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Domingo

Colombia: El peligro de la mano dura

Decenas de muertos y cientos de abusos policiales. La violencia en Colombia escaló por responsabilidad de un gobierno que criminaliza la protesta social y que ve al manifestante no como a un ciudadano al que proteger, sino como a un “enemigo”.

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Policías jalonean a manifestantes durante las protestas en Colombia. Se han registrado cerca de mil detenciones arbitrarias. Foto AFP.

Al joven indígena Marcelo Agredo lo mataron el miércoles 28, luego de que le propinara una patada a un policía durante las protestas en Cali. El agente sacó su arma y disparó dos veces hacia su cabeza. El chico de 17 años cayó unos metros después.

A Miguel Ángel Pinto, de 23 años, le dispararon cuando se enfrentaba a la Policía con un grupo de manifestantes en el barrio de Puerto Rellena.

A Brayan Niño, de 20 años, le cayó una bomba lacrimógena en el ojo, disparada al parecer desde una tanqueta del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD), en Cundinamarca. Murió a los pocos minutos.

A Santiago Murillo (19), a Nicolás Guerrero (22), a Kevin Agudelo (22) y a varios otros jóvenes como ellos que participaban en las manifestaciones contra el gobierno de Iván Duque, las fuerzas de seguridad los reprimieron con tal violencia que les provocaron la muerte.

Hasta el viernes último, al menos 37 ciudadanos colombianos habían fallecido en medio de las protestas sociales, la mayoría de ellos por acción de la Policía y del ESMAD.

Otros cientos habían sido víctimas de violencia física, detenciones arbitrarias y disparos de armas de fuego. Y al menos una decena de manifestantes fueron agredidas sexualmente por efectivos del orden.

Después de más de una semana de protestas, los organismos internacionales están convencidos de que estos casos de brutalidad policial no han sido episodios aislados, sino que son parte de un patrón que se ha reproducido en todo el país.

Un patrón que responde a la mirada que tiene el gobierno sobre la protesta social. Para Duque, un derechista que prometió “mano dura” en su campaña, la protesta social no parece ser un derecho ciudadano.

Si nos atenemos a lo que ha dicho su mentor y líder político, el expresidente Álvaro Uribe, en estos días, el gobierno de Colombia parece creer que los cientos de miles de personas que han salido a las calles no están peleando por sus derechos, sino que son parte de una conspiración internacional, cuyo objetivo –tal como lo ven ellos– es tumbarse a la democracia.

Teoría de conspiración

El viernes 3 de mayo, Álvaro Uribe publicó un enigmático tuit con varias recomendaciones sobre lo que había que hacer para enfrentar las protestas. Una de ellas decía “Resistir Revolución Molecular Disipada”.

El concepto “Revolución Molecular Disipada” es una teoría de conspiración creada por el neonazi chileno Alexis López según la cual las movilizaciones que han ocurrido en todo el mundo en los últimos años, como las de Chile y Colombia en 2019, son parte de una estrategia coordinada por la izquierda para socavar las instituciones.

La frase podría haber quedado en la anécdota, pero hace unos días el portal La Silla Vacía reveló que Alexis López ha dado charlas sobre su teoría a los militares colombianos y que esta es usada por el Ejército y la Policía colombianos para entender las movilizaciones del siglo XXI. Por si fuera poco, un exconsejero presidencial de Duque escribió sobre ella en una reciente columna en El Espectador.

La nota de La Silla Vacía señala que “la consecuencia práctica de [esta creencia] es que la protesta, lejos de ser interpretada como una manifestación legítima de indignación y disenso, es vista como ilegítima, como una fachada de una revolución ilegal que hay que extirpar. En otras palabras, el ‘enemigo interno’ para las fuerzas militares ya no sería el guerrillero sino también el manifestante”.

Es difícil saber hasta qué punto los abusos policiales de estos días se han conducido bajo esta lógica. Lo cierto es que en Colombia, como en pocos países de la región, se ha abierto un abismo de desconfianza entre la población y las fuerzas de seguridad, una situación que se agudizó con Duque en el poder.

–La criminalización de la protesta social es histórica– dice el politólogo Nicolás Díaz-Cruz desde Bogotá. –Es la gran paradoja de la democracia colombiana: es la más antigua de la región, pero históricamente se ha criminalizado el ejercicio de la participación política.

–Este es un patrón sistémico que no es de este año o de este paro, sino que se viene dando hace muchos años en Colombia– dice, también por teléfono, Daniela Camacho, encargada de Campañas de Amnistía Internacional en ese país. –Y no es nuevo en el gobierno de Duque, y un ejemplo de esto es el asesinato de Dilan Cruz en el paro [de noviembre] de 2019.

Según un informe de la ONG Temblores, entre 2017 y 2019, el accionar de la Policía cobró la vida de 289 personas.

Otro informe de esta organización civil indica que en 2020, en plena pandemia, la Policía estuvo involucrada en el asesinato de 86 personas. Uno de ellos, el abogado Javier Ordóñez, a quien dos agentes, en una intervención de rutina, golpearon y aplicaron descargas eléctricas hasta provocarle la muerte. La ola de protestas que desató este crimen terminó con diez manifestantes muertos.

Peligrosa impunidad

–Hasta el momento, ninguno de los autores de los crímenes del paro de 2019 ha sido llevado ante la justicia– dice Daniela Camacho. –Hay un alto grado de impunidad por las acciones que cometen las personas que hacen parte de la fuerza pública, sean policías o militares.

La vocera de Amnistía Internacional recuerda que Colombia es el país más peligroso para los activistas, en particular para los que defienden la tierra, el territorio y el ambiente.

–No es una noticia nueva que los procesos sociales en Colombia son criminalizados y que las personas que los representan son perseguidas y, muchas veces, asesinadas– dice.

Este es el contexto que hay que tomar en cuenta para entender la violencia con la que las fuerzas del orden reprimieron las manifestaciones de los últimos días. Para comprender por qué los agentes del ESMAD usan armas letales y disparan proyectiles de gases lacrimógenos desde tanquetas, como denunció Human Rights Watch.

Siendo las causas de esta violencia cotidiana diversas y complejas, hay un factor importante: la actuación de la clase política. En particular del ‘uribismo’, esa fuerza política que, en sus distintas vertientes, ha ganado las elecciones en los últimos veinte años y que es la que ha impuesto su discurso conservador, polarizador, anticomunista y de mano dura.

Iván Duque ganó las elecciones de 2018 prometiendo revisar el Acuerdo de Paz con las FARC y gobernar el país con mano dura, y advirtiendo del peligro que significaba su rival, el izquierdista Gustavo Petro, a quien acusaba de ser un agente del “castrochavismo”.

Aunque Duque evita atacar directamente a los manifestantes, su mentor, Álvaro Uribe, y sus parlamentarios los tildan de “vándalos” y justifican la represión violenta, al tiempo que atacan a las organizaciones de DDHH. Mientras tanto, muchos agentes del ESMAD siguen lanzando proyectiles a la cabeza, deteniendo manifestantes, actuando con impunidad.