Politólogo, Universidad del Pacífico
En Argentina ha comenzado el clásico. No es Boca-River. Se trata del superclásico de la política: líder popular contra instituciones. En las tres semanas que lleva como presidente, Javier Milei ha dejado en claro que pretende redibujar por completo las relaciones entre economía, Estado y sociedad desde unas coordenadas ultraliberales. Pero también ha hecho notar que no se trata de un proyecto que quiera consensuar ni negociar. En este lapso dio un decreto nacional de urgencia (DNU) compuesto por más de 300 artículos y luego envió al Congreso un proyecto de ley con otras 600 disposiciones sobre los más diversos temas nacionales. Incluso, constitucionalistas de derecha aseguran que este aluvión legislativo excede las atribuciones presidenciales. De los congresistas que lo rechazan, Milei ha dicho que seguramente pretenden coimas. Si sus iniciativas fuesen rechazadas en el Legislativo (donde el presidente solo tiene una porción muy minoritaria), el mandatario ha amenazado con realizar un plebiscito. De hecho, la voluntad de confrontar con el Congreso ya había sido transparente cuando brindó su primer discurso presidencial frente a sus seguidores en la calle y dándole la espalda al Legislativo. El clásico ha comenzado. Su trámite se anuncia rudo y el resultado incierto.
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Hace treinta años, la politóloga Susan Stokes analizó un fenómeno que bautizó como “neoliberalismo por sorpresa”: muchos de los presidentes que hicieron las reformas de mercado en América Latina (pensemos en Fujimori y Ménem, Collor de Mello y Víctor Paz Estenssoro) no las prometieron en sus campañas. Las realizaron por sorpresa.
Javier Milei, en cambio, prometió con todas sus letras un ortodoxo y doloroso ajuste. De hecho, la segunda vuelta argentina puede leerse como un plebiscito sobre la economía. De un lado estaba Sergio Massa, ministro de Economía de Alberto Fernández, encabezando el desastre inflacionario y productivo reciente, quien defendía unas políticas que la mayoría interpretó como más-de-lo-mismo, mientras que en frente Milei vociferaba con rabia la llegada del nuevo mañana liberal. Obviamente, muchos otros temas fueron aludidos en campaña, pero tanto la gravedad de la crisis económica como la especialidad de ambos candidatos convirtieron la segunda vuelta en una elección esencialmente económica: ¿shock o gradualismo? Ganó el primero por mucho.
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En tal sentido, Milei está en lo correcto cuando afirma tener un mandato claro. Menos nítido es el contenido de ese mandato. Lo cual es un debate recurrente en los sistemas con balotaje: ¿el presidente debe representar a la cruda candidatura de primera vuelta o la modosita de segunda? En este caso, Milei obtuvo el 30% de los votos en primera instancia y 55% en la segunda. Le debe casi la misma cantidad de preferencias a cada turno. Aparece el primer encontronazo: Milei pasó a segunda vuelta gracias a una rabia “anticasta” mezclada con ideología libertaria, pero probablemente luego se hizo de la presidencia a pesar de aquella mezcla y no gracias a ellas. Entonces, ¿tiene mandato para cablear él solo y de un plumazo todo el entramado legislativo del país? Sus votaciones y la composición del Congreso sugieren que no. El contenido del mandato pareciera estar mucho más cerca de aplacar la inflación sin anestesia que el de decretar la refundación de la república en clave libertaria.
Ahora bien, esto tiene sentido si se trata de interpretar el mandato en clave democrática. Pero Milei no viene de una tradición democrática, sino de una tradición antipolítica y, por extensión, descreída de la democracia. De hecho, su interpretación del proceso político argentino, como propone la historiadora Camila Perochena, no detecta el origen de la decadencia del país en el ascenso del populismo, el peronismo o el comunismo, sino en el de la democracia. 1916 es la fecha fatídica: se inaugura el sufragio universal, secreto y obligatorio. Y las críticas más destempladas se las reserva al presidente Raúl Alfonsín, quien fue el primer presidente de la actual era democrática inaugurada en 1983. Bajo el prisma ultraliberal, la política es un peso muerto para el mercado libre, ese idílico lugar donde se realiza la libertad humana. O para decirlo con la fórmula célebre de Margaret Thatcher: la economía es el método, el objetivo es cambiar el alma. Milei y el empresariado saben que la oportunidad no volverá.
Así, estamos ante un aspirante a salvador de la patria de doctrina antipolítica. Luego, no resulta particularmente intrigante que carezca de paciencia para plazos parlamentarios, procedimientos judiciales, negociaciones con sindicatos o cacerolazos ciudadanos.
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Un redentor sin raíces democráticas. ¿Cuánto daño puede hacerle a la democracia argentina? En estas semanas, la comparación con Alberto Fujimori ha sido omnipresente. Es el atajo para nombrar a la reingeniería neoliberal por la vía del autoritarismo de outsider. ¿Puede la democracia argentina morir en manos de Milei? Es difícil. Del lado de la sociedad, encontramos una con un consenso democrático que, aun debilitado, no ha colapsado. La elección de Milei señala mucho más la desesperación económica que la deserción democrática (y en tal sentido, subraya una responsabilidad importante del peronismo en el éxito de Milei). Se trata, además, de una sociedad civil organizada y movilizada. En la cual, Milei, por cierto, no tiene organización ni capacidad de movilización. Tuvo muchos votantes, pero nada orgánico: ciudadanos sin ciudadanía. Ni partido. Probablemente, un resultado inevitable en sociedades donde la informalidad se expande a toda velocidad.
Por otro lado, Argentina tiene instituciones. Por lo pronto, la Corte Suprema difícilmente puede ser acusada de arma partidaria y en los últimos años su jurisprudencia ha procurado limitar la utilización de los DNU para que no desequilibren el balance de poderes en favor del Ejecutivo. Ahí —y en el sistema judicial de manera general— habrá un escollo para Milei. El Congreso, por su parte, parece confiar en la aritmética de la influencia que dibujan las bancadas. Calculan que hay votos suficientes para poner en vereda al presidente si hiciera falta. Como se saben impopulares, prefieren el perfil bajo.
Finalmente, según una investigación de los politólogos Jason Brownlee y Kenny Miao, el 73% de las rupturas democráticas producidas en los años 2000 ocurrieron en países con un PBI per cápita inferior a 6.602 dólares. El establecimiento de un régimen autoritario es, mayoritariamente, un fenómeno de países pobres. De hecho, en cuanto un país se acerca a los 16.000 dólares de PBI per cápita, la posibilidad de perder la democracia se vuelve casi imposible, ya que ese dato supone la presencia de clases medias, urbanización, desarrollo educativo y muchas otras variables favorables a la democracia. Para el 2022, Argentina tenía un per cápita cercano a los 13.500 dólares (el del Perú es algo superior a los 7.000). En cambio, El Salvador y Nicaragua, por ejemplo, tienen 5.000 y 2.500 dólares de per cápita, respectivamente: no sorprende que ahí se erigieran regímenes autoritarios. Entonces, las condiciones materiales de la Argentina —aun críticas y degradándose— sugieren que un intento autoritario difícilmente tendría éxito.
Ahora, si es difícil que Milei pueda quebrar la democracia, parece sencillo imaginar que pueda erosionarla. Más que el establecimiento de un autoritarismo, el riesgo principal es la erosión democrática. Que puede llegar por distintas vías. De un lado, como producto de una presidencia caótica, liderada por un presidente inestable e inexperto, que nombra en puestos claves a funcionarios sin experiencia y que, como señalaba el periodista Carlos Pagni, es incapaz de priorizar ciertas iniciativas y objetivos, boicoteándose a sí misma. Una administración que, de pronto, puede verse envuelta en mil controversias políticas y judiciales y terminar dando palos de ciego aquí y allá y que así, en poco tiempo, Milei sea otro presidente sudamericano al que la popularidad se le encoge en tiempo récord. En ese caso, la erosión aparece más en forma de desgobierno que de desdemocratización.
Pero también podemos conjeturar un escenario cercano al que los bolivianos denominaban hace algo más de una década “el empate catastrófico”. Básicamente, un Milei que consigue domesticar la inflación en poco tiempo se hace bastante popular, radicaliza la belicosidad contra las instituciones y revigoriza lo que Mafalda llamaba el palito de abollar ideologías. En defensa de las instituciones aparecerían actores bastante desprestigiados; políticos descartados en tanto “casta” y sindicatos acusados de ser agentes partidarizados. Este es, desde luego, el escenario con el que sueñan Milei y sus aliados. Contiene las condiciones de posibilidad para mandar a la lona a todos sus rivales y lograr así resetear la vida pública argentina. No creo que pueda descartarse. Cosas más raras hemos visto en estos últimos años. Y, sin embargo, me parece improbable. Más verosímil resulta el empate que mencionaba más arriba. O la versión siglo XXI del “juego imposible” del que habló el politólogo argentino Guillermo O’Donnell cinco décadas atrás. Un escenario en el cual el enfrentamiento social e institucional se prolonga sin desenlace claro. Sin que ningún actor sea capaz de noquear por completo a los otros, instalándose una polarización que, un poco a la manera norteamericana, impide que cualquiera de las partes pueda avanzar ninguna agenda sustantiva.
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Antes de la segunda vuelta presidencial argentina, el politólogo Andrés Malamud aseguró que el futuro de Milei podía entreverse en clave peruana: o bien Fujimori o bien Pedro Castillo. Y recuerdo haberme preguntado, ¿no podría terminar siendo también una suerte de Humala?: el gran transformador transformado por las circunstancias. Por el momento, no. Insiste en ser el redentor que reinventa a la nación de cuajo. Pero no fue así como prosperaron las democracias capitalistas contemporáneas. La libertad democrática no es la libertad del iluminado. Más que en la escuela de Viena, el presidente Milei parece confiar en la escuela del caudillismo latinoamericano.