La semana que acaba de pasar tuvo dos eventos, uno nacional, casi minúsculo, y otro global, posiblemente irrelevante. El contraste entre ambos muestra la distancia entre la realidad y el esperpento. Nuestro Congreso sigue en su absurda búsqueda de caminos lo más retorcidos posibles para sacar de la presidencia a Pedro Castillo.
De ahí, la farsa de patriotismo desbordado que, desde la derecha recalcitrante aún empeñada en encontrar cómo deshacer la elección popular de 2021, no es más que una vuelta de tuerca para penalizar un acto torpe sin duda; el mismo que de haber sido cometido por otro presidente, estaría siendo defendido con ardor por los mismos que ahora deciden que Castillo es una amenaza para la integridad territorial del país.
Mientras tanto, la COP27, otro intento de evitar la catástrofe climática, que probablemente no servirá de mucho. La misma aparece apenas como noticia internacional, como algo que nos es apenas indirectamente relevante. Político alguno hace suya la urgencia de la crisis que vivimos ya. No se trata de “cambio”: como dijo el secretario general de las NN. UU., estamos en la autopista al infierno climático, casi sin posibilidad alguna de lograr la meta mínima de contener el aumento global de temperatura a 1,5 grados centígrados; con la total garantía que los niveles del mar subirán hasta 27 centímetros, incluso si de pronto dejáramos de emitir gases de invernadero.
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Estamos ante un escenario de catástrofe civilizacional que no está ni siquiera siendo discutido en el país. Aunque lo peor no nos esté afectando, las consecuencias ya son enormes para el funcionamiento del mundo, y la capacidad de mitigar lo que ocurre a nivel climático como también de acceso a alimentos, exportaciones y actividades económicamente importantes como minería y turismo, serán muy significativos para el país.
Sumemos que ante la transición energética, en curso en el mundo desarrollado con grandes costos y necesita planificación y conducción estatal, estamos en nada. Necesitamos formar gente para prepararnos a corregir lo posible y contener lo que no se puede evitar. Necesitamos saber desde ya dónde ocurrirán los peores impactos y preparar a la gente para evitar tragedias.
Dicho de otra forma, necesitamos preparar a la patria para que sobreviva. Pero no. Preferimos espectáculos menores para reparar egos maltratados, para proteger intereses de corto plazo, para poner en su sitio a los que no deben estar en el poder.
Nadie niega que nadie da la talla en la actual conducción del Estado. Ni los ocupantes del Ejecutivo ni los del Congreso merecen estar ahí. Y su completa indolencia ante una amenaza existencial es la verdadera, peor traición a la patria.