Nada como un sabroso chisme de “entre sábanas” para desenmascarar a la fauna política chola y, de paso, despertar el aletargado interés de la ciudadanía que, normalmente, apenas si se inmuta cuando se asesina a medio centenar de compatriotas en una protesta, se maneja la economía al borde del descalabro, se gestiona el gobierno (nacional y local) con el pie izquierdo o se roba en paila la plata que sale de nuestros sacrificados impuestos.
Es que para el pequeño voyerista que todos los peruanos, sin distinción de credo o ideología, llevamos dentro, los jugosos detalles de un romance entre un poderoso vejestorio y una guapa damisela resultan mucho más impactantes que el hecho de que ese vejestorio financie su(s) affaire(s) con dineros públicos en forma de contratos con el Estado, pecado venial al que apenas si se le presta atención.
De allí que el escándalo de Alberto Otárola —premier/albacea/titiritero de la señora que ejerce el cargo de presidente— recién haya saltado cuando aparecieron los audios calentones en los que negociaba los favores, digamos, amorosos con la hoy archifamosa Yaziré Pinedo, cuando hace meses se sabía que la señorita, tras una nunca esclarecida reunión con él en sus oficinas del Ministerio de Defensa, había sido favorecida con contratos por un monto de cincuenta y dos mil soles.
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Cuando en setiembre ‘Panorama’ publicó los detalles de ese desaguisado, a todos les pareció lo más normal del mundo que una joven de 21 añitos y sin ningún atributo aparente (para el trabajo) haya cobrado lo que, sacando cuentas, son más o menos cincuenta y dos sueldos mínimos. Eso sin contar con que, previamente, la burocracia del Mindef le había enviado un requerimiento personal para que ella misma decida cuánto quería cobrar, deferencia que no se le hace ni a un experto de primerísimo nivel.
Salvo un par de medios entrometidos —además de ‘Panorama’—, los demás ni siquiera tocaron el tema, hasta que, hace unos días, se hizo pública la estrambótica historia de amor/acoso/colusión (combinación que tan frecuentemente se suele dar en esta sufrida viña del Señor) entre Otárola y Pinedo, algo que parece haber agarrado al premier con, casi literalmente, los pantalones abajo.
Pero Otárola es un político ducho y sabe cómo desenfocar la atención pública. Por eso, la coartada que parece haber armado en armoniosa componenda con la niña de sus ojos pone tanto énfasis en la “inocencia” de la relación, desdibuja el aspecto delictivo (un irregular contrato con el Estado) y carga todo el peso de la culpa en… ¡Martín Vizcarra!, el punching ball de todos los odios políticos, personaje cuya sola mención atrae el odio jarocho de la DBA.
El todavía premier cuenta con que la derecha, con tal de aniquilar a Vizcarra, le dé todo su respaldo y no lleve a mayores las investigaciones que deberían darse en el Congreso y, también, con que tras sus “aclaraciones”, Dina Boluarte lo mantenga en el cargo, aunque, de paso, deje sin piso a su hermano Nicanor, con quien tiene un viejo pulseo por ver quién tiene más influencia en la jefa de Estado.
Lo que Otárola no ha calculado —tal vez cegado por su afán de vengarse de su némesis, el hermanísimo Nicanor Boluarte, quien estaría detrás de la más reciente puñalada a su estabilidad en el premierato— es que, en este país, la gente puede perdonar cualquier cosa, menos la deslealtad familiar. Sin ir lejos, entre los factores de la derrota de Keiko Fujimori el 2021, uno de los que más pesó fue la persecución contra su hermano Kenji y la gelidez con la que provocó el regreso de su padre a prisión.
Pero cabe otra posibilidad para la extrema autoconfianza que todavía muestra Otárola, y es que la información que tiene entre manos sobre Dina Boluarte —que puede abarcar desde el asunto del Club Apurímac hasta detalles no contados de la matanza en las protestas o, quién sabe, sabrosos intríngulis del backstage político— es suficiente para que esta elija su bando y, cual moderna y enfaldada versión de Caín, aplaste las aspiraciones de su hermano con una quijada de burro (ojo, sin alusiones a ningún político en especial).
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Sin embargo, esta historia está en desarrollo y mientras doña Yaziré no entregue a la Fiscalía las pruebas contra la repentina dupla Boluarte-Vizcarra que dice tener, no sabremos quién es el ganador y quién el perdedor. Por lo pronto, Otárola, hasta el cierre de esta edición, seguía siendo primer ministro. ¿Y la niña? Tiene todas las de ganar. Además de los cincuenta y dos mil soles que ya se embolsicó, cualquier día de estos la llaman para participar en ‘Esto es guerra’.
Dicho sea de paso, llama la atención que varios de los más grandes escándalos de nuestra historia reciente hayan tenido que ver con la acción —o reacción— de alguna mujer emocionalmente comprometida con los protagonistas. Desde el despecho de Matilde Pinchi Pinchi, que la llevó a hacer público el primer vladivideo que se tumbó al régimen de Alberto Fujimori, hasta la hoy fresquecita telenovela de Yaziré Pinedo, no hay giro político en el que no haya estado involucrada alguna.
No olvidemos, por ejemplo, que los peores momentos de los gobiernos de Alejandro Toledo y Ollanta Humala tuvieron que ver con que sus esposas metían las narices en asuntos de gobierno. Tampoco, que Julio Guzmán, el más prometedor candidato en las elecciones del 2021, se derrumbó tras un ardiente ampay cuyas nefastas consecuencias ya no pudo remontar.
Y hablando de ardores, cómo no recordar el asunto del ‘Bebito fiu fiu’, que hasta dio lugar a una pegajosa cancioncilla que se convirtió en éxito mundial. Sin duda, fue el peor golpe que ha sufrido la imagen política de Martín Vizcarra. Ducho en reciclarse, el moqueguano ha logrado darle la vuelta incluso al feo mote de ‘Largato’ (sacó el peluche de un simpático lagartitito, que hoy es su mascota), pero dicen que hasta hoy tartamudea cuando le mencionan el otro asunto.