Este viernes en la mañana, mientras estaba al aire, la Organización Mundial de la Salud anunció oficialmente el final de la emergencia internacional del COVID-19. Me tocó hacer el anuncio. “Se acabó la pandemia”, dije, aunque no la enfermedad, que seguirá con nosotros. Podría pasar por alto la noticia, porque en los últimos 18 meses la pandemia se fue acabando de a pocos. Pasó de ser muy contagiosa y sumamente letal a ser muy contagiosa y poco letal. Hoy, ya no es una epidemia. La expansión del contagio desapareció para confundirse contra otras infecciones virales.
Pero decir “se acabó la pandemia” es como decir “se acabó la guerra”. Son más de 3 años que no podemos pasar por alto. Las consecuencias sociales y emocionales tienen un impacto profundo que durará el resto de nuestras vidas. Las situaciones extremas, las que nos ponen realmente a prueba desde el miedo y el dolor, son las que sacan lo peor y lo mejor de cada uno. En ese espejo se ha tenido que mirar la humanidad entera, sin ningún entrenamiento previo, salvo el de las pestes históricas, y no todos tienen algo de qué enorgullecerse. Sobrevivir es, para muchos, un premio consuelo luego de despedir (ni siquiera se pudo enterrar con presencia de familiares) a los más queridos. Hoy, 6,9 millones de muertes es la cifra oficial de la OMS. Se calcula que por el subregistro son 20 millones de muertos. En términos de supervivencia de la especie, estadísticamente menor si se le compara con la gripe española de 1919-1920 que mató a 100 millones. Pero detrás de cada número hay personas, familias, dramas hondos, muchos en un duelo no resuelto hasta hoy. Cualquiera que haya entrado a un cementerio, en absoluta soledad el 2020 y el 2021, sabe de qué hablo.
Sobrevivir para muchos peruanos ha significado regresar a la pobreza o la pobreza extrema. La pandemia se llevó los ahorros y la pequeña empresa. Para los estudiantes, retroceder aprendizajes educativos de los que aún no se tienen pruebas censales, pero que los expertos presumen son más profundos de lo esperado. Una generación de niños y adolescentes tienen secuelas de depresión y ansiedad y tal vez deban ser medicados (si cuentan con acceso a salud mental, otro gran déficit peruano) por mucho tiempo. Sus padres, también.
Se hizo lo que se pudo el 2020, pero se hizo mucho daño. Se politizó todo y eso solo lleva al error. El Gobierno de Vizcarra adoptó un enfoque paternalista, pero al mismo tiempo estatista y punitivo para culpar a la población de su enfermedad. Castigó y demonizó a la empresa privada por sesgo ideológico y no por razón real alguna. Puso en los primeros meses todas las trabas posibles para salvar algo de la economía que podía ser salvada, arrojando a millones a la pobreza. No concentró el esfuerzo sanitario en las plantas de oxígeno (el único recurso probado para salvar vidas antes de las vacunas), lo que condenó a miles a una muerte segura.
Pero lo peor fueron los toques de queda. Eso aglomeró a millones de personas en las pocas horas a la semana que se podía comprar. No recuerdo cuántas veces imploré al aire para que terminara el cuento de la quincena. El efecto fue asesino. Los mercados aglomerados (se prohibió el despacho a domicilio y los autos particulares) expandieron ferozmente la enfermedad, sobre todo entre el 30% de la población urbana que no cuenta con refrigeradora. ¿El resultado? Los peores números del mundo en fallecidos por tamaño de población. La cifra oficial va en 220.000, pero se calcula que fueron 300.000. Vidas que, con otras políticas públicas, no se hubieran perdido. Pese a nuestros ruegos, no se entendía que la medida mataba.
A nuestros partidos políticos, con total irresponsabilidad, no se les ocurrió mejor idea que derrocar a Vizcarra, inventando una excusa. De su vacunación clandestina se supo meses después. Nos tocaron los peores políticos en las peores circunstancias. Cuando necesitábamos evidencia científica, nos inundó la pseudociencia. No había una vacuna comprada cuando cayó Vizcarra y ese retraso nos costó la segunda ola, mucho más letal que la primera. Solo cuando se pudo vacunar masivamente el 2021, el número de muertos bajó.
¿Todo fue malo? No. Se salvaron vidas. Más heroico haberlo hecho casi sin herramientas para lograrlo. Aprendimos a vivir en la virtualidad, a convivir en familia, a disfrutar del aire libre, de los días soleados. Conocimos el silencio y la soledad, tanto que hoy valoramos un encuentro y un abrazo. Pero los costos han sido gigantescos.
Releía las columnas que escribí el 2020. Van de la terca esperanza a la ira por las decisiones estúpidas a las que nos tuvimos que someter. Pero, al final, lo que de veras importa estuvo siempre delante de nuestros ojos: estar vivos, al fin y al cabo. La vida, siempre la vida, va primero.
Pero decir “se acabó la pandemia” es como decir “se acabó la guerra”. Foto: difusión