A los 100 días del Gobierno de Dina Boluarte se confirman los cambios radicales ocurridos desde el 7 de diciembre pasado. La mayoría de actores en esta etapa se encuentran en progresivo desgaste en un escenario que opera con fenómenos incompletos y erosivos. La etapa posgolpe de Castillo, que prometía ser de recuperación democrática, ha derivado en la desfiguración del Estado de derecho.
Tres fenómenos marcan este momento: una coalición autoritaria en el poder que gobierna desde la polarización ideológica; una insumisión fragmentada de territorios, marcada por demandas de dignidad y reconocimiento; y una tajante reorganización de la agenda en la que la sociedad —sin mediaciones— ha logrado despojar al Gobierno del relato democrático.
La coalición en el poder ha empujado al Perú desde la democracia sin partidos a la democracia sin democracia, un estadio distópico de la crisis. La sucesión constitucional del 7 de diciembre fue incompleta —se transfirió el cargo, pero gobiernan quienes perdieron las elecciones— en tanto el ciclo de violencia de diciembre/febrero alteró drásticamente las relaciones entre el Estado y la sociedad: la legitimidad democrática está en las calles y la legitimidad autoritaria está en el poder. Max Weber no lo creería.
La batalla de los actores débiles, que empezó en 2016, ha concluido. Gobierna una coalición institucional, empresarial, política y mediática aún más amplia que la que lideró Fujimori en los años noventa. El Gobierno es el punto de confluencia, no lidera esa coalición y cada día tiene menos fuerza propia. Ese es otro tema, pero lo cierto es que un ciclo autoritario está en marcha.
No hay manera de que esta alianza se sostenga en el marco del régimen conocido —elecciones justas, autoridades electorales legítimas, justicia independiente, respeto a la oposición— y, por lo mismo, la perspectiva es que mute a una forma de régimen más duro, militar-cívico o militar-militar. La tendencia es a que en el mediano plazo los militares ocupen oficialmente una parte del poder. La coalición es vasta y voraz e intentará quedarse en el poder con o sin elecciones adelantadas. Es una coalición caótica, pero hegemónica en la elite e instituciones. Su unidad reside en su rechazo a las reformas políticas y económicas.
El segundo fenómeno relevante es la insumisión de territorios que exigen dignidad y reconocimiento. Las protestas han decrecido, pero no hay desmovilización. La reciente encuesta de IEP (26 de marzo) señala que el 61% cree que las protestas aumentarán o se mantendrán igual a pesar de que ha caído al 50% el porcentaje de quienes creen que las protestas conseguirán el adelanto electoral.
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La insumisión de territorios es más profunda que una asonada o rebelión. Tiene su propio registro y perspectiva histórica. Es una desobediencia activa iniciada en el sur y extendida a otros territorios. Es, sobre todo, una ruptura abierta, un conjunto de actos que reflejan al mismo tiempo hartazgo, indignación, convicción de cambio, identidad, autorreconocimiento y participación. Esa ruptura abierta ha pasado a la agenda grande e inevitable, aunque el sistema político no sepa abordarla. En 100 días, el Gobierno y sus aliados no han podido leer el código de barras de la dignidad y el reconocimiento.
La insumisión no es un fenómeno uniforme y cohesionado. En él se advierten varios territorios, ‘corredores’ culturales o comunidades aliadas, una sociedad civil que no es nueva. Lo nuevo es su autonomía y autoconvocatoria y su demanda de dignidad y reconocimiento. La insumisión no es la expresión de organización política, sino de lo contrario, de la ruptura de lo político-tradicional, incluyendo partidos, gremios, instituciones y mediaciones. Es portadora de una ruralidad más avanzada de lo que se cree en Lima y protagonista de reclamos al interior de las regiones. Es la parte más profunda del Perú profundo.
La respuesta de la coalición gobernante se sostiene exclusivamente en tres relatos; orden, autoridad y nacionalismo conservador; todos consonantes con la globalización de la ultraderecha. No reconocen que la movilización trae una ruptura epistémica y que en esta hora la dignidad es el traslado de la democracia como interacción basada en las instituciones a otra basada en sus fines sustantivos, es decir, derechos y libertades.
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La promesa democrática posgolpe se ha esfumado; la democracia implica una interacción de instituciones, liderazgos y sociedad, de modo que la respuesta punitiva, represiva y cruenta no es la defensa de la democracia. Por ello, la coalición está aislada dentro y fuera del país, suspendida en el aire, pendiente de los giros de la incertidumbre.
Lo que sucede recuerda la clásica distinción entre régimen democrático y estado democrático de O’Donnell. Durante 100 días, el relato de la coalición ha sido la defensa del sistema de reglas generales del consenso social, pero han violentado el estado democrático en su esencia, segando la vida de decenas de peruanos y negando el derecho a la participación de las comunidades movilizadas. Prohibirles que porten demandas políticas y exigirles que presenten una agenda de obras públicas resume el desconocimiento de la dignidad en la agenda pública.
La insumisión no es necesariamente de izquierda. No todo lo popular es izquierdista. Contiene un relato emancipatorio, pero reúne entendibles dificultades para producir su propia representación. Asimismo, es resistente a aterrizar en una coalición opuesta al Gobierno, una ruta que desde el manual se imagina lógica. No obstante, en este punto no hay manual, no es un asunto de táctica, sino de identidad. Donde algunos advierten la falta de un programa ordenado y algunas pulsaciones autoritarias, los pueblos movilizados consideran suficiente por ahora la resistencia y la dignidad.
Los grupos de la izquierda que gobernaron con Castillo y que pasaron por alto la corrupción de su gobierno, intentan representar esta insumisión. No pueden hacerlo porque operan en un código distinto: la insumisión busca ahora el reconocimiento y la reparación por los asesinatos, en tanto que la izquierda castillista y poscastillista intenta conservar y acaso recuperar sus capacidades electorales. Y aun en ese esfuerzo es incoherente, apoya la demanda de elecciones adelantadas, pero en el Congreso vota en contra, al mismo tiempo que niega que lo de Castillo fue un golpe de Estado.
La insumisión ha provocado un impasse que la coalición no quiso encarar desde el diálogo porque cree que la movilización ha sido vencida (confunden protesta con movilización). Aun así, esas protestas han despertado el miedo de las elites que se han mostrado más oligárquicas que nunca.
La complejidad del cuadro podría resumirse así: una insumisión legítima y democrática sin representación se enfrenta a una coalición gobernante que reúne la legitimidad autoritaria de las elites, aunque impopular en la sociedad.
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El tercer elemento a evaluar es la transformación de la agenda nacional. Las protestas tienen una alta legitimidad. Eso no es nuevo. Es novedosa la transformación del cuadro de preferencias de la sociedad que ha cambiado radicalmente el debate. De pronto, el país es llamado a convalidar soluciones aparentemente finales vistas como salidas eficaces a la crisis: paz represiva, adelanto electoral inmediato, asamblea constituyente, referéndum, cierre del Congreso, ruptura de relaciones internacionales, el retiro de la Corte IDH, entre otras.
Las encuestas registran la reorganización de la opinión pública, antes cautelosa y distante de la política cotidiana. La mayoría ahora se juega por el corto plazo y opera con y desde la incertidumbre, probablemente porque ha desaparecido el mínimo de mediación y confianza.
En el privilegio del corto plazo dos de los códigos democráticos no están en discusión, elecciones adelantadas y sanción a los responsables de los asesinatos. Son, precisamente, las exigencias que la coalición no acepta. Todo lo demás parece estar en disputa; mientras la agenda se aleja del corto plazo, más se advierte que la fragmentación nacional es la cuestión de fondo.
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Algunas lecturas parciales, incluso desde el progresismo, subestiman la fragmentación o creen que es un problema. Se fijan más en el estallido que en el proceso y priorizan un rayado de cancha tradicional —derecha, centro, izquierda—, y un mapa de actores obsoleto: partidos, gobierno, grupos de poder y sociedad civil. Subestiman las nuevas actorías: comunidades, territorios insumisos, anticentralismo, autoritarismo popular, medios oficialistas, empresariado cogobernante, entre otros.
El golpe de Castillo fue un estallido autoritario fracasado al que le siguieron otros estallidos. No obstante, el estallido no es el desenlace. En su fase distópica, la crisis está destinada a varias disrupciones. Los 66 muertos —asesinados en la mayoría de casos— marcan una nueva frontera de la coalición gobernante: aceptar la violencia como gestión de la política y evitar el diálogo porque están convencidos de que han ganado.
En 100 días, el Gobierno ha perdido capacidad de representación social. En algún momento parece solo el Gobierno de Lima, con escasa capacidad de gestión fuera de la capital. La erosión democrática también implica la pérdida de operatividad de las instituciones y contagiará a sus aliados, los partidos conservadores, los líderes empresariales y los medios oficialistas.
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Con o sin elecciones, esta etapa será larga. Al diluirse el horizonte electoral, el corto plazo se estira para abordar la cuestión central de la defensa de la democracia y el pluralismo para evitar que las elecciones, cuando se realicen, no sea un proceso gravemente antagónico, es decir, la acentuación de la guerra que vivimos en los últimos años.
Para ello, hay que hacerse cargo de que la intersubjetividad radical se ha ampliado, que la ética política vigente es la radical y no la racional, que parece inútil. En ese sentido, contra la corriente, es crucial reconocer nuevos códigos que irrumpen en esta etapa para defender la democracia: el problema del Perú no es el orden contrario a la libertad; la paz sin justicia, derechos y libertades no es paz; las elecciones no pueden ser un proceso de negociación entre las elites y los grupos antipolíticos; la fragmentación en esta etapa expresa la riqueza de una sociedad diversa que abre y legitima territorios y culturas; el sistema debe recuperar sus tradiciones políticas; el reconocimiento y escucha debe reemplazar a la estigmatización y el racismo; y la sanción de los responsables de las muertes es un punto no negociable.
Abogado y politólogo. Egresado de la UNMSM, Magíster en Ciencias Penales y candidato a Doctor en Filosofía (UNMSM). Profesor en la USMP y UNMSM. Director del Portal de Asuntos Públicos Pata Amarilla.