por qué se preocuparía por los videos alguien que fuera inocente?

Y hablando de Vladimiro, ¿por qué Alberto Fujimori se sintió obligado a regalarle quince millones de dólares para que se fugara, algo confirmado por el mismo exdictador? ¿Qué silencio pretendía comprar? ¿Y por qué quiso hacer pasar ese pago como su Compensación por Tiempo de Servicios, como si las CTS se pudieran entregar en la mano y sin recibo? Pero, sobre todo, ¿de dónde sacó él otros quince millones que, según su abogado de entonces, “devolvió” al Estado?

También recordamos, gracias al show funerario, el episodio de la fuga a Japón, de cómo salió, muy seriecito, diciendo que se iba a una cumbre de mandatarios en Brunéi para la que, según testigos, se llevó nada menos que cuarenta maletas, y de cómo, días después, apareció en Tokio, mandándonos su renuncia por fax en señal de su desprecio. Y en señal de su desprecio (algo que ningún peruano debería olvidar) vimos luego cómo se postulaba al Senado nipón, jurando en perfecto japonés su lealtad absoluta a esa nación.

Y hubo más. Miles de detalles que ensombrecen aún más episodios ya sombríos de su gobierno, como las ejecuciones del grupo Colina. Por estos días recordamos cómo no solo premió y ascendió a los miembros de ese escuadrón asesino, sino que los felicitó efusivamente “por estar prestando servicios para la seguridad nacional de gran valor para la inteligencia nacional”. Hay cartas de su puño y letra que lo prueban.

La lista es interminable y basta googlear un poco para refrescarse la memoria. Por eso, ahora que se ha puesto de moda hablar del “legado” de Alberto Fujimori, es bueno recordar cada detalle del infinito rosario de vilezas que se cometieron en esos años. ¿Puede ser un legado haber corrompido al país? ¿O haber hecho del fraude, la corruptela y el cinismo una manera de manejar el Estado? ¿O haber perturbado nuestra vida pública durante tres décadas y media?

No, no le debemos nada, salvo la división que supo sembrar entre nosotros y que sobrevive hasta hoy. Ese fue y aún es su sello personal. Tanto como lo fue de otro jinete del odio, Abimael Guzmán, quien, ¡vaya escalofriante coincidencia!, murió hace tres años, en la misma fecha y a la misma edad.