Hay que imaginarse como historiador del siglo XXII para descifrar lo que está sucediendo con las democracias de este siglo XXI. Desde esa coartada quizás podríamos entender la insoportable levedad de las constituciones políticas de América Latina. Cualquier crisis aguda hoy culmina con la demanda de una nueva Carta Magna y qué decir si se trata de una crisis con estallido incorporado.
Mi hipótesis, así vista, es que todo comenzó en 1970, con la pretensión de Salvador Allende de iniciar una transición al socialismo en el marco de la constitución vigente. Declaró que sería un proceso revolucionario inédito, a nivel global, sin ruptura del ordenamiento jurídico.
Tras el trágico final de ese intento, Fidel Castro quiso afirmar su propia historia inventándole a Allende una muerte en combate y extrayendo una moraleja a su pinta: una revolución de verdad se hace fusil en mano y no exponiéndose a elecciones competitivas. Presumo que, parafraseándose a sí mismo, dijo que “el primer deber de un revolucionario es violar la Constitución”.
Ilustración: Edwarad Andrade
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Como la vida tiene más vueltas que una oreja, Hugo Chávez, el más potente de los forofos de Castro, le salió respondón. Le dijo (no hay registro) que la guerra fría había terminado, en Washington ya no tenían los pelos de punta y los partidos políticos venezolanos eran todos cochambrosos. Ergo, él podría iniciar una revolución con la Constitución vigente y hasta someterse a elecciones posteriores. Pero, a la inversa de Allende, él liquidaría la vieja Constitución al toque y se haría una a la medida.
–¡Allá tú, chico, pero recuerda como les fue a los sandinistas –respondió Castro, rascándose la barba (sobre esto tampoco hay registro).
El hecho es que Chávez lo consiguió y aquí sí hay constancia. El 2-F de 1999, acompañado por Rafael Caldera (presidente saliente), un vigoroso Chávez (presidente electo), colocaba su mano izquierda sobre un texto y soltaba una frase histórica: “Juro por esta moribunda Constitución”.
Poco demoró el líder en instalar una pétrea “Constitución Bolivariana”, con 350 artículos, que fijaría el rumbo del “socialismo del siglo XXI” y lo apernaría en el poder hasta su muerte.
En 2008, el ecuatoriano Rafael Correa emuló a Chávez, mediante una constitución también pétrea, con 444 artículos que celebraban la naturaleza y la Pachamama, en el marco de un “Estado plurinacional”. Un tercer hito lo levantó Evo Morales, un año después, con 411 artículos de una Constitución que inauguraba “el Estado Plurinacional de Bolivia” y deslegitimaba el tratado de límites con Chile.
Lejos de configurar la emblemática “casa común”, que define los poderes y equilibrios de un Estado democrático de derecho, las detallosas nuevas constituciones eran instrumentos ideológicos y, por tanto, confrontacionales. Privilegiaban los derechos ciudadanos según sus identidades, hipertrofiaban el poder económico del Estado y reducían al mínimo el espacio político de los opositores. Como vehículos sin caja de cambios, no admitían interferencias en la ruta ni, mucho menos, la posibilidad de marcha atrás.
El cuarto proyecto neoconstitucional se intentó en Chile. Fue secuela conjunta del estallido de octubre de 2019 y la elección como presidente de Gabriel Boric.
Como esto ya lo comenté en columna anterior, aquí solo recordaré que el rechazo de la propuesta constitucional (en 388 artículos) fue otro momento estelar del laboratorio chileno. Casi 8 millones de ciudadanos, en un padrón electoral de 13 millones, con un 62% de los votos, borraron del horizonte inmediato el peligro de una desestructuración nacional. La intuición democrática se sobrepuso y dejó marcando ocupado a los hinchas de los experimentos en país ajeno.
Recién entonces nuestros intelectuales buenistas comenzaron a sospechar que aquello fue una plataforma trucha. Su objetivo, en formato jurídico XL, no era una constitución democrática sin mácula dictatorial, sino la “refundación” del país, bajo conducción de jóvenes radicalizados, indígenas imaginarios y neorrevolucionarios militarmente inviables. Antes, ni siquiera se habían enterado de que Álvaro García Linera -vicepresidente e ideólogo de Evo Morales- lo había predicado en Santiago, en 2015, oralmente y por escrito:
–Ninguna Constitución fue de consenso / el Estado-nación ya no importa / Chile es insignificante en el mundo, como lo es Bolivia, como lo es Perú, como lo es Ecuador / Lo que importa son los estados continentales / El socialismo es el tránsito en un escenario de guerra social total / este socialismo incorpora los conocimientos y prácticas indígenas del vivir bien.
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Un balance express del neoconstitucionalismo dice que, en la precursora Venezuela, sobre siete millones de habitantes buscan otro país para vivir y nadie acepta que Nicolás Maduro sea un presidente democrático a su manera.
En Ecuador, el estallido de octubre de 2019 -que precedió por días al de Chile- levantó el lema “Comunismo indoamericano o barbarie”, que supera en radicalidad a todas las consignas refundacionales. Por su parte, Rafael Correa está en el exilio, procesado por la justicia y rechazado como líder por las organizaciones indígenas.
En Bolivia, Evo Morales debió exiliarse durante el corto período de Jeanine Áñez, tras pretender que su reelección indefinida era un “derecho humano”. Como compensación, hoy busca ser líder de una América Latina plurinacional, interfiriendo en la política de países vecinos… como consta a los diplomáticos del Perú.
A mayor abundamiento, el jurista Eduardo Rodríguez Veltzé, expresidente de Bolivia y expresidente de la Corte Suprema, escribió una notable columna sobre la Constitución Plurinacional de su país, para una revista universitaria que dirijo. Rescato su último párrafo: “El tradicional concepto de democracia -el gobierno del pueblo por el pueblo-, se torna complejo cuando, por la propia Constitución, ‘el pueblo’ consiste en una pluralidad de pueblos, naciones precoloniales y pueblos indígenas con diferentes derechos dentro de un mismo Estado constituido”.
Con base en estas realidades duras, los historiadores del próximo siglo reconocerán -estoy casi seguro- que el rechazo chileno fue un momento de inflexión para el sinuoso neoconstitucionalismo. Como complemento, los juristas serios reconocerán que sus productos no son constituciones ni, menos, constituciones democráticas. En efecto, no fueron concebidas como normativas políticamente transversales y flexibles, para permitir a los ciudadanos la libre búsqueda de la felicidad. Lo fueron para imponerles una felicidad doctrinaria.
En cambio, una constitución democrática puede ser modificada o reemplazada, manteniendo la continuidad institucional, cuando nuevos hechos lo demanden. Es la Norma Fundamental del Derecho y este no es ni debe ser Historia Política Congelada.