Estamos hartos. Cansados, abatidos, frustrados, pesimistas, desesperanzados. Estoy convencida de que un diagnóstico de nuestra salud mental colectiva encendería todas las alarmas. Más todavía la salud mental individual de muchos de nosotros.
Detengámonos un minuto a pensar en todo lo que estamos soportando y hagamos el ejercicio de preguntarnos ¿cuánto más podemos cargar?
Ya nadie quiere dialogar. Recibir insultos o diatribas por ejercer el derecho de pensar es doloroso. Debo reconocer, también, que muchas veces no puedo evitar desacreditar las opiniones ajenas a priori debido, tal vez, a mi agotamiento o a mis propios sesgos.
La situación política tiene todas nuestras pasiones exacerbadas, pero ¿nos hemos detenido a pensar en todo lo demás que cada uno de nosotros está cargando? Llevamos más de un año encerrados, privados de abrazar a nuestros padres, a nuestros abuelos, a la gente que más queremos en este mundo. Llevamos más de un año viviendo con miedo, escuchando a unos decir que las vacunas no sirven y a otros alertándonos de más y nuevas cepas mutantes que entrarán en nuestras casas tarde o temprano para, quizás, arrebatarnos a quienes amamos.
La mayoría de nosotros ha perdido al menos a un ser querido y no ha podido recibir ni siquiera un abrazo de soporte de parte de sus amigos o familiares. ¿Qué terapia o actitud positiva puede aliviar ese desconsuelo?
Sumemos la incertidumbre económica. Quienes hemos mantenido nuestro trabajo vivimos con el miedo permanente de perderlo. Quienes perdieron su trabajo tienen que inventar trucos de magia para poder comer, vestirse o pagar el colegio de sus hijos.
¿Hay luz al final del túnel? ¿Podremos reconciliarnos? Me gustaría pensar que sí. Pero nos hace falta también encontrar a nuestro alrededor buenos referentes, voces sensatas y optimistas que nos ayuden a pensar, de manera realista, pero positivamente. Si nosotros mismos no podemos ser esas voces, quizás valdría la pena que nos callemos un minuto y dejar hablar a quienes sí lo son.