En 1996, cuando la adolescencia se le confundía con la juventud, el poeta Lizardo Cruzado publicó Este es mi cuerpo, un libro que estimuló el júbilo de la poeta y narradora Rocío Silva-Santisteban, quien se animó a decir, sin mezquinar la floritura, que esa era la voz de los noventa.
Y esa voz, que afirmaba haber fundado el ‘realismo chistoso’, y que cinco años antes había desatado “con extraña fuerza los negros, los furiosos vientos del desorden lujoso y de la libertad sin recortes”, según palabras del propio Javier Sologuren —él además había establecido un parangón entre la figura del entonces quinceañero trujillano y el díscolo francés Arthur Rimbaud—, lejos de seguir retumbando en los ojos y los dedos de sus lectores, profetizando quizá la llegada del nuevo milenio, decidió empalmar los dientes y aferrarse a la medicina, a la psiquiatría, pero sin dejar de lado la palabra. Porque la palabra sana, dice Cruzado, porque la medicina sin palabra y sin comunicación “es una veterinaria sofisticada”.
Y es así que en 2019, luego de 23 años de silencio, cuando la adultez llega a la mitad del camino y se observa todo desde una cúspide, con un ojo en la frente y el otro en la nuca, el doctor especialista en psiquiatría Lizardo Cruzado escribió poco más de un centenar de poemas agrupados bajo el título de No he de volver a escribir y amparados bajo el sello de la editorial peruana Pesopluma.
Lizardo Cruzado. Foto: Ministerio de Cultura
La primera parte de No he de volver a escribir, subtitulada Libro de los días, está escrita desde la añoranza de un hombre que intenta rebelarse contra el tiempo en un acto de pura contemplación: empieza con una visión cenital y provinciana de una Lima desconcertada, inmersa en un caos cuadriculado que fatiga la puerilidad de un envejecido niño genio y lo retrotrae a la casa segura de la infancia, al calor flexible de la madre, a la mudez preocupada del padre, a la seriedad lúdica del juego. Aquí la magdalena de Proust es la pepa peluda de un mango que se va sin más por el water, reconvertido en una nave fraterna, pero que el recalcitrante paso de los años ha trastocado la perspectiva y sin darnos cuenta “a la velocidad de la luz vamos dejando atrás el pasado como un caño mal cerrado que gotea y gotea incontenible en medio de la oscuridad”.
Esa visión iniciática continúa con una reflexión más lúcida, en donde el juego se contamina con el tedio de lo cotidiano y el único lugar para mantener a salvo la inocencia es en una gaveta inflamada de recuerdos, porque, de acuerdo a la reunión de sus palabras: “Nada pasa, todo pasa. ¿Y qué es una pasa? Una fruta vieja y arrugada que una vez fue uva turgente y brillante”.
Al final de la primera parte se agrega un nuevo concepto: la muerte o la consciencia de la muerte. En este punto, el envejecido niño genio piensa en el fin de los días no como un único hito culminante, sino como un conjunto de pequeños trances que se nos desprenden de la biografía junto con el deterioro del cuerpo y el agobio que produce ignorar lo que se espera, hasta que llegue esa mañana, “la última de todas, esa mañana que será idéntica a esta”.
Estructuralmente, el Libro de las horas es un recorrido a lo largo de todo un día, que va desde la una de la mañana hasta la medianoche. En esta parte, el yo poético accede a su infancia a través del recuerdo, pero ya no desde la evocación; es decir, se mantiene consciente todo el tiempo de su condición adulta y alude, sin dejar de lado el humor melancólico, a problemas propios de su edad como las averías prostáticas, el insomnio o el priapismo.
Conforme van pasando las horas, el recorrido del día, que puede verse también como un recorrido vital, se ve marcado fuertemente por la presencia del hijo, una presencia agridulce que ilumina el futuro, pero que le recuerda que cada vez él es menos hijo.
Lo que trae la noche es la contradicción entre el espacio y el tiempo: “¿Cómo del espacio puede desenvainarse más espacio cual surco que frutece pero el tiempo en amargo sortilegio se evapora y de él siempre queda menos?”; y la soledad: “Aún a medianoche en la oscuridad más absoluta acabo de defecar y estoy solo”.
La última parte, el Libro de los años, es la más corta y quizá la menos simétrica. También es la más convulsa. Si el libro empezaba con un punto de vista cenital, aquí se hace un paneo por el ciclo vital del yo poético, que ha aprendido “que la vida se gana perdiéndola en la anorgásmica orgía de trabajar y trabajar y trabajar y trabajar” y que la gota de agua “lo único que necesita es tiempo para tornarse en talado”.
Todo este efecto que produce un conjunto de aprendizajes que evoca a la sabiduría se derrumba cuando al final, en un arranque de sinceridad brutal, él mismo se cuestiona y concluye que solo puede dar fe de lo que está sintiendo en ese instante: “Pero entre tanto he aquí mi mejor cara de imbécil alquitarada para magnas efemérides como esta, pues sé que algo en mi vida está acabando, pero no sé bien qué”.
Portada del No he de volver a escribir. Foto: Pesopluma
El título del poemario alude a un verso de Luis Hernández, otro médico, que si bien no se especializó en psiquiatría, se mantuvo al menos cerca desde su propia enfermedad mental que lo terminó llevando al suicidio tras lanzarse a las vías del tren en 1977: “No he de volver a escribir / Como lo hice / Cuando el corazón era joven”.
Con este libro, sin necesidad de oscurecer el texto hasta volverlo ininteligible, Lizardo Cruzado ha ganado un merecido Premio Nacional de Literatura, que es un reconocimiento y al mismo tiempo una celebración de la palabra, que evidencia que con la lucidez de un médico y la seriedad con la que juega un niño se puede crear una imagen lo suficientemente potente como para no volver a escribir.
Calificación: 4.2/5.