No gobernamos para las encuestas”, “no creo en las encuestas”, “la verdadera encuesta es el voto”, “la expresión cariñosa de mi pueblo es más que cualquier encuesta”. Usted ya las ha oído. Excusas que los políticos usan cuando no les gusta la imagen que de ellos expresa la opinión pública. La encuesta, ese espejo que la estadística nos regala, es una herramienta indispensable para un político serio.
Medir los sentimientos de la gente no es fácil. Aprecio o desprecio, ilusión o desengaño, entusiasmo o hartazgo, lo que sentimos frente a un hecho político nubla lo que pensamos racionalmente y domina el estado de ánimo. Asimismo, los juicios de valor en política se forman mucho más en el campo de las emociones que en el de las razones. La percepción de lo justo o injusto, de lo cercano o distante, de lo honesto o criminal muchas veces se forma en los sesgos de cada uno y no en la evidencia. Por eso, las opiniones son tan volubles y, en medio de una campaña política, mucho más.
Un político hábil sabe que para perseverar en su carrera tiene que estar conectado con esas emociones. Incluso puede, responsablemente, asumir decisiones que pueden parecer impopulares, pero que, con su trabajo político, se entenderán y aplaudirán a largo plazo. Moverse solo con el sentir popular no es buena política. Pero ignorar por completo las percepciones populares, hacer como si no existieran y, lo peor, burlarse de ellas, es solo para aquellos que han optado por el suicidio político. Es decir, para los que están de salida o para los que nunca debieron entrar porque solo están de paso.
Esta semana, el IEP publicó en La República una encuesta de opinión que expone amplios consensos sociales, pese a que muchos analistas insisten en hablar de polarización. ¿Qué polos son los que se oponen si el 90% del público desaprueba al Congreso y a la presidenta por igual? Y lo más importante, ¿qué deben hacer ambos poderes del Estado con esa información? Cualquier empresa que pone en el mercado un producto que no se vende bien va a gastar todos sus recursos en averiguar qué está pasando para hacer las correcciones. El único lujo que no puede permitirse es la indiferencia, porque si no hace nada, el mercado no tardará en abandonarlo para siempre.
Tampoco sirve de nada buscar culpables donde no están. “No hemos sabido comunicar nuestros logros”; “la prensa nos ha maltratado injustamente”; “oscuros intereses han promovido el odio” y otras excusas semejantes solo hacen reír, cosa que se agradece, pero resta toda seriedad. A estas alturas, cualquier político con intención de durar debería saberlo. No puedes comunicar un logro que solo es un logro para ti; justicia es darle a cada uno lo que merece, y si tienes una conducta ilícita o criminal, ese es el trato que la prensa te va a dar. El discurso de “todos me odian” es atendible en una quinceañera, no en agrupaciones y líderes políticos cuajados.
En política, solo se llega al pensamiento si primero se conquista el sentimiento. La confianza en una visión, proyecto, programa o idea pasa primero por la confianza en la persona. Construida esa confianza y no defraudada, se puede saltar al orden de las ideas. Pero si esa fe en el ser humano no existe, al menos con reservas, es imposible conquistar un consenso social. De ahí lo grave que resulta para la forma democrática de gobierno que, en la misma encuesta, más del 80% de los encuestados no tenga un líder político de su preferencia. “Ninguno” o “No opina” es el ganador absoluto de las preferencias populares para las próximas elecciones generales.
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Sin embargo, hay esperanza. Un 68% de encuestados cree posible que surja un líder que traiga un cambio positivo para el país. Hoy hay 28 partidos políticos con inscripción vigente en el Registro de Organizaciones Políticas. Diez de ellos resultaron ganadores en las elecciones generales del 2021. Visto el desafecto popular al Congreso, es posible (sería un merecido castigo electoral) que todos o casi todos pierdan la inscripción por no pasar la valla electoral. Su desprecio por los sentimientos del electorado no tiene paralelo. Casi el 80% del país les pidió desde fines del 2022 que se vayan todos. ¿Cuál fue la respuesta? La indiferencia, la captura de instituciones y el aprovechamiento personal del cargo.
Quedan otros 18 partidos. La mayoría, apenas cascarones con un par de caudillos que van a tentar suerte, aprovechando que tal vez lo nuevo, solo por novedoso, tenga éxito. Regresan viejas glorias como el APRA o el PPC, pero si no corrigen las causas por las cuales perdieron la inscripción en el 2021, la van a volver a perder. ¿Tiene alguna lógica en este contexto electoral el apoyo partidario del APRA (o sus líderes) a Patricia Benavides? ¿Les suma o más bien les resta y mucho? Otros casos, como el del FREPAP, por ejemplo, ya quemaron su capital político en un desastroso desempeño en el Congreso del 2020, que no les va a volver a poner 15 congresistas nunca más.
Las condiciones están dadas para un líder de ruptura. ¿Con qué conexión popular? Primero, que rechace el desempeño de los poderes constituidos de manera radical. No puede rechazar la democracia, pero sí a quienes hoy ejercen el poder. A todos. Alianzas con los repudiados solo generan repudio. Lo segundo, no tener un pasado manchado. Experiencia, sí. Sobre todo, de cercanía y recorrido popular auténtico, no fabricado. Pero si tiene mancha, la desconfianza crece y de ahí no se regresa. Ahí tiene el fracaso de Julio Guzmán para entender de qué estoy hablando. Antauro Humala no está limpio. Lo tercero, que construya una esperanza y se la ofrezca a ese casi 50% de peruanos que quiere irse. Una ilusión de prosperidad real, basada en lo que es posible. Nadie rechaza de plano las dificultades si la apuesta por un porvenir mejor está asegurada. ¿Imposible? No lo creo. Nuevo, limpio y harto. Por ahí debe andar.