Sus primeras horas como alcalde electo de Lima, Rafael López las ha dedicado con esmero al Presidente Castillo y a buscar que la derecha parlamentaria le haga un lugar en el conflicto entre los poderes Legislativo y Ejecutivo.
Quizá aún no ha logrado tomar conciencia de su nueva situación –ya no es candidato presidencial, ni municipal, ni tiktokero– o, en todo caso, parece que su entendimiento no va más allá de considerar que ha logrado acceder a otra plataforma desde la cual mostrarse ante la ciudadanía como el rival del “comunista” Pedro Castillo.
Sin duda, en esto último radicó parte del atractivo social de su candidatura –casi nadie defendió en serio sus extrañas ofertas de campaña– y es ese perfil el que quieren ver en acción quienes votaron por él, que en conjunto no conforman una contundente mayoría (se trata de menos del 20% de los electores hábiles), ni mucho menos expresan un ánimo convocante.
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Las primeras intervenciones de López Aliaga han estado orientadas entonces a satisfacer la expectativa de sus reducidas bases sociales, así como a asegurarse un espacio oficial en la crisis política.
Por supuesto, nada de eso sorprende. Si en la anterior elección municipal primó la fantasía clasista (Limaflores), en esta la visión de ciudad ha bordeado más bien el delirio (“Lima, potencia mundial”). Despertó más interés la capacidad de los candidatos de trolear a sus rivales y de movilizar miedos con el discurso de seguridad ciudadana, reducido a su vez a una competencia de quién promete más motos.
En ese contexto, lo poco que pudo articular López en debates y presentaciones le alcanzó para ganar la alcaldía, pero es claro que no le alcanza para ejercer con propiedad el cargo.
Y es que a López le quedan solo tres meses de tiempo libre para su proyecto personal de rivalizar con el Presidente y mantener entretenida a la prensa, que buscará alimentar ese forzado antagonismo. Pasada la borrachera electoral, la resaca dejará en evidencia la urgencia de las demandas que están por fuera del 18% que lo eligió, pues el que los problemas de la ciudad no se hayan abordado adecuadamente en campaña no quiere decir que han desaparecido.
Hablar de “ollitas comunes” o de “botones de hambre” puede ser efectivo para conmover a una porción del electorado, pero no guarda relación con enfrentar, desde el gobierno metropolitano, la dramática situación de mala calidad de alimentación y de desesperanza que se vive en los barrios precarios de Lima.
No se trata ya de “los cerritos” a los que un candidato ofrece comprar motores y tanques para bombear agua (ni siquiera prometió el agua…), sino de cómo gestionar la expansión urbana y cortar de una vez por todas el ciclo de formalizar invasiones en zonas donde la gente arriesga su vida y se empobrece aún más.
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La distancia entre la oferta electoral y la realidad a gestionar nunca ha parecido tan grande como ahora, y nada en la conducta y las declaraciones del flamante alcalde indica un camino por el cual cerrar la brecha.
En estas circunstancias, los sectores de la ciudadanía que no se ven reflejados en la agenda primigenia de López –digamos, más allá de ese 18% que vive entre el anticomunismo, la Virgen María y la guerra santa– verán otra vez postergadas sus demandas de transporte humano, seguridad alimentaria, protección ante el delito o buenas condiciones para desarrollar sus actividades económicas.
Ni hablar ya de la urgencia de una oferta de vivienda para los sectores populares y de la necesidad de espacios públicos en una ciudad marcada por la exclusión y la desigualdad, dos temas que están en la conversación de todos los días, pero que nunca logran la debida atención de las autoridades metropolitanas.
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Socióloga por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Nací en Lima, en La Victoria, en 1988. Excongresista de la República. Fui Presidenta de la Comisión de la Mujer y Familia. Exregidora de la Municipalidad de Lima. Soy militante de izquierda y feminista.