Parece que, por primera vez, una de esas aburridísimas cumbres presidenciales en las que se reúnen jefes de Estado para comer rico y gastar babas en hablar de temas que a nadie interesan va a estar más divertida que un mano a mano de lisuras entre Melcochita y el Chato Barraza. Y todo gracias a ese guajiro con cuerpo de bodoque que heredó no solo las actitudes matonas de su predecesor, Hugo Chávez, sino esa capacidad inagotable de hablar pavadas, aquella que provocó que un buen día -en otra cumple presidencial-, el hoy jubilado rey de España, don Juan Carlos “Elephant killer” de Borbón lo mandara a callar como a un chupe cualquiera. Hablamos, claro, del indescriptible Nicolás Maduro, que tanta polémica despierta por estos lares y cuyo único mérito es haber terminado de rematar la economía venezolana -que el ya mencionado Chávez llevó a niveles alangarcianos- y sumir a su país en tal crisis que miles y miles de sus compatriotas han terminado corriendo a refugiarse en los países vecinos, especialmente Colombia, con la que comparten porosa frontera, y el Perú. Esta comedia de equivocaciones en la que se ha convertido la hoy polémica presencia de Maduro en la Cumbre de las América comenzó cuando Pedro Pablo Kuczynski, en su calidad de presidente del país anfitrión, decidió invitar formalmente a Nicolás Maduro -en su calidad de presidente de un país americano, obvio-, para luego darse cuenta de que la presencia de ese sujeto era una papa caliente que enervaría los ya caldeados ánimos de un sector de la población que ve en el bigotón llanero a la reencarnación de Satanás (sí, esos mismos para quienes los dictadores de derecha son unas inmaculadas vírgenes, no importa cuántas muertes y abusos carguen en su currículum). Entonces, en un giro descomunal, don Pipikey decidió lo que jamás se ha visto en asuntos de relaciones internacionales: desinvitar al invitado con un pretexto salido del generoso repertorio del cuerpo diplomático -ups, se acordaron, providencialmente, que Maduro acababa de cambiar las reglas electorales en su país, como si no hubiera hecho eso incontables veces, antes de la invitación- y mandarle una carta por demás despectiva, lo que desató las iras del sátrapa. Como Maduro -repito, igual que Chávez- tiene una especie de incontinencia verbal, no tardó en responder, iracundo, asegurando que él vendrá sí o sí, por aire, por tierra, por mar o subsuelo, a la Cumbre de las Américas, insultando de paso a su anfitrión (el inefable Pipikey, cuyo “bobierno” ya anda por el sótano de las encuestas de popularidad), sino a todo el Grupo de Lima, al que calificó, cariñosamente, de “bodrio”. Lo loco de esto es que Kuczynski no es dueño de la cumbre, sino tan sólo presidente del país anfitrión, y decidir desinvitar a uno de los presidentes sin consultar con los demás es no solo una soberana malacrianza, sino un desaire a Venezuela, una nación que no tiene la culpa de tener al impresentable que tiene de mandatario. La actitud del gobierno peruano es tan torpe, que uno se pregunta si de verdad tenemos gente en la cancillería capaz de afrontar estos asuntos, porque desinvitar a un invitado a una cumbre presidencial, de la cual solo eres anfitrión, equivale a que uno preste su casa para celebrar el cumple de un amigo y, luego, se ponga a elegir a los invitados, de acuerdo a sus simpatías y conveniencias, sin siquiera preguntarle al cumpleañero si está de acuerdo o no. Lo peor es que, ahora, no saben qué hacerse con el muerto. Es decir, el vivísimo Maduro, quien ha dicho que viene sí o sí, llueva, truene o relampaguee. Con eso, queda claro que se sentará en la segunda carta e impondrá su presencia a los badulaques que metieron las cuatro y que ahora no saben qué alternativa elegir: si tragarse su carta de desinvitación y recibirlo como a un jefe de Estado cualquiera; si detenerlo en migraciones, con lo cual se convertiría en el único venezolano al que no le abrimos las puertas en par en par; si dejarlo llegar, pero no darle honores de jefe de Estado, con lo cual estaríamos insultando a Venezuela; o dejarlo asistir a la cumbre pero castigarlo con “mirada de desprecio” al mejor estilo del Padre Maritín. Desde aquí, un consejo que podría resolver el problema de un sopapo: invitar con carácter de urgencia al ya mencionado don Juan Carlos de Borbón y sentarlo al lado del venezolano para que lo controle apenas comience a hablar las barbaridades a las que nos tiene acostumbrados. ¿Se imaginan? El pobre Maduro no podría ni abrir la boca, porque, en menos de lo que dispara a un elefante, don Juanca le gritaría con su perfecto dejo madrileño: ¡Coño! ¿¡Por qué no te callas!? (Y santo remedio).