El legado de un caudillo
"Supo despistar a izquierdistas, centristas y derechistas sistémicos, para quienes sólo era una caricatura del líder cubano", afirma José Rodríguez Elizondo.
“Me presentaban como un subordinado a las órdenes de Fidel, al servicio de Cuba” –Hugo Chávez
A 10 años de su muerte y escrito en modo wikipedia, Hugo Chávez Frías fue un militar venezolano devoto de Fidel Castro, que se inició en política como golpista (1992) y murió como presidente constitucional tras 14 años de poder total. Como síntesis luce aceptable, pero omite un dato fundamental: a diferencia de Castro, un abogado militarizado, él fue un militar politizado. Su formación castrense lo alejó de silogismos ideológicos, lo dotó con una gran capacidad de simulación táctica, le permitió forjar un núcleo duro de seguidores civiles y militares y le facilitó reconocer los cambios en cualquier correlación de fuerzas. Tal equipamiento le permitió percibir la escasa representatividad de los partido políticos venezolanos después de la Guerra Fría y, por añadidura, el debilitamiento
de la democracia.
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Por lo mismo, supo despistar a izquierdistas, centristas y derechistas sistémicos, para quienes sólo era una caricatura del líder cubano, mientras osaba contradecir al mismísimo Castro con tres percepciones heréticas: una, que sus “focos guerrilleros” de los años 60 nunca tuvieron futuro. Otra, que la caída de Salvador Allende no clausuró la posibilidad de que un revolucionario ganara elecciones competitivas. Tercera, que el desprestigio de los políticos venezolanos lo convertía a él (a Chávez) de golpista convicto en líder capaz de ganar una elección presidencial.
Neoconstitucionalismo antisistémico
Por lo dicho, el objetivo prioritario de Chávez, tras su victoria electoral de febrero de 1999, no fue desgastarse en una lucha por ampliar su base electoral. Sabía lo pantanosa que era la querella de las izquierdas ideológicas. Lo suyo fue aplicarse ¡rápido! a cambiar las reglas del juego político, para asumir sine die un poder carismático y vertical. Lo demostró sin tapujos cuando juró su
alto cargo “ante esta moribunda Constitución”.
Tan mal estaban los políticos venezolanos, que el resultado fue milagroso. En el cortísimo plazo, un 92% de los electores aprobó su convocatoria a una Asamblea Constituyente, un 95% de los elegidos fueron partidarios suyos y, en diciembre, fue aprobada una Constitución “bolivariana” (refundacional) con el 70% de los votos.
Lo más notable es que ni siquiera entonces se declaró marxista-leninista, como Castro. A sabiendas de que ello violentaría a los militares institucionalistas, optó por definirse heredero casi genético de Simón Bolívar y “socialista del siglo 21”, lo que hasta hoy no se sabe en qué consiste.
Éxito empírico
Con los recursos del poder y la fuerza de los petrodólares, Chávez fue forjando una lealtad militar personalizada, mientras subvencionaba a Castro y, sin querer queriendo, lo desplazaba como líder revolucionario regional. En lo fundamental, su ventaja comparativa estuvo en la subestimación de sus adversarios, la fascinación de los medios ante su histrionismo –entre intimidante, cómico y vulgar– y la percepción de que en la región se abominaba de los políticos, pero también de los balazos.
Sobre esas bases proyectó su experiencia a la región: líderes antisistémicos debían liberarse de los políticos obsoletos, predicando que la democracia liberal ya no servía y eligiendo representantes capaces de ambientar una asamblea constituyente popular y revolucionaria. En sus palabras, este sería “el disparador del proceso de transición”.
Ante el estupor de los agnósticos, con esa estrategia de aspecto simplista sepultó la ilusión de los guerrilleros kamikazes y la reemplazó con la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA), integrada por jefes de Estado que reconocían su liderazgo. Así conquistó una capacidad de injerencia en la región muy superior a la que antes tuvo su mentor.
Intervencionismo regional
Ejerciendo ese poder ampliado, no sólo combatió contra “el imperio” y los “neocolonizados”. Además se mofó de los “boliburgueses” (caviares) y se enfrentó con los jefes de Estado y candidatos presidenciales de las izquierdas democráticas… y no muy diplomáticamente.
Paradigmático fue su pugilato verbal con Alan García candidato: “si por obra del demonio llega a ser presidente de Perú, voy a retirar a mi embajador, porque no vamos a tener relaciones con este ladrón”. El agredido, que tampoco era tímido, replicó que Chávez “es un advenedizo con dinero que se metió por la ventana a la política con un golpe de Estado”. Agregó que le pegaba a su exesposa.
Luego vino su encontronazo con Valentín Paniagua, quien sospechaba de su protección a Vladimiro Montesinos y con el presidente chileno Ricardo Lagos, quien resentía su intrusión a favor de Evo Morales en el conflicto marítimo con Bolivia. En ese contexto, Lagos se abstuvo de condenar el frustrado golpe de Estado de 2002, que propinaron a Chávez sus enemigos, encabezados por el civil Pedro Carmona (en mis años limeños lo conocí como miembro de la Junta del Acuerdo de Cartagena). Pero el venezolano contraatacó ipso facto. Tras acusar al chileno de haber apoyado ese golpe, dio un nuevo espaldarazo a Morales, expresando su deseo de bañarse “en una playa boliviana”.
Balance peligroso
La cabalística constituyente revolucionaria de Chávez pudo aplicarse en Ecuador, durante el gobierno de Rafael Correa y en Bolivia, cuando gobernaba Morales, pero fracasó rotundamente en Chile durante la actual presidencia de Gabriel Boric. Ahora trata de imponerse en Perú, aunque no desde la presidencia de Dina Boluarte, sino desde la violencia, con apoyo intervencionista del mismo Morales y de los presidentes de México, Colombia y Bolivia.
Relacionado con lo anterior, Morales está acusado en el Perú de inducción al secesionismo, con base en Puno, y las autoridades le han prohibido la entrada al país. Como contrapunto, él se está asumiendo como sucesor de Chávez por default, ante la catastrófica gestión del sucesor oficial, el dictador Nicolás Maduro. Paradójico, pues su objetivo estratégico no es el socialismo chavista del siglo 21, sino una salida soberana al mar a expensas de Chile y/o del Perú.
Como secuela de tanta injerencia, potenciada por los millones de inmigrantes venezolanos, agoniza la Alianza del Pacífico, uno de los pocos instrumentos exitosos de integración subregional. Por añadidura, aumenta la porosidad en las fronteras y se activa la vigilancia y la acción de las fuerzas militares y policiales concernidas.
Concluyendo, hoy ni siquiera los miembros del Foro de Sao Paulo y el Grupo de Puebla podrían jurar que Chávez dejó un legado de desarrollo para Venezuela y de paz para la región.