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Cultural

La explosión de la metáfora en Trashumancia, el libro rebelde de Gerardo Figueroa

Gerardo Figueroa experimenta con un estilo inusual de narrativa que recuerda algunas piezas literarias de Julio Cortázar y James Joyce. Aquí el lenguaje se impone a la trama.

El escritor Gerardo Figueroa ha impactado a los críticos literarios con Trashumancia, libro dotado de una lírica que desborda el papel, se rebela ante su creador y proclama independencia. Foto: Composición LR / Nadia Cruz Porra / Paracaídas
El escritor Gerardo Figueroa ha impactado a los críticos literarios con Trashumancia, libro dotado de una lírica que desborda el papel, se rebela ante su creador y proclama independencia. Foto: Composición LR / Nadia Cruz Porra / Paracaídas

“Como las notas de una improvisación musical, las palabras aparecen, fluyen, terminan en el lugar preciso para que podamos decir o escribir lo que deseamos. Brotan. Simplemente salen, se instalan y listo. Dígame que no”, escribe, como alzando su voz solemne en un anfiteatro, Gerardo Figueroa, el autor de la novela breve Trashumancia.

Así, el literato nacido en Buenos Aires, Argentina, anticipa cómo el poder lingüístico de su prosa se hermanará con el lirismo —cuando el lector poco a poco vaya deteniéndose y asimilando el espíritu de cada página—, manteniendo en suspenso el previsible crecimiento de una clásica trama que, en este caso, jamás bajará del aeroplano porque no la necesita.

Esta novela de patrones casi ensayísticos es una muestra de rebeldía ante las reglas escritas de la literatura, esos decálogos que se resisten a ser refutados. Las palabras saltan, buscan su lugar en los espacios vacíos, desaparecen, vuelven a recuperar su lugar, como ovejas que se mueven, anárquicas, dependiendo de sus caprichos, la metáfora del oficio. ¿Es el autor quien elige a las palabras o ellas mismas deciden en qué texto afianzarse? Trashumancia elucubra sobre esa inseguridad patológica del escritor por ir modificando frases en cuyos primeros hálitos de existencia pueden parecer esplendorosas, soberbias.

Gerardo Figueroa le hace creer al lector, al inicio de su semántica lúdica, que está entrando a la estratósfera de un mundo en el cual la palabra “perrerías” será la dictadora. Pero este es su primer engaño. Marcando distancia de un relato basado en perros, personas malvadas o enojos —el autor cita estas acepciones de “perrería”, sin la letra s, ofrecidas por la Real Academia Española (RAE)—, o algún embrollo adolescente, la novela se va cayendo en picada a las estepas de la poesía en verso libre.

Después de mencionarla una y otra vez, Figueroa deja de accionar las manivelas y hace un alto: “Salen —las palabras salen, decíamos—, se instalan y listo. Pero, entre quienes tienen por oficio escribir, este no es siempre el caso y, más de una vez, encontrar la palabra precisa se convierte en una larga tarea que puede llevar días, semanas, meses, cuando no años”.

Aquí, el efluvio del escritor y traductor argentino César Aira aparece. Trashumancia bebe del concepto más que de la historia misma —o historias—, un mecanismo abstracto de estética que va acomodándose, pero nunca se dirige hacia adelante. Su arco argumental, además, no se detecta, permanece ausente; sin embargo, el lenguaje lo devora, empequeñece a esa máxima para construir historias. Terminamos persiguiendo a un protagonista fugitivo que sigue su destino y, en argot futbolero, driblea al lector, porque su ruta son geometrías cerradas.

Cómo me hice monja, un ejemplo de "juguetes literarios para adultos" de César Aira. Foto: Estruendomudo

¿Si las palabras se personificaran nos juzgarían por cómo las hemos colocado en nuestros textos? Para Figueroa, este cuestionamiento es serio y la respuesta yace dentro del metalenguaje: “Las letras de prólogos y reseñas abandonaron sus páginas y se lanzaron tras él como una furiosa jauría”.

Más adelante, se recalcan las obsesiones del escritor por controlar las columnas y bases de sus procesos creativos: los signos de puntuación también pueden alzarse en rebelión, incluso se escapan como ladrones o bichos, y se ubican en otros libros. Cuánta desgracia. Peor aún, llega un momento en el cual las comas, los puntos, puntos y coma, comillas, y puntos suspensivos abandonan dos páginas, como en el famoso monólogo de Ulises (1922, James Joyce).

Ulises, de James Joyce, editado por Bruguera (Volumen I y II). Foto: Bruguera / Lumen

Habría que recordar, entonces, que esta enfermedad literaria —recapitulando las fijaciones— también se evidenció en el cuento Carta a una señorita de París, del argentino Julio Cortázar. “Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas”, describe el autor de Rayuela en el relato epistolar. Luego, los animales de orejitas largas son condenados a una muerte simbólica, igual a un cuento imperfecto que irá al tacho de la basura.

Representación artística del cuento Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar. Foto: Ainhoa Azumendi García / Domestika

Otro corte o quiebre narrativo se produce cuando nos topamos con la historia del supermercado. “Ella (era) un pesado y fresco divorcio, con gritos, reproches, sacadas en cara, al que no le faltaron insultos, amenazas y lágrimas. Él solo preocupaciones ligeras”. La secuencia destaca por las notas al pie que traspasan la cuarta pared, pues Figueroa nos habla de tú a tú. Vemos las crestas de una mofa contra las situaciones amorosas en la literatura, cuando suprime las referencias sobre cómo así avanzaron en “su mutuo conocimiento” —el proceso de salidas y cortejos—, un gancho al hígado de las frivolidades.

Con las ovejas posadas en los pastos bajos del valle, Gerardo Figueroa retrotrae la metáfora, aquella que sostiene su tesis ficcional. El carácter polisémico de este capítulo muestra imágenes del ganado ovino a modo de pensamientos que asumimos como domesticados. Y al encontrarles la historia precisa para su refugio, a las ovejas se les da función de mutar en palabras; pasan a los dedos, después a la tinta y descansan, por último, en el papel.

Trashumancia hereda el arte conceptual de César Aira en esta novela donde el lenguaje cobra vida y adquiere su propio raciocinio. Gerardo Figueroa ha sabido congeniar los ingredientes de su cóctel personal, fortaleza de palabras capaz de distinguirse de las demás obras de ficción debido a su camaleónica estructura. Libro recomendado y con calificación alta.

Calificación: 4.8/5

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