Eran 16 personas. Algunas llegaron desde el local del Movimiento Homosexual de Lima (Mhol), otras desde sus casas, con cartulinas en la mano, y se instalaron en el Parque Kennedy, frente al Óvalo de Miraflores. Eran las 4 de la tarde del 1° de julio de 1995.
Nunca antes un grupo de gays y lesbianas había salido a la calle a decirle a la pacata sociedad limeña que ellos también eran ciudadanos con derechos. Que ellos también existían.
Eran tiempos duros. El país no salía de la violencia política. La homofobia se vivía en todas partes. Y todos los fines de semana las autoridades municipales realizaban batidas en las discotecas de ambiente del centro de Lima, llevándose detenidas a decenas de personas, a las que más que los calabozos les asustaban los reflectores de las cámaras de televisión.
Esa tarde, Manolo Forno, Aldo Araujo, Ruth Ramos, Lucía Ueda y otros miembros del Mhol –al final de la tarde fueron cerca de 30– decidieron salir en medio de la ciudad y mostrar sus rostros, aunque tenían miedo. De que les pegaran, los insultaran o los llevaran presos. Solo por ser quienes eran. En cierto momento, un policía se les acercó y les pidió sus documentos. Pero no pasó nada.
Aldo Araujo recuerda que hubo amigos que fueron al plantón, pero se quedaron en las veredas del frente, sin el valor necesario para unirse al grupo, levantar una cartulina y reclamar igualdad en voz alta.
Era muy difícil. Todavía.
Han pasado 24 años desde aquel momento histórico en el que los homosexuales y lesbianas peruanos salieron a las calles por primera vez. No fue una marcha, fue un plantón de tres horas. Pero fue el comienzo.
Hoy los tiempos son otros. Desde el 2002 se realiza en Lima la Marcha del Orgullo LGTBI, que en los últimos años se está replicando en varias ciudades del país. A la marcha de la capital el año pasado acudieron más de 10 mil personas, de acuerdo a sus organizadores, y es muy probable que el número haya sido mayor en la movilización que se realizó ayer sábado.
Pero, como en el 95, detrás de estas manifestaciones se encuentran peruanos y peruanas entusiastas, convencidos de que la igualdad se reclama en las calles y de que alguien tiene que hacerse cargo de empujar el carro del cambio. Sin pago alguno.
Hoy, los que empujan el carro son una veintena de jóvenes y no tan jóvenes reunidos en el colectivo Marcha del Orgullo. Jorge Apolaya, Maribel Reyes y Eduardo Juárez entre los veteranos. Adri Buiza y Brisa Fernández entre los más jóvenes.
Fueron ellos los que desde marzo pasado planificaron todos los detalles de la última marcha, organizándose en comisiones, solicitando los permisos, convocando a los voluntarios, reuniendo los fondos para llevar a cabo un evento que cada año es más grande y complejo.
Todos ellos siguen el camino que iniciaron Aldo Araujo, Ruth Ramos, Cristian Olivera y otros en el año 2002, cuando decidieron hacer la primera Marcha del Orgullo LGTBI en Lima, en conmemoración de los sucesos de Stonewall, Nueva York.
Para el 2002, en países como México, Brasil y Argentina ya se realizaban marchas del orgullo, en conmemoración de las protestas que la comunidad LGTBI neoyorquina llevó a cabo contra la policía luego de una violenta redada realizada el 28 de junio de 1969 en el bar Stonewall Inn.
Pero en el Perú no, y eso a Aldo Araujo, entonces directivo del Mhol, le parecía terrible.
–¿Cómo era posible que una de las organizaciones LGTBI más antiguas de Latinoamérica no saliera a marchar? Había que marchar o marchar– recuerda.
El recordado transformista Juan Carlos Ferrando fue reclutado para dar publicidad al evento. Aun así, la tarde en la que empezaron a marchar, partiendo del cruce de las avenidas 28 de Julio y Garcilaso de la Vega, apenas había 30 personas. Ferrando llegó en una limusina, con su hermano Chicho. Jorge Chávez llevó su carro, con parlantes instalados para lanzar la música. Y no hubo mucho más. El grupo, que llegó al centenar, dobló por la avenida Nicolás de Piérola y terminó en la Plaza Francia, donde, desde en un pequeño estrado, se pronunciaron discursos y proclamas.
–La discusión fue si era un acto político o un simple corso– dice Araujo. –Juan Carlos lo publicitó como un corso, pero no era solo eso. Había –y hay– un trasfondo político. Mostrar nuestros cuerpos en performances no significa que estamos desfilando. Estamos mostrando la diversidad.
Son las 11:30 de la mañana del jueves y, frente al Congreso de la República, Eduardo Juárez está preocupado. A pesar de que la noche anterior él coordinó con el jefe de seguridad del Parlamento que los invitados al acto de lanzamiento de la Marcha del Orgullo podrían entrar a la Plaza Bolívar sin problemas, ahora la Policía no los deja pasar.
Una llamada de la congresista Marisa Glave al premier Salvador del Solar soluciona las cosas antes del mediodía. Juárez respira aliviado. Lo que está ocurriendo hoy frente al Palacio Legislativo es histórico. Y él es uno de los responsables.
Juárez está a cargo de la comisión que se encarga de gestionar los permisos para marchar y para colocar el estrado del cierre en la Plaza San Martín. Otros compañeros, como Jorge Apolaya, se ocupan de las comunicaciones y prensa, y otros, como Maribel Reyes, de conseguir la plata para financiar la marcha.
Jorge y Maribel coinciden en que conseguir la plata es una de las tareas más complicadas. Solo el estrado, los equipos de sonido, las luces y la pantalla LED cuestan unos 20 mil soles. Pagarle al artista que cierra la marcha –este año fue Maricarmen Marín– representa otra suma fuerte. Toda la producción, “con muertos y heridos”, sale más de 35 mil soles.
Todos los años deben pedir ayuda a instituciones y ONG amigas. Este año, por ejemplo, han colaborado Demus, Wayka, Unidec, AHF y Cepesju. Un grupo de trabajadores de American Airlines también ha echado una mano. Jorge cuenta que la empresa Uber también está haciendo un aporte y que el plan es empezar a incorporar a otras empresas en el futuro. Para completar el dinero necesario, han hecho dos fiestas profondos en dos discotecas locales.
Los tiempos son otros, desde luego. Quienes se movilizan por las calles de Lima ya no son decenas, como en los tiempos de Aldo Araujo, sino miles. Él dice que el cambio más notorio, además del número de manifestantes, es la presencia de padres y madres que acompañan a sus hijos e hijas. Jorge Apolaya dice que cuando él empezó a marchar, a inicios de los 2000, muchos se colocaban máscaras para no ser reconocidos por sus familiares en la tele, y que hoy muy pocos las usan. Maribel Reyes dice que hay más tolerancia, incluso entre los propios gays: antes se criticaba a quienes salían con plumas y lentejuelas.
Para Manolo Forno, uno de los que comenzó todo esto, de poco vale que salgan a marchar mil, 10 mil o 1 millón de personas si las autoridades no aprueban las leyes que la comunidad LGTBI demanda para vivir con igualdad de derechos. La ley de identidad de género, por ejemplo. La del matrimonio igualitario. O la ley contra los crímenes de odio. La marcha no es solo una celebración del orgullo, sino un reclamo al Estado de que hay una agenda pendiente.