Elecciones

Tácticas trumpistas amenazan con deshacer la democracia en el Perú

Análisis. Dos reconocidos politólogos, Steven Levitsky y Alberto Vergara, publicaron esta semana valiosas reflexiones en The New York Times sobre la encrucijada política que vive el Perú.

Campaña feroz. “En un país marcado por una gran desigualdad social, racial y regional, Castillo es un forastero cuyo ascenso es amenazador”. Estrategia de Keiko, sus acusaciones de fraude, sus hostigamientos. Tiene el apoyo de casi toda la élite limeña. Foto: Aldair Mejía/La República
Campaña feroz. “En un país marcado por una gran desigualdad social, racial y regional, Castillo es un forastero cuyo ascenso es amenazador”. Estrategia de Keiko, sus acusaciones de fraude, sus hostigamientos. Tiene el apoyo de casi toda la élite limeña. Foto: Aldair Mejía/La República

Por: Steven Levitsky y Alberto Vergara

“Solo quiero encontrar 11.780 votos”.

Eso es lo que el expresidente Donald Trump le dijo al máximo funcionario electoral de Georgia mucho después de perder la reelección de forma clara. Los esfuerzos de Trump por revertir las elecciones estadounidenses del 2020 fracasaron. Pero sus tácticas, como observó recientemente Anne Applebaum en The Atlantic, han inspirado a políticos antidemocráticos alrededor del mundo. En ningún lugar esto es más claro que en el Perú.

El 6 de junio, Perú celebró la segunda vuelta de las elecciones presidenciales más polarizadas de los últimos 30 años. La elección enfrentó a Keiko Fujimori, hija del exdictador Alberto Fujimori, contra Pedro Castillo, un maestro provinciano de izquierda y líder sindical. La señora Fujimori, quien dirige su partido Fuerza Popular, ha estado implicada durante mucho tiempo en prácticas corruptas y autoritarias, mientras que el partido de Castillo, Perú Libre, es abiertamente marxista. Ambos candidatos tienen dudosas credenciales democráticas.

Fujimori formuló su campaña como una lucha contra el comunismo, asegurándole a los electores que Castillo convertiría a Perú en otra Venezuela, una estrategia que conquistó a muchos votantes de la clase media en Lima y otras ciudades costeras. Mientras tanto, Castillo apeló a los electores pobres de las zonas rurales, quienes se sienten ignorados por la élite política centrada en Lima y que estaban profundamente insatisfechos con el statu quo.

Con el 100 por ciento de los votos contados, Castillo ganó por un margen muy estrecho de aproximadamente 44.000 votos de un total de casi 19 millones. No obstante, Fujimori se ha negado a aceptar la derrota, alegando de forma infundada que las elecciones fueron fraudulentas. Las autoridades electorales de Perú no han encontrado evidencia de fraude y tampoco hay razones para dudar de sus autonomías. Los observadores internacionales y los expertos electorales también han concluido que la elección fue limpia. Sin embargo, el bando de Fujimori ha iniciado lo que equivale a un intento de golpe electoral, empujando la democracia peruana al borde del colapso.

En lugar de buscar votos para ella misma, como intentó hacer Trump, Fujimori está tratando de desaparecer los votos de su oponente. Un equipo de abogados fue enviado a cazar irregularidades en los bastiones rurales de Castillo. Este equipo pretende anular 802 mesas de sufragio, las cuales contienen entre 200 y 300 votos cada una, argumentando nimias irregularidades técnicas. En total, Fujimori busca eliminar más de 200.000 votos de su rival en base a dudosos criterios que no se aplican en otras partes del país.

Los reclamos son absurdos. Si hubiera fraude sistémico, se habría descubierto el día de las elecciones. Habría requerido organización y coordinación, de las que no se han encontrado pruebas. Los locales de votación peruanos son vigilados por funcionarios electorales y policiales, por observadores internacionales y, fundamentalmente, por miles de ciudadanos y representantes partidistas que habrían hecho circular evidencia de cualquier fraude en las redes sociales.

Esto no ha disuadido a Fujimori. Las afirmaciones infundadas de fraude han inundado las redes sociales y se repiten sin cesar en los canales de televisión, los cuales están de forma abrumadora a su favor. Los partidarios de Fujimori incluso están hostigando a las autoridades electorales por medio de manifestaciones frente a sus oficinas. Muchos piden que se anulen las elecciones.

La estrategia es clara: Fujimori ha iniciado una campaña de desinformación similar a la de Trump, destinada a deslegitimar la elección y crear una atmósfera de miedo e incertidumbre. En un clima cada vez más polarizado, estas tácticas podrían conducir a la violencia e incluso a la intervención militar.

Hablar de un golpe no es mera especulación. El jueves pasado, cientos de oficiales militares retirados enviaron una carta a los líderes de las Fuerzas Armadas del Perú declarando sin evidencia que la elección fue fraudulenta, y exigiendo que los militares no reconozcan a Castillo como presidente.

Anular las elecciones sería un error colosal. Si al candidato que representa a los votantes marginados durante mucho tiempo se le niega ilegítimamente la victoria, podría desencadenarse una protesta social generalizada, creando una crisis de gobernabilidad como en los países vecinos Chile y Colombia. En tales circunstancias, la única forma en que Fujimori —o cualquier otra persona— podría gobernar sería mediante la represión.

¿Por qué está pasando esto? La campaña de la señora Fujimori está respaldada por casi toda la élite limeña, incluidos los líderes empresariales y los principales medios de comunicación, así como gran parte de la clase media. Estos grupos temen que Castillo guíe al Perú por el camino hacia ser Venezuela. Pero también le temen a Castillo porque no es uno de ellos. En un país marcado por una gran desigualdad social, racial y regional, Castillo es un forastero cuyo ascenso, para muchos peruanos privilegiados, se siente amenazador.

Algunos de los temores de la élite son comprensibles. Durante la década de 1980, las políticas económicas estatales fallidas y una brutal insurgencia maoísta hundieron al Perú en una hiperinflación y una violencia terrible. Algunos de los aliados de Castillo son, en efecto, izquierdistas radicales, y su programa económico original fue improvisado y disparatado.

Pero estos temores también son exagerados. Castillo no es un autócrata. Carece de experiencia y una base partidaria sólida, y no es ni por asomo tan popular como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales u otros populistas convertidos en autócratas. Su partido tiene solo 37 de los 130 escaños en el nuevo Congreso, la mayoría de los cuales están ocupados por políticos de centro-derecha. Castillo tiene pocos aliados en el Poder Judicial o FF. AA., y se oponen a él una poderosa élite empresarial y gran parte de los medios de comunicación. Ante tal oposición, es casi seguro que una estrategia radical fracase.

El miedo a Castillo sobrepasa los límites de la razón. Ha transformado a legítimos contendientes de Castillo en peligrosos opositores de la democracia.

Es hora de detener esta locura. En lugar de sacrificar la democracia en el altar del antiizquierdismo, las élites peruanas deberían utilizar políticas democráticas para moderar o bloquear las propuestas más extremas de Castillo. Dada la debilidad de Castillo, esto no debería ser difícil.

Por su parte, Castillo debe reconocer que fue elegido no por sus ideas radicales, sino a pesar de ellas. Los peruanos lo consideraban el menor de dos males. Para gobernar debe tender puentes hacia las fuerzas de centro-izquierda e incluso centristas. Si no lo hace, su presidencia y la democracia peruana estarán en peligro.

La administración de Biden conoce el peligro de intentar anular un resultado electoral legítimo. Por ello, recientemente elogió la elección peruana “como un modelo de democracia en la región”. La comunidad internacional no debe permanecer callada ante el golpe de Estado peruano que lentamente está avanzando. Las democracias amenazadas del mundo necesitan nuestro apoyo.

Este artículo fue publicado originalmente en The New York Times.

Traducido por Miguel Alor Flores

(*) Steven Levitsky es profesor en Harvard y coautor de “How Democracies Die” (“Cómo mueren las democracias”). Alberto Vergara es profesor de la Universidad del Pacífico, en Lima, Perú, y coeditor de “Politics After Violence: Legacies of the Shining Path Conflict in Peru” (“La política después de la violencia: legados del conflicto con Sendero Luminoso en el Perú”).

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