(*) Pdte. del Instituto Peruano de Economía, director de la Maestría en Finanzas de la U. del Pacífico.
Hace más de medio año escribía en esta columna que el Perú había escalado posiciones en la producción mundial de cobre. Si en el 2011 Chile representaba el 33% de la producción mundial de cobre y el Perú 7%, la cifra al 2021 era de 27% para Chile y 10% para el Perú. Perú además contaba con numerosos proyectos ya identificados, mientras que a duras penas Chile podía producir la misma cantidad.
El problema es que producir más cobre (del cual tenemos para incrementar la producción fácilmente otros cincuenta años) requiere que el Gobierno y la población se muestren de acuerdo, porque ninguna compañía minera se va a arriesgar a operar con la población en contra. El rechazo a estos proyectos se da generalmente por temores infundados de daño al medio ambiente, y el costo de esto es que se deja de lado la notable mejora que una mina moderna puede producir para sus vecinos y para el país.
En este contexto surgió en las noticias que el Perú perdería su sitial como el segundo puesto entre los productores de cobre ante la República Democrática del Congo (RDC).
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La RDC, para quienes tienen buena memoria, era uno de los más importantes productores de cobre hasta los años 60 y 70, cuando, a raíz del cobre, se entabló una guerra civil y de ahí siguieron otras catástrofes que tornaron a la RDC un lugar en que no se deseaba invertir. Fue perdiendo importancia cuando salió un Chile estable como nueva fuente del cobre en el mundo, y después salió Perú.
La noticia de la RDC no era verdadera, todavía. Pero alzó la voz de alarma de lo que podría pasar si el Perú sigue sentado sobre su cobre y no le extrae ningún beneficio. Básicamente, un Estado que cuenta con los medios para mostrarle a la población que no habrá casi ningún daño, sino más bien grandes beneficios con los proyectos mineros. No lo hace por desorganizado, temeroso y por falta de voluntad de liderazgo. Es claro que desde hace tiempo los gobiernos no cuentan con el respaldo sino de una fracción de la población y temen alienar a otras facciones. Entonces, es mejor no hacer nada, así nadie los puede culpar.
La ausencia de liderazgos para promover más inversiones mineras —que generarían más impuestos y riqueza para el país— contrasta con la voluntad expresada en el Congreso de insistir en un Estado empresario que pierde año a año dinero de los contribuyentes a través de empresas como Petroperú. Dinero que se quita a la salud y educación pública.
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Recientemente, se ha propuesto que las negociaciones de nuevos contratos petroleros pasen por Petroperú para que los explote, sin considerar que se encuentra quebrada y con una carísima refinería que hasta hoy no demuestra que se puede pagar (y estoy siendo generoso, hay quienes dicen que no se pagará jaaaamás).
Esa empresa que en 1980 producía 61.000 barriles diarios de petróleo, que en 1989 producía 50.000 barriles diarios y que cuando en 1996 finalmente le quitaron la producción solo producía 28.000 barriles al día. A esa empresa le otorgaron la producción de 500 barriles diarios en el 2022 y piensan darle más. A esa empresa que no sabe cómo ni con qué plata se le va a encargar la producción de petróleo.
Como si no hubiera decenas de empresas dispuestas a entrar a una puja por los lotes de petróleo disponibles, a su riesgo y con su plata, y a cambio de jugosas regalías para el Estado.
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Vemos en ambos casos la mano del Estado que por un lado le quita al privado para darle a la empresa pública (sin ningún concurso o mérito) una producción que ha venido decayendo y que no sabe operarla. Por el otro, no es capaz de autorizar (con el convencimiento ganado de la gran mayoría de la población) la producción de cobre por privados que están alcanzando niveles récord de producción a escala mundial. Ni hace ni deja hacer, y mientras tanto la ola del desarrollo y del progreso se nos va.