Una mañana de junio del año pasado, el médico internista Leslie Soto subió las escaleras con dirección al tercer piso del pabellón donde trabajaba, en el Hospital Cayetano Heredia, y cuando llegó no podía respirar.
“COVID”, pensó. La prueba rápida salió negativa, pero la molecular que se hizo días después, por su cuenta, confirmó sus temores. Estaba contagiado.
Por entonces, Soto trabajaba en el Área de Hospitalización COVID del Cayetano. Los periodistas lo conocían porque es un infectólogo respetado, carismático, y porque tiempo atrás había conducido un programa de salud en el canal del Estado. Lo que pocos sabían es que todos los días, en su sala de hospitalización, el galeno se enfrentaba cara a cara con el virus.
Como les ocurrió probablemente a todos los médicos del país, la explosión de la pandemia encontró a Leslie Soto y a su equipo desbordados por la llegada de nuevos pacientes y la falta de espacio, personal y equipos para atenderlos.
El médico cuenta que la primera vez que tuvo un paciente de COVID que hizo paro, se abalanzó sobre él para reanimarlo, sin ser consciente de que podía quedar contagiado, solo para darse cuenta, al final, de que no tenía un ventilador mecánico al cual conectarlo.
–Lo más difícil para nosotros ha sido ver a los pacientes que pedían UCI y que no hubiera UCI, no podíamos hacer nada por ellos– cuenta. –En esta pandemia hubo mucha impotencia y frustración por no poder tener la infraestructura suficiente para los pacientes y verlos fallecer. Eso ha sido lo peor.
Lo segundo peor fue ir enterándose de la caída de sus colegas y amigos, como la del compañero de promoción que falleció en la primera ola en Iquitos y de cuya triste muerte se enteró viendo las noticias.
Esa primera vez, Leslie Soto llevó la enfermedad relativamente bien. Dice que no hizo fiebre ni tos, simplemente se sintió muy cansado. Su madre también enfermó, ella sí seriamente, así que cuando él se recuperó, pidió licencia para quedarse un tiempo a cuidarla.
Volvió en setiembre, a atender a sus pacientes, sin imaginar que el virus volvería a su cuerpo y que esta vez sería brutal.
El Perú llega a su Bicentenario sacudido por la pandemia del coronavirus, con 194 mil fallecidos y más de dos millones de contagiados, oficialmente.
En este tiempo duro, de pesadilla, nunca como antes había sido tan manifiesto el valor y sacrificio de los peruanos que se pusieron encima la tarea de enfrentar la emergencia sanitaria: los profesionales de la salud.
Hasta marzo de este año, más de 400 médicos y más de 120 enfermeras habían fallecido a causa del COVID-19. Muchos se contagiaron ayudando a otros peruanos enfermos, tratando de salvarles la vida. Si hay que buscar héroes en esta conmemoración de nuestros doscientos años como República, hay que mirar hacia ellos.
Los sobrevivientes pueden contar su historia. Como el doctor Leslie Soto, que en febrero, en pleno ascenso de la segunda ola, volvió a caer enfermo.
Lo confirmó poco después de que le pusieran la primera dosis de la vacuna. Por un momento pensó que podría sobrellevar la enfermedad como la primera vez, pero cuando, tras unos días de aislamiento, su saturación comenzó a bajar, decidió él mismo hospitalizarse.
La tomografía reveló que tenía el 70 por ciento del pulmón comprometido. Al ver que su situación empeoraba, sus colegas decidieron llevarlo a UCI. Pasó catorce días conectado a un ventilador. El médico internista dice que recuerda cada uno de los sueños que tuvo durante ese tiempo. Viajó por todo el mundo. Conoció a famosos. Fue a todo tipo de fiestas. Vivió una vida de ensueños mientras su cuerpo luchaba contra la enfermedad. Cuando despertó, se sintió un hombre nuevo.
En el Hospital Cayetano Heredia, Soto no fue un caso excepcional. También cayeron enfermos y terminaron en la UCI los médicos Óscar Gayoso y Juan Carlos Quispe, este último director general del nosocomio.
En el resto de hospitales del país, decenas de médicos pasaron de estar salvando vidas un día a estar al otro día conectado a ventilación artificial. Eso es algo que, en el descenso de las cifras y la sensación de que todo ya pasó, no debemos olvidar.
En el peor momento de la primera ola, la enfermera Eva Castillo estuvo allí, en la Sala de Emergencias COVID del Hospital Dos de Mayo, asistiendo a los médicos en las cirugías a los pacientes que tenían la enfermedad. Tenía miedo, sí, la asustaba mucho enfermarse, enfermar a los suyos. Pero nunca dejó de asistir a sus labores.
Hasta que, a inicios de julio, el virus ingresó a su organismo. Castillo trató de aislarse en casa, pero era demasiado tarde: todos –su esposo, sus dos hijos pequeños, su cuñada, su suegra– estaban contagiados.
Lo que vino a continuación fueron las peores semanas de su vida. Los primeros días en casa, los síntomas haciéndose cada vez más intensos, con más dificultades para respirar, con presión alta y taquicardias. Luego, la hospitalización, en el nosocomio que ha sido su casa durante los últimos nueve años.
La enfermera recuerda con dolor sus días en el Pabellón Santa Rosa 2. El llanto. La sensación de que la esperaba la muerte. Los momentos rezando con otras enfermeras. La noche en que sintiendo que ya no podía más llamó a su hermana para despedirse y pedirle que cuidara a sus hijos. Luego, el ingreso a UCI. Los cuatro días con una cánula de alto flujo. Afuera, el apoyo de todos sus compañeros.
Cuando salió de la UCI, la enfermera Eva Castillo habló con su esposo. Él le dijo que no se preocupara, que en casa todos estaban mejor. Al día siguiente, su esposo era llevado de emergencia a Trauma Shock. Su suegra estaba en cuidados intensivos. Su esposo sobrevivió a un coma diabético. Su suegra falleció. Cuando ella volvió a casa, convaleciente, encontró a una familia de luto, devastada.
A veces, lo más duro es ver cómo caen a tu alrededor tus seres queridos. Cuando el doctor Leslie Soto salió del Cayetano Heredia, se enteró de que su hermana estaba en cuidados intensivos. Falleció poco después. Al mes, murió otro de sus hermanos, y un primo. Todos por COVID-19. Él acababa de volver por segunda vez a su trabajo. Tuvo que recibir tratamiento psiquiátrico para tolerar todo lo que le estaba pasando.
La enfermera Castillo volvió en noviembre al hospital, pero las secuelas físicas y psicológicas fueron demasiado. En la quincena de diciembre, la psicóloga la mandó a casa. Estuvo dos meses con terapia para superar el trauma de lo que le tocó vivir. Ahora que está de vuelta, por segunda vez, dice que sigue teniendo miedo, pero no mucho. Dice que Dios es grande y le ha dado una segunda oportunidad de vivir. Por su vida, su familia y su trabajo. Porque la pandemia todavía no ha acabado.