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Opinión

Heridas narcisistas, por Jorge Bruce

“En el Perú estamos recibiendo una paliza de injurias narcisistas cotidianas, al tener que presenciar, impotentes, el asalto a las arcas del Estado, a la libertad de prensa, la democracia y al futuro de nuestro país”.

larepublica.pe
BRUCE

Ser peruano es un ejercicio intensivo de supervivencia. Incluso, quienes gozamos del privilegio de poder satisfacer nuestras necesidades materiales esenciales tenemos que soportar a diario los discursos políticos de personajes inescrupulosos e insignificantes. No solo maltratan la sintaxis y la ley. También el sentido común y las verdades más obvias. A fuerza de escucharlos, se aprende a ignorarlos. Sin embargo, este ejercicio de higiene mental no es suficiente. Por mucho que intentemos aislarnos de sus aberraciones, con las que intentan justificar despropósitos tan ruines como hipotecar el futuro de los niños peruanos, por algún resquicio se filtra la información acerca de sus cotidianas tropelías. Solo saberlo nos enferma.

Pero también nos humilla.

Freud afirmó que la humanidad había sufrido tres grandes injurias narcisistas. La cosmológica nos fue infligida por Copérnico, al demostrar que la Tierra no era el centro del universo. Éramos tan solo un planeta más que giraba alrededor del sol. Al evacuar la teoría geocéntrica y reemplazarla por la heliocéntrica, expuesta en su obra Sobre las revoluciones de las esferas celestes, escrita entre 1507 y 1532, supimos que no éramos el núcleo del universo. No obstante, al no poder encontrar pruebas suficientes para sustentar su teoría, fue preciso esperar un siglo para que Galileo la demostrara.

La segunda gran herida la recibimos de Charles Darwin. En su obra de 1859, El origen de las especies, nos ubicó en una secuencia evolutiva que nos remontaba a nuestros ancestros, los primates. Como cualquier orangután o mono Tití, no descendíamos de Adán y Eva. La teoría de la evolución, que aún hoy en día produce urticaria a los fanáticos religiosos que la niegan con vehemencia, fue un segundo golpe feroz a nuestra omnipotencia.

Sin preocuparse por impedimentos molestos como la modestia, Freud se atribuyó la tercera gran herida narcisista sufrida por la humanidad. Al demostrar, en diversos libros como La interpretación de los sueños, de 1900, o El yo y el ello, de 1923, que no estábamos gobernados por la razón sino por las pulsiones del inconsciente, dio al traste con la imagen que teníamos de nosotros mismos como seres racionales.

Lo cierto es que los seres parlantes no nos hemos repuesto del todo de estas afrentas a nuestro narcisismo. En pleno 2024, mucha gente se resiste a aceptar no una, sino las tres teorías de estos grandes pensadores. Desde los terraplanistas hasta los que se aferran a la Biblia como única fuente válida de conocimiento, pasando por quienes pretenden que pueden gobernar sus impulsos con su fuerza de voluntad o gracias a la oración (y, en casos extremos, al cilicio). Los psicoanalistas conocemos la tenacidad de esos esfuerzos por negarse a ver lo que nos duele o humilla, impidiendo, paradójicamente, elaborar aquello que nos está haciendo sufrir. Y muchos haciendo sufrir a otros para desquitarse.

Dicho lo anterior, en el Perú estamos recibiendo una paliza de injurias narcisistas cotidianas, al tener que presenciar, impotentes, el asalto a las arcas del Estado, a la libertad de prensa, la democracia y al futuro de nuestro país. Alguna vez publiqué una columna afirmando que llegaría el día en que sentiríamos vergüenza, por haberles tenido pavor a personajes tan deleznables como Abimael Guzmán o Vladimiro Montesinos. El tiempo me dio la razón. Eran asesinos despiadados, pero también sujetos ridículos y desquiciados, como pudimos comprobarlo en los juicios de ambos, así como en sus biografías. Eran monstruos con pies de barro. No olvidemos que Montesinos se compró a Guzmán con una torta de cumpleaños y unas velitas infantiles.

Las pesadillas no son eternas. De hecho, afirma el filósofo Emil Cioran (Silogismos de la amargura, de 1952), “en ese ‘gran dormitorio’, como un texto taoísta llama al universo, la pesadilla es el único modo de lucidez”. Por lo menos es a lo que me aferro en estos tiempos vergonzosos. Saber que estamos teniendo una pesadilla es saber, al mismo tiempo, que en algún momento despertaremos. Después de todo, los peruanos emergidos de la conquista, la colonia y la república conocemos de sobra la experiencia de ser humillados. Ya lo decía el Inca Garcilaso, quien nació a los ocho años de la llegada de los españoles, en sus Comentarios reales: “Estas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: Trocósenos el reinar en vasallaje”.

Max Hernández ha escrito un libro que analiza con brillantez la peripecia de los nombres del Inca Garcilaso, cuyo título proviene del párrafo citado: Memoria del bien perdido (1991). No se le escapará al lector que esa frase nos atañe a todos los peruanos. Lo que vivimos estos días nos agobia y deprime, pero, al mismo tiempo, nos resulta inquietantemente familiar. La humillación, la herida narcisista, recorre nuestra historia como una sutura infecta. Como Frankenstein, estamos hechos de retazos cosidos con apuro y descuido. Como personas y como país.

Cuando Copérnico estaba redactando su tratado que demostraría a la humanidad que morábamos en el lugar del engaño, los conquistadores desembarcaban en estas tierras y les causarían a los antiguos pobladores del territorio una herida semejante a la que el astrónomo le abrió a la humanidad. El Cusco no era el ombligo del mundo y los incas, como apunta con melancolía Garcilaso, pasaron de reyes a vasallos.

¿Significa lo anterior que estamos condenados a ser subyugados por personajes tan zafios e ignorantes —aunque audaces y violentos— como lo fueron los extremeños que se apoderaron de las riquezas del hoy llamado Perú? ¿Está escrito en las estrellas que tenemos alma de súbditos resignados a su suerte? ¿Es la melancolía y pasividad nuestro designio?

Lo anterior solo será cierto si no procesamos en comunidad nuestra situación y destinamos la energía indispensable para revertir la situación. Quienes están avanzando en el proyecto de una dictadura congresal son unos personajes burdos y elementales, que maniobran con torpeza. Manipulan a su antojo a una presidenta tan despistada y asustada como María Antonieta en sus últimos días en el palacio de Versalles. Ella sabe que le espera la guillotina (es decir, la cárcel) y ellos no saben bien cómo salir indemnes de estos constantes atropellos. No lo reconocen, pero también tienen miedo. Los mecanismos de negación y desmentida tienen un límite. Aunque les lleguen solo ruidos atenuados, no pueden desconocer que un difuso malestar y una ira sorda recorren el país, en particular entre quienes están más desamparados.

Lamentablemente, los grandes poderes económicos siguen apostando por ellos con su particular versión de mal menor. Este punto ciego es peligroso para todos. Por ahora, creen que su plan de copar los organismos electorales para colocar al candidato que les convenga está funcionando. La Historia del Perú y la Historia Universal (así se llamaba el curso en el colegio en mi época; ahora me doy cuenta de que ese título era en sí mismo una negación de las mencionadas heridas narcisistas) deberían enseñarles que lo que más hace reír a Dios es cuando le cuentas tus planes.