El célebre bolero de Roberto Cantoral, que muchos hemos cantado desde el karaoke hasta un cumpleaños o en la ducha, ha adquirido una inesperada celebridad y múltiples connotaciones políticas en el Perú. Es dudoso que la presidenta Boluarte caiga por el caso de sus costosos relojes (el Rolex es solo uno de estos). Aún si se le comprobara algún delito, como cohecho, corrupción o algún otro de esos nombres sofisticados del derecho, políticamente su salida es inviable para los mandamases del país. A saber, los partidos y mafias atrincherados en el Congreso. Pero tras cuernos, palos: El Comercio anuncia en su portada del domingo que Dina Boluarte recibió 1,1 millones de origen desconocido entre el 2016 y el 2022.
Dina Boluarte puede afirmar sin ruborizarse que tiene las manos limpias y solo declarará ante la Fiscalía, obviando que tanto ella como los fiscales son, en el papel, nuestros servidores públicos. Pero eso en el mundo real peruano hace tiempo dejó de tener sentido. Si Otárola perdió su puesto de premier por asuntos de faldas y no por los crímenes de la violenta represión contra las protestas, probablemente se debió a sus conflictos con el brother (en sentido literal y figurado) de la mandataria. Alberto pataleó, pero igual le dijeron Nica… nor.
No es tan simple como pretenden, sin embargo. Freud sabía que cuando un paciente relata un sueño, es importante prestar atención a los detalles, por nimios que parezcan. Si alguien narra que lo persigue un hombre furioso con un machete en la mano, Freud se interesaría en el dato de que a la camisa del perseguidor le faltaba un botón. Siguiendo el rastro de esa falta en la prenda, se puede llegar al contenido latente onírico con más seguridad —él lo llamaba el ombligo del sueño— que si nos centramos en la persecución y el miedo.
Por más que los ocupantes de las curules del Parlamento y los dueños de los partidos políticos necesiten a Boluarte en Palacio, todavía no tienen el control absoluto de una dictadura afianzada como la venezolana o la nicaragüense (hasta la cubana parece tambalearse en estos días). De modo que el tictac del reloj puede parecerse al de una bomba de tiempo. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si sale a la luz que el origen de esas costosas joyas está vinculado al narcotráfico? El problema que tienen las mafias sin un liderazgo que las consolide es que en cualquier momento los intereses de un grupo pueden colisionar con los de otro, sin que haya alguien que contenga esas ansiedades grupales, para decirlo en jerga psicoanalítica.
Las horas que marcan esos artilugios de miles de dólares —y el millón que acaba de aparecer— no declarados son las de una carrera entre quienes precisan controlar el aparato del Estado para sobrevivir, y quienes necesitan evitarlo para salvar lo que resta de democracia (y de paso sobrevivir también). El papel de los escasos medios de comunicación como este, que siguen luchando para que exista una prensa libre, es fundamental en esa lucha contra el tiempo. En su caricatura del sábado, Carlín muestra a un congresista declarando, con el aire satisfecho de un físico cuántico que ha descubierto la fisión nuclear, un proyecto de ley que “busca proteger la tranquilidad pública, garantizando que los ciudadanos no se enteren de nada”.
De eso se trata, como dice Hamlet en la moderna traducción de “that is the question”. Una ciudadanía desinformada es una presa indefensa para los depredadores del erario público. Ningún alto funcionario del régimen tuvo una sola palabra de empatía con el duelo de los allegados a las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales. Esto solo logra que al duelo tanto de dichas personas como de todos aquellos que nos condolemos por ese sufrimiento se añada la indignación por ese reiterado desprecio. Si piensan que echándole tierra —disculpen las connotaciones inevitables con la idea de entierro— a la tragedia van a lograr que desaparezca, se van a llevar una sorpresa amarga y riesgosa.
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Insistir con la justificación de que los cincuenta muertos eran terroristas y vándalos es una maniobra socorrida. René Girard, en su clásico libro La violencia y lo sagrado, lo dice con claridad: “La venganza constituye pues un proceso infinito, interminable. Cada vez que surge en un punto cualquiera de una comunidad, tiende a extenderse y a ganar el conjunto del cuerpo social”. La advertencia es de una claridad enceguecedora, excepto para aquellos empeñados en un proyecto mordaza como el del congresista Luis Cordero Jon Tay.
“La única venganza satisfactoria, ante la sangre derramada, consiste en verter la sangre del criminal”. Dudo que Dina Boluarte se haya referido a Girard cuando declaró que los muertos eran no solo terroristas, sino que los responsables de su muerte eran ellos mismos. Pero la idea es similar, si bien falsa. Entre los seres humanos, el proceso de animalizar a las personas es el paso previo para poder aniquilarlos. No necesariamente de manera física, pues puede tratarse de asesinar su carácter o reputación.
En el Perú hemos dado un paso más hacia atrás en el derrotero civilizatorio. Ni siquiera hace falta animalizar a alguien (ratas, cucarachas, sabandijas, etcétera). Basta decir que alguien es terrorista o defensor de los mismos, para que su vida pierda automáticamente valor. Si a esto se añaden consideraciones de clasismo y racismo, la ecuación se complica aún más. La vida de una campesina andina pobre tiene un coeficiente desechable mucho mayor que el de un columnista como el suscrito. Por eso, quienes avalan las muertes en las mencionadas represiones de diciembre del 2022 a febrero del 2023 insisten con la letanía de que eran terroristas. Esa narrativa es fundamental para convertir los crímenes en actos de justicia, así como descriminalizar cualquier eventual represión futura.
Puesto que cincuenta muertos no les movieron la aguja, por así decirlo, a Dina Boluarte ni a Alberto Otárola, puede que un asunto de menor gravedad en términos del código penal tenga el efecto de un detalle en un sueño: desatar una reacción en cadena —admito que la película Oppenheimer repercute en mis asociaciones— de efectos imprevisibles y por ende alarmantes. Los psicoanalistas sabemos que la violencia reprimida —en toda su polisemia— retornará with a vengeance (cuando algo sucede con mucho mayor impacto o violencia de lo esperado). Es interesante que esa expresión idiomática del inglés recurra a la palabra “venganza”. Ese acto parece rondarnos a los peruanos y solo constituirá una sorpresa para aquellos aferrados a los procesos de desmentida o negación.
Lo anterior le da una lectura inesperada a la letra del bolero de Cantoral: “Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer”. Debe haber varias personas deseando que el tiempo se congele, pues el futuro podría traerles noticias aterradoras y desquiciantes. Acaso querrían que como en Alicia en el país de las maravillas, el clásico libro de Lewis Carroll, el tiempo del cuento se detenga a las seis.