Por: Juan de la Puente
Un torpe golpe de Estado de un desesperado presidente ha permitido renovar la democracia, aunque ha puesto sobre la mesa la erosión democrática del Perú. Es cierto que el resultado del golpe fallido nos acerca a las elecciones adelantadas demandadas por la mayoría de los peruanos, pero existe el riesgo de que estas se realicen sin transición, como un parto apresurado que prolongue la guerra política que experimenta el país.
La asunción al mando de la presidenta Dina Boluarte implicaría que ella sea quien lidere este proceso. Las protestas en varias ciudades envían el mensaje de que esa transición está en disputa y entredicho porque varios de los actores rechazan ese camino, sea porque quieren quedarse en el poder –es el caso del Congreso–, desean el retorno al estado de cosas anterior –reponer a Castillo en la presidencia– o porque plantean acortar los plazos.
El resultado del golpe fallido nos acerca también, lamentablemente, a una nueva colisión entre una sociedad fragmentada y el liderazgo político del país, y a otros riesgos, especialmente dos: la precariedad del poder y la sucesión de presidencias caóticas. Ambos resumen el peligro de la prolongación de la guerra política por varios años.
El fenómeno de las calles está ahí. Durante meses, la sociedad arbitró una crisis que los poderes no pudieron administrarla. Los ciudadanos a los que los análisis llamaban “indiferentes” son en realidad diferentes. Demandan soluciones de variada índole, expresión de la fragmentación del país, unidos solo por una línea tan clara como nebulosa: elecciones lo más antes posible.
Los peruanos que están en las calles deben ser escuchados. Separando la paja del trigo y condenando los vandalismos, se trata de la movilización más importante de los últimos 20 años, por su volumen y el carácter político de sus demandas. No es una prolongación del golpismo de Castillo ni una asonada terrorista como anota el relato militarista que copian algunos medios y análisis. Es una irrupción desordenada posgolpe que presiona para que se vayan todos, aunque no saben que en el modelo que se gesta –elecciones apuradas– no se van a ir todos y quizás no se vaya nadie.
Estigmatizarlos es fácil; es más complejo incorporarlos a una transición que tiene una agenda política y social. En las calles confluyen los rostros de un país que la pandemia y la crisis han cambiado. ¿Una buena parte de ellos son radicales? Sí, tanto como sus políticos, medios y periodistas que les han señalado el camino.
Con la juramentación de la presidenta Boluarte se inicia un proceso nuevo. Es un estadio distinto de la crisis donde el problema no es la corrupción de un gobierno que intenta parapetarse en la Constitución para seguir corrompiendo, sino la búsqueda de una opción de alcance mínimo para acercarnos progresivamente a la salida.
La etapa anterior tuvo como principal característica la batalla de poderes, prescindiendo de las calles. En el nuevo momento la crisis se extiende e irrumpen en ella los pedazos de un país disperso. Una parte de ella –la más radical– está movilizada y su fuerza crece. El resto de la opinión pública y la sociedad civil se encuentra a la expectativa, y sus opciones van desde el apoyo total a Boluarte, adelanto de elecciones, adelanto más asamblea constituyente sin Boluarte y cierre del Congreso.
Hay un país vivo que critica, reclama o acepta. De los primeros pasos del nuevo Gobierno depende el curso de la transición. Por ahora, la designación del nuevo gabinete proyecta la idea de que ha sido confeccionado de cara al Congreso y a Lima, y con un visible esfuerzo por mejorar el manejo de políticas. No ha sido formado mirando a la sociedad, adolece de política y de políticos y se percibe como rezagado respecto a las demandas urgentes de una crisis que se transforma cada día.
¿En qué ha consistido esta transformación? En que para encararla se hace inevitable el adelanto de elecciones y en que ese adelanto electoral, de producirse, no será suficiente.
Hay que debatir los alcances de la reformitis aguda que se ha apoderado de buena parte de los que aportan soluciones. En los últimos meses, la idea generalizada es que el país necesita reformas. Estas lucen como recetas mágicas y de efecto automático, una especie de pócima que ingiere el sistema para curarse. Así, el mejor eslogan es “adelanto electoral con reformas democráticas previas”.
Las reformas ya no son suficientes para detener la guerra. Esta larga crisis es más grande que las elecciones, y aún más grande que una nueva Constitución, otra pócima que se cree mágica. Es más grande que los actores de la escena, incluyendo a los movilizados de estos días.
El problema del futuro es la guerra política y cómo acabar con ella. Determinadas valoraciones continúan viendo una sola polarización, derecha-izquierda, y no otras relevantes, especialmente la de reforma-inmovilismo y pacto/dispersión. Desprecian la fragmentación de la sociedad, creen que del golpe castillista la derecha ha salido fortalecida y por ello creen que la torpeza de Castillo ha sido un regalo para una derecha golpista. A partir de ello, elaboran algunas recetas que parten de una sensación de derrota, que deviene de su terquedad de seguir considerando a Castillo y su gobierno de izquierda.
Esta visión no es nueva. Es la misma que creía que el único problema del Perú era el Congreso y no Castillo y su gobierno inepto, corrupto e improvisado. En ese punto, creen que es menos grave el golpismo de Castillo que la sobrevivencia del Parlamento.
Se trata de una visión muy pobre del Perú actual. Piensan el país desde arriba. En el caso de los análisis de izquierda, critican a las élites, pero mirando junto a ellas los procesos desde arriba. Producen “para arriba”.
Notifiquémonos de la necesidad de que, además de las reformas y el adelanto electoral, el Perú necesita con una urgencia aún mayor un pacto nacional con participación de los partidos, las instituciones y la sociedad, esta última que solo es escuchada cuando toma plazas, aeropuertos y carreteras, y si esa lucha se salda con lamentables muertes. Hoy, en ese proceso, nadie puede hablar en nombre de la sociedad más que la misma sociedad.
Esta etapa podríamos llamarla de transición, transacción y emergencia, pero la perspectiva es que termine no teniendo ninguno de los tres atributos. Lo más probable es que vayamos a elecciones generales el 2023 sin reformas o con reformas insuficientes, y que esas elecciones reproduzcan el ciclo inestable que inauguramos el 2016. Una guerra política no se salda con elecciones –apuradas o no– sino con un pacto o acuerdo de paz, es decir, con el reconocimiento de los otros y su derecho a existir.
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