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Cultural

Gustavo Rodríguez: “Como nación, nacimos partidos por color de piel”

El escritor ganó el Premio Alfaguara con su novela Cien cuyes, cuya historia nos exige una posición ante el fin de nuestros días. La obra también nos ofrece una visión de Lima actual.

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“Doctor, usted tiene su jubilación para vivir, nosotros, los que somos pobres, necesitamos de nuestros hijos para que nos cuiden en la vejez”. Foto: difusión

Gustavo Rodríguez intenta ponerle cascabeles a la muerte, es más, dice, a su posible muerte, cuando le llegue la hora. Su novela Cien cuyes, ganadora del Premio Alfaguara, desentraña una historia en la que Eufrasia, una mujer de provincia, tiene la generosa tarea de cuidar ancianos de economías holgadas, que quieren dejar este mundo por voluntad propia. Este drama, no escrito sin humor, le servirá al autor para enrostrarnos un tema existencial y, de paso, revelarnos la nueva Lima, con sus clases sociales y sus taras, las de siempre. Aquí le arrojamos anzuelos para conocer su oficio de escritor y sus motivaciones. 

— Quien escribe tiene una suerte de educación sentimental por sus lecturas y escritores favoritos. En tu caso, ¿quiénes son los inspiradores de tu escritura?

— Me doy cuenta de que desde niño, y también en la adolescencia, he mezclado mis lecturas y las mezclo hasta ahora. Veo que en ellas hay aventura, ternura y humor. En esta mezcolanza, puedo hablar desde Julio Verne, pasar por Ricardo Palma, después Oswaldo Reynoso, Julio Ramón Ribeiro y Alfredo Bryce. También Julio Cortázar, García Márquez y Juan Rulfo. Digamos, esos son los escritores que de adolescente admiraba y quería emular. Creo que, a la larga, mi literatura siguió el cauce de la ternura y el humor, un cauce más cervantino que quevediano, quizás.

— ¿Pero qué hay de las influencias extraliterarias?

— En ese tema, yo mismo me negaba otro canal de influencia, que es de la cultura popular. Es decir, no solo he leído muchísimos libros a lo largo de mi vida, sino que también he estado expuesto a muchas películas, melodramas, canciones, series, a las que yo, en un inicio, trataba de no reconocer como influencias, pero que después he abrazado con total afecto para hacerlas parte de mi obra. Y creo que desde que hago eso, reconocerlas como influencias, mis novelas salen más auténticas.

— Has citado a Ribeyro, Reynoso, Bryce, que ofrecen una visión de Lima. ¿Intentas revelar la nueva Lima?

— Es una buena observación, que también me la hicieron en España. Y es que la Lima que se conoce literariamente en otros países es una que tenía menos de dos millones de habitantes y la de ahora, la que está en las últimas novelas, es una metrópoli inmensa y quieren conocerla.

— Ofrece una visión de Lima, pero siguiendo, como se sigue a un GPS, a una provinciana, como es Eufrasia.

— Sí, yo tengo mucha suerte porque a veces siento que habito, con los pies bien puestos, en distintas dimensiones a la vez. Si bien soy una persona afortunada en un país desigual, también he vivido cierta precariedad. También sé lo que es vivir en provincia, sé también de la familia que luchaba por no desbarrancarse hacia la pobreza. Yo soy hijo de padres provincianos, amazónica mi madre, cajamarquino mi padre. Haber vivido la precariedad y, además, haber alcanzado otro estrato social, me da una visión menos caricaturizada de la sociedad peruana. No digo que esté en todas partes, pero por lo menos puedo ser más benevolente con sus características.

— Eso, el narrador siente, mira o manifiesta un afecto a Eufrasia.

— Una cosa que he aprendido con los años es que mi voz narrativa presente de la manera más elegantemente posible, ojalá, y simple el contexto y los personajes, sin adjetivarlos y sin juzgarlos, para que los mismos personajes, cuando entran en juego a través de sus acciones, pensamientos y sus diálogos, sean los que generen la evaluación del lector.

— Me preguntaba si Eufrasia era, de algún modo, una suerte de Julius porque a través de ella miramos el mundo de los señores de hoy.

— Qué interesante. Probablemente sea una combinación del niño Julius y su nana Vilma, por esa mirada infantil e ingenua que tiene, pero también por la bondad para con los ancianos que cuida. En la presentación de mi novela, Bryce decía que Eufrasia le encendía la emoción de la misma manera en que se la encendía la Mamá Rosa, la señora que le cuidaba. Entonces, yo creo que allí hay un vínculo que traes a colación.

— Hallo también un paisaje social cuando se lee: “Ciertos apellidos pronunciados con soberbia tratan de hundir a otros”.

— Desde ese punto de vista, si bien Lima ha cambiado mucho demográficamente, su élite no tanto. Y lo puedes ver en cada proceso electoral en que uno piensa que la élite peruana ha aprendido algo, nos damos cuenta de que no. Su descendencia sigue repitiendo los mismos comportamientos y evidenciando los mismos traumas de siempre: miedo a que la gran mayoría tome el poder y los afecte.

El escritor ganó el Premio Alfaguara con su novela Cien cuyes,

— ¿Tiene miedo a lo que Matos Mar llamó el desborde popular?

— Hay un miedo latente, siempre, que se manifiesta con cada vez que hay un candidato opuesto a su visión y está por ganar las elecciones. Eso es clarísimo.

— Es que tanto la derecha como la izquierda se presentan a las elecciones de manera fragmentada.

— Lo que ocurre es que nuestro país nació signado con ese destino. Habría que refundar el país para que no exista ese mal que nos quebró el espinazo social, que es el racismo y lo que conlleva ello. Nacimos partidos por el color de piel. Y eso es muy complicado de solucionar y sobrellevar. La verdad, yo creo que van a pasar de décadas y décadas y siglos hasta que probablemente podamos ser una nación más cohesionada. 

— ¿Qué te convocó a merodear el tema de la muerte?

— Yo creo que toda novela nace de un impulso muy egoísta y en mi caso es reconocer que yo mismo voy en camino de mi muerte, porque la muerte se anuncia con pequeños heraldos, como un dolor de espalda que tarda en irse, la próstata que crece, rodillas que crujen más que antes, todo eso son pequeños avisos del deterioro. Yo creo que el germen más honesto de esta novela está en esa revelación. Claro, yo trato de explicarlo a través de historias. Yo creo que empecé a pensar en personajes mayores, ancianos, pensando en mi futuro declinamiento. Y todo terminó por desembalsarse cuando murió mi suegro, Jack Harrison, un viejo maravilloso, y así se llama uno de los personajes.

— La novela aborda la muerte, pero también el deterioro...

— Son conscientes del territorio que pisan. Pero lo que me estimuló a hacer crecer a estos personajes fue la llama viva que todavía tenían sabiéndose cercanos a la muerte...

— Uno de ellos dice que prefería arder en el sentido vital.

— Creo que lo que me emocionaba mientras escribía la novela es la esperanza de yo también ser un viejo vivaz, que se va a reír con sus amigos, que no va a dejar que la tristeza empañe la alegría de lo que aún puede vivir. A mí siempre me gusta que mis novelas tengan un poco de luz al final. Creo que en esta novela intenté que no solo fuera un amago de luz, sino que terminara luminosa. A pesar de que habla de cosas tristes en teoría, la novela termina optimista.

— A propósito de usar el ascensor, Eufrasia piensa que quizá la vida es un ascenso corto y cerrado para unos, y uno largo y panorámico para otros. Filosofa.

— Ahí te das cuenta de que Eufrasia tiene una sabiduría muy intuitiva, echa mano a las herramientas que tiene alrededor para hacerse las preguntas claves y, finalmente, es un personaje que termina transformado por las vidas que toca, por los viejos que conoce y cuida.

— Paradojas. ¿Los viejos, de economía cómoda, están preocupados por cómo morir y otros, como Eufrasia y su hermana, por cómo sobrevivir?

Eso es verdad. Nuestra sociedad tiende a confrontar realidades. Me gusta tu observación porque indica hasta qué punto las contradicciones en nuestra sociedad se pueden notar hasta en las manifestaciones más domésticas, más cotidianas. Hay una frase que a mí me impactó y me rondaba la cabeza, y se la puse a Eufrasia en un diálogo con el doctor Jack Harrison: “Doctor, usted tiene su jubilación para vivir, nosotros, los pobres, necesitamos de nuestros hijos para que nos cuiden en la vejez”. Esa aseveración es brutal.