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Opinión

El bicentenario de Junín, Juan Santos Atahualpa y su trascendencia histórica, por Gustavo Montoya

En el imaginario popular, Juan Santos Atahualpa es, sin lugar a dudas, el héroe de la resistencia y de culturas acosadas por la demencia del desarrollo y de cierta modernidad eurocéntrica.

larepublica.pe
MONTOYA

Cuando se piensa en los movimientos de resistencia anticoloniales, la figura de Juan Santos Atahualpa casi no aparece en la multitud de eventos del alicaído bicentenario. Mucho menos en las conmemoraciones oficiales. Curioso olvido, casi con aires de conspiración, hacia uno de los héroes populares que cobijan una potente memoria histórica en la actual selva central. El recuerdo contemporáneo que se tiene de su figura sorprende a cualquier historiador especialista en el proceso de la independencia. Se trata de una evocación que se ha venido construyendo al margen de los circuitos académicos y, por el contrario, hace parte de la fuerte oralidad que existe en nuestro país, sobre todo en regiones que han sido postergadas y desplazadas de la atención pública estatal. Para tales grupos sociales, Juan Santos es el héroe, y que, además, se anticipa al proceso de la guerra separatista.

Ciertamente, es el héroe cultural más prestigioso de las comunidades nativas amazónicas de la región central del país. La vitalidad de su recuerdo requiere, en consecuencia, más de una explicación, pues se ha erigido a través de mecanismos de transmisión oral, al margen de la ciudad letrada. Pertenece a esas densas y milenarias corrientes de memoria oral cuya estructura no es estática. Todo lo contrario, pues se transfigura en el tiempo, adaptándose a las carencias simbólicas de comunidades subalternas. En el imaginario popular es, sin lugar a dudas, el héroe de la resistencia y de culturas acosadas por la demencia del desarrollo y de cierta modernidad eurocéntrica, que no admite las tradiciones locales.

Sobre la historicidad de sus acciones, es una paradoja que, a diferencia de la bibliografía contemporánea que discute hasta la existencia misma del personaje, la figura del Chuncho Rebelde o el Indio Bravo —que son algunos de sus apelativos de la época—, Juan Santos, aparezca en las memorias de los virreyes, ocupando una centralidad perturbadora, en términos de zozobra, y como una seria amenaza del oprobioso sistema de dominio colonial. Y el mayor peligro era que la rebelión y resistencia se expandan a otros territorios, en una época en que los mecanismos de control social y dominio ideológico ya estaban siendo cuestionados desde diferentes frentes.

Como se sabe, los varios intentos de combatirlo y derrotarlo, desde 1742 hacia adelante, fracasaron. Ni misioneros ni comerciantes ni colonizadores ni el propio Estado colonial lograron trasponer las fronteras, casi una muralla infranqueable, que Juan Santos y la confederación de comunidades ya levantadas en armas impusieron. La resistencia de los rebeldes logró avanzar hasta cerca de Jauja y amenazar Huarochirí. Por lo demás, toda la región del Gran Pajonal terminó por convertirse en una zona de refugio, para todas las formas de disidencia y resistencia al nuevo orden colonial borbónico. Durante el periodo final de las guerras por la independencia (1821-1824), estas regiones intermedias, de contacto entre los andes y la montaña, se convirtieron en territorios de refugio para las milicias plebeyas de guerrillas y montoneras que actuaban en la sierra central, frente a la hegemonía militar realista que tenía su cuartel general en Huancayo, controlando Tarma, Jauja y Concepción.

Contribuye casi a la sacralización de su figura, muy presente en el actual imaginario de los pueblos nativos, las diferentes versiones de su muerte y las múltiples referencias al lugar en donde estarían depositados sus restos. Y para entender la magnitud de su prestigio, hay que recordar que nunca fue derrotado, mucho menos capturado. Uno de los relatos indica que, luego de transfigurarse, “ascendió a los cielos”.

Esto, que para la racionalidad occidental y urbana puede parecer un disparate, no lo es para los pueblos y culturas que poseen otras maneras de recrear lo acontecido. Sobre todo cuando se trata de la trascendencia de sus iconos culturales. También circula el relato oral sobre que, para preservar sus restos, estos estarían siendo trasladados cada cierto tiempo, de un lugar a otro. Todas estas referencias se mueven al interior de esas memorias orales, que son recuerdos híbridos, donde son puestos en movimiento, hechos históricamente verificables, de la mano con la imaginación plebeya colectiva. El tiempo lineal, el pasado y presente son intervenidos por una sofisticada operación mental, donde confluye el mito y la historia; la humanidad adquiere connotaciones divinas y viceversa.

Un arquetipo en el cual, por ejemplo, calza la figura de Alberto Pizango, en la larga y dramática resistencia que estas comunidades libran en defensa de sus espacios vitales y de su cultura. Causa indignación la serie de crímenes impunes de líderes que se oponen al narcotráfico, la tala ilegal, el contrabando, la trata de mujeres y diversas formas de expoliación y opresión de que son objeto. Esos ciudadanos de segunda categoría, como los definió despectivamente el expresidente suicida, poseen una épica de resistencia y exhiben un valor y una moral que puede llegar hasta la inmolación o el extremismo. Ahí están los sangrientos y lamentables sucesos ocurridos en ‘la curva del diablo’ de Bagua el 5 de junio del 2009, como antecedente o anuncio tenebroso, según la perspectiva que se tenga.

Por cierto, no se trata del absurdo de contraponer a Juan Santos con Bolívar o San Martín, como si las memorias y las identidades colectivas fuesen asuntos puramente burocráticos. Tal vez les vaya mejor en compañía de esos guerrilleros y montoneros republicanos, no solo andinos, sino también amazónicos quienes establecieron la república desde sus limitaciones y pobrezas. Cuenta además, el hecho ya verificado, que a la llegada de los ejércitos libertadores que trajeron la imagen del inca como artefacto ideológico patriota, los recuerdos y el prestigio de tal emblema, adquirió nuevos bríos entre los sectores plebeyos, sobre todo en las regiones andinas. Fue ahí que Juan Santos fue reconocido como inca por sus seguidores y aliados. Junín y Ayacucho no fueron casualidades territoriales de la guerra.

Después de todo, habría que preguntarse sobre cierto silencio estridente, con que se ha venido gestionando la incorporación de los acontecimientos acaecidos en las regiones amazónicas, a propósito de las conmemoraciones sobre el bicentenario de la república. El caso de la batalla de Higos Urco en la actual región Amazonas es un elemento, ya que, sin duda, no es el único. Ensanchar la nación, con los componentes simbólicos de la diversidad cultural y regional que nos define, podría ser una de las vías para dotarle de mayor legitimidad a esta república maltrecha que tenemos. Nacionalizar realmente el Estado. Pero Juan Santos Atahualpa no es una figura solitaria en el panteón heroico de las comunidades amazónicas, habría que añadir a Fernando Torote que se levantó en 1724, o Ana de Tarma, lideresa en la misma región del Gran Pajonal, y muchos otros más.

Los líderes locales y representantes de la sociedad civil en la región Junín tienen una magnífica oportunidad de honrar esas memorias y recuerdos populares que hunden sus raíces en las mentalidades colectivas. El bicentenario no solo es dispendio, fanfarria y espectáculo. Recordarles que una gestión inteligente de los acontecimientos históricos resulta de vital importancia para recuperar esas vidas ejemplares que tanta falta nos hace. Para ello, es indispensable el concurso de profesionales calificados y con cierta mística, hacer a un lado la mirada de corto plazo, y pensar el pasado desde el futuro. Las comunidades y pobladores de ese riquísimo y múltiple universo cultural, lingüístico, mítico, estético y de una biodiversidad asombrosa, y que viven hace milenios en esos territorios, se lo merecen.