Pedro Estrella, orientador del Metropolitano, 54 años. Su nombre se suma a la larga lista —demasiado larga— de trabajadores muertos en casos relacionados al incumplimiento de derechos laborales. Según sus familiares, Estrella pidió permiso a sus superiores para retirarse de su puesto y asistir a un centro de salud, pues se sentía mal. No recibió el permiso y, horas más tarde, murió a causa de un ataque al corazón.
No olvidemos su nombre. Tampoco el de José Crisólogo, obrero de construcción fallecido en abril por el desplome de una obra que tenía todos los permisos legales en San Borja. No olvidemos a Jovi Herrera y José Luis Huamán, que murieron atrapados en un container durante el incendio de Galerías Nicolini, encerrados por un empresario “informal” pero tan integrado a la globalización que su nombre aparece en los “Panamá papers”. O de Gabriel Campos y Alexandra Porras, quienes murieron electrocutados mientras trabajaban en un local de McDonalds. O de Joel Condori, Soledad Oliveros y Sonia Repetto, trabajadores de UVK fallecidos en el incendio en Larcomar. O de los nueve trabajadores de Shougang fallecidos por COVID-19 debido al incumplimiento de medidas preventivas por parte de la empresa minera.
Todos estos casos tienen en común la irresponsabilidad de los empleadores (superformales, informales, “más o menos formales” o incluso el mismo Estado) y la incapacidad de fiscalización oportuna y firme por parte las autoridades. Acá sí que necesitamos la famosa “mano dura” para garantizar que se cumpla con los derechos de los trabajadores y trabajadoras, empezando por cosas tan elementales como la vida, la seguridad y la salud.
Esta debería ser la prioridad para un Gobierno y una bancada parlamentaria “de izquierdas”. Esto, en vez de hacer pactos infames con la derecha para copar las instituciones con el conservadurismo más cavernario o con los negociados de la educación.