A estas alturas del proceso electoral, me pregunto cuántas personas que votaron por Keiko Fujimori, creyendo honestamente que era el mal menor, siguen convencidas de lo mismo. Y si pudiéramos retroceder el tiempo, viendo lo que vemos, votarían por ella nuevamente.
En los últimos días he conversado con algunos amigos que decidieron apoyar su candidatura pese a reconocer en ella y su partido a un grupo antidemocrático, antiderechos y con serias investigaciones por corrupción. No son fujimoristas, nunca lo fueron, pero vieron en Pedro Castillo un mal mayor, y lo cierto es que sus razones también eran válidas. El candidato exhibía los mismos cuestionamientos.
Algunos me dicen arrepentirse de su voto, pero la mayoría sigue defendiendo su postura y aún consideran que era, pese a todo, la opción menos mala. Pero hay una gran diferencia con aquellos con posturas fanáticas y radicales. Reconocen que perdió y en ese sentido aceptan los resultados porque, ante todo, sí son demócratas.
No faltan, por supuesto, quienes no aceptan –ni quieren hacerlo pese a todas las explicaciones o argumentos legales o éticos que se les pueda dar–. Mis grupos de chat ahora de dividen entre los que invocan a mantener la calma y aceptar los resultados, pese a ser contrarios a sus pensamientos, y quienes se han convencido con la narrativa del fraude y comparten a diestra y siniestra todo meme o fake que sustente sus posiciones. Algunos, incluso, deslizan la necesidad de un golpe de Estado, pero lo hacen con cierta prudencia, como midiendo el terreno.
Pero hay un común denominador, la gran mayoría tiene la duda sembrada y ese es, a mi juicio, la consecuencia más dañina de este proceso electoral tóxico y polarizado. La desconfianza en las instituciones democráticas, el no saber en quién creer, no tener referentes, no creer en la prensa nos pone en un terreno peligroso y de constante confrontación.
¿Cómo construimos un país en estas condiciones? No tengo la respuesta. Para mí, lo único claro es que a futuro es urgente resucitar el sentido crítico y reflexivo de nuestra propia sociedad. Reconstruir una sociedad que sepa gestionar sus emociones, que sepa ganar, que sepa perder y que sepa escuchar al otro genuinamente, sin dejarse llevar de las narices por sus propios sesgos. Si no lo logramos pronto, estamos condenados a ser un país en el que convivir será una tarea imposible.