Los Kakataibo, un pueblo acechado por el narcotráfico
Voces de esta etnia cuentan cómo el narcotráfico ha puesto sus vidas en peligro. La violencia, amenazas y asesinatos por los cultivos ilegales en la amazonía están en aumento y fuera de control.
Escribe: Hernán P. Floríndez y Nicolás Cisneros. (*) Fotografía: Hernán P. Floríndez
(Con la colaboración de Álvaro Másquez Salvador y Sebastián Delgado del Instituto de Defensa Legal)
Quizás la maldición del indígena kakataibo Herlín Odicio sea conocer el territorio de su pueblo como las líneas de su mano. Ha recorrido sus trochas y barrancos desde la infancia. Para llegar a la escuela atravesaba el monte a diario, bajo la lluvia y con una hoja de bijao protegiéndolo. En las aulas compartía un libro de historia con siete compañeros y, a los doce años, terminaba de transformar líneas negras en palabras.
Con claridad, Odicio recuerda a su padre haciéndole prometer que él sí hablaría castellano, que aprendería a escribir, que estudiaría y que, a fin de cuentas, sería todo aquello que a veces, para las antiguas generaciones, quedó a medio camino.
Herlín Odicio, líder kakataibo que ha denunciado el tráfico ilícito de drogas en las comunidades indígenas.
En los esfuerzos de Odicio resonaban esos consejos y la sensación de un niño que vio en más de una ocasión a sus primos y tíos estafados por extranjeros o invasores, que los manipulaban para que trabajaran gratis o apañen negocios de tala. Desde entonces, según cuenta, empezó a soñar con volverse “alguien” para su comunidad, con la suficiente entereza y capacidad para protegerla.
Durante esta entrevista, Odicio se encontraba resguardando su vida, refugiado, a 600 kilómetros de su comunidad, pero a once minutos del puerto del Callao, de donde salen toneladas de cocaína escondidas al extranjero. Escapó en una balsa de caseríos controlados por cocaleros. Días antes, le había rechazado 50 mil dólares a un narcotraficante colombiano.
Odicio, a sus 33 años, ha sido elegido por su gente para liderar a todo el pueblo kakataibo, una etnia que habita desde hace tres siglos entre Ucayali y Huánuco. Bajo el título de presidente de la Federación Nativa de Comunidades Kakataibo (Fenacoka), se ha sentado con ministros, jefes de inteligencia, congresistas, comisionados internacionales, entre otras autoridades, para denunciar y entregar información de las operaciones del narcotráfico en su zona.
De la misma manera, el 14 de mayo pasado, Odicio estuvo con los jefes de otras federaciones amazónicas golpeadas por organizaciones criminales. En el auditorio del hotel Costa del Sol en Pucallpa se reunieron con funcionarios del más alto nivel del gobierno de Francisco Sagasti. Las autoridades estaban ahí para contarles que había nacido un nuevo “mecanismo de protección” para los líderes indígenas cuyas vidas podrían correr peligro.
“Quiero hacer una pregunta”, dijo Odicio con calma. “¿Cuál es la garantía de todo esto? Díganos la verdad. No la hay. Seguramente nosotros seremos los próximos asesinados”.
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Desde que empezó la pandemia, según la Defensoría del Pueblo, 10 defensores indígenas han sido asesinados debido a negocios ilegales como la tala clandestina y el narcotráfico. Cuatro de ellos fueron kakataibo.
En 2019, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (Minjusdh) creó un “protocolo” para proteger a las personas que dedican sus vidas a resguardar los derechos más básicos, como el medio ambiente. El problema fue que las acciones de protección dependían de casi todos los demás ministerios, menos del Minjusdh. Líos de burocracia convirtieron al “protocolo” en una solución poco efectiva. Desde entonces, se ha reportado a 103 personas en situaciones de grave riesgo. Según el ministerio, la mayoría de ellas son indígenas de las regiones de Ucayali y Huánuco.
Fotografía de Herasmo García en las manos de su pareja Mary Mendoza.
“Tuvimos esa primera herramienta limitada, pero nos permitió avanzar. Ninguno de los casos de asesinados fue de alguna de las situaciones de riesgo”, dice Jorge Abrego, coordinador del mecanismo de protección del Minjusdh.
Entre el 2011 y 2018, las comunidades de Puerto Nuevo, Sinchi Roca I y Yamino - donde se registraron las últimas amenazas y asesinatos a kakataibos-, han sido intervenidas por el Proyecto Especial de Control y Reducción de Cultivos Ilegales en el Alto Huallaga (CORAH). A lo largo de esos años, se erradicaron 581 hectáreas de cultivo ilegal de hoja de coca, 500 veces la extensión de la Plaza de Armas de Lima.
Cada arroba de coca cosechada (11 kilos y medio) puede costar cerca de 75 soles en el mercado negro. Procesado en forma de pasta básica, el precio aumenta a 22 mil soles. En su forma final, clorhidrato de cocaína, los narcotraficantes pagan hasta 4 mil por kilo, o sea a 4 soles el gramo. Una ganga si consideramos la venta en el extranjero: el mismo gramo de cocaína, según cifras de Global Drug Survey de 2019, puede valer 65 dólares en Estados Unidos y 257 en Nueva Zelanda.
Pero esta lucrativa industria tiene otro tipo de costos más allá del dinero: la violencia. Las comunidades indígenas lo testifican a través de sus viudas y huérfanos. La milenaria hoja de coca, tan venerada desde hace más de 600 años, hoy ha envenenado el día a día de los pueblos originarios de la Amazonía: desapariciones, matanzas, amenazas contra la vida, quema de propiedades, exilios, enfrentamientos entre indígenas y la terrible sensación de que tu hogar es territorio enemigo.
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La comunidad de Yamino, hogar del presidente kakataibo Herlín Odicio, se encuentra en la provincia de Padre Abad, a cuatro horas de la ciudad de Pucallpa. Está rodeada por kilómetros de cultivos de palma aceitera que acaban cuando aparecen los caseríos de Shambo y Shambillo, con rudimentarias casas de madera.
A solo un par de metros de la trocha que lleva a Yamino hay grandes plásticos negros tirados en la tierra con la hoja de coca esparcida buscando el sol. “Casi todos acá secan y venden la hoja”, comenta uno de los katakaibo que dirige el viaje.
La imagen se repite tres veces más durante el recorrido entre los caseríos. Aquí, según los kakataibo, “no hay indígenas, son colonos de la ciudad y de otras regiones” que se comenzaron a asentar progresivamente. Después de dos horas de viaje desde la ciudad de Aguaytía, aparece en el camino un portón gris que anuncia la entrada a Yamino.
La puerta es de aproximadamente tres metros de ancho. Al lado, en una silla de madera, está el vigilante -al que llaman ‘tranquero’- encargado de controlar el ingreso. No parece gran cosa, pero ese guardián junto al bloque de metal en medio del bosque puede ser la diferencia entre la vida y la muerte para los indígenas de esta comunidad.
Los comuneros cuentan que en los primeros meses de este año, uno de los vigilantes (que prefieren no identificar) sufrió una paliza por parte de dos extraños en motocicleta. Relatan que la moto se acercó a gran velocidad hasta el portón y pidieron hablar con los dirigentes, sin especificar ningún nombre. El ‘tranquero’ se acercó y preguntó el motivo, pero los visitantes guardaron silencio. De un momento a otro comenzaron los insultos y los golpes al rostro, al estómago y a la espalda del vigilante. Antes que los comuneros pudiesen capturarlos, los dos extraños volvieron a la moto y huyeron de prisa.
Hay versiones encontradas entre los mismos kakataibo sobre si los motociclistas tenían armas de fuego o no, pero aseguran que en todo caso, no hubo disparos.
“Si contamos al ‘tranquero’, somos hasta siete los que vivimos con peligro”, dice el apu Claudio Pérez, presidente de la comunidad de Yamino.
Son las dos de la tarde y Pérez se encuentra en el local comunal con sus “monitores” o vigilantes ambientales más experimentados. Los tres han sido amenazados de muerte en diferentes oportunidades. En su trabajo han encontrado, reportado y huído de cocaleros que invaden su territorio. Debido a su labor, muchos “colonos” (personas ajenas a la etnia kakataibo) alrededor de la comunidad les han puesto la etiqueta de “soplones”.
“Uno ve, escucha a los extraños que te amenazan y hasta te siguen por donde vayas. Acá en Yamino estás con tu gente, pero si vas a Pucallpa o Aguaytía, solo, no sabes si te los vas a encontrar. O si regresas”, dice Pérez.
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Willy Pino -metro cincuenta, 39 años y mirada cauta- entiende el temor con el que viven Herlín y los dirigentes de Yamino. Hace siete años, él también tuvo que lidiar con el avance del narcotráfico en Mariscal Cáceres, su comunidad kakataibo. La historia de Pino es prueba de que el peligro puede perseguirte a cualquier lugar.
En 2014 era jefe de Mariscal Cáceres y como tal llevó al CORAH las coordenadas de 36 chacras de coca ilegal. Por temor a las represalias, Pino comunicó informalmente la ubicación de las parcelas, de 2 a 3 hectáreas cada una, que se escondían en su territorio.
Ahora, desde su moto en la ciudad de Aguaytía, Pino muestra el restaurante Kimwal donde fue interceptado por los narcos una tarde de septiembre de ese año. Él sabía que lo iban a buscar porque sus amigos le advirtieron que “los dueños de las cocas” estaban molestos por los operativos de erradicación que él había impulsado.
César Rojas, jefe del equipo de los monitores en Yamino: “¿Si me pasa algo qué va a ocurrir con mi familia?”
Ese día, recuerda Pino, tres personas desconocidas lo abordaron cuando entró a comer al local. Se sentaron en su mesa y le hablaron amablemente. Querían hacer “negocios” con él a cambio de que expulse al CORAH de Mariscal Cáceres.
“Me dijeron, ‘¿Qué quieres? Pide una cerveza, pide lo que quieras’. Pedí un ceviche y luego de conversar un rato, me dijo ‘yo tengo doce hectáreas de coca en tu terreno. Nuestra gente es la que chambea allá, no tengas miedo. Nosotros vamos a hacer una bolsa de billete, a ti te vamos a dar unos 60 mil soles, pero quiero que con tu gente prohíban el ingreso del CORAH. Acá ustedes tienen la ley, sus derechos, y pueden pedir una consulta previa. Acá nosotros podemos conseguirles los abogados también. Y si quiere la gente de CORAH, también podemos darles una bolsa. Tenemos coca en la frontera, en Mariscal y en Yamino’, así me dijo”, narra Pino.
El entonces presidente de Mariscal Cáceres escuchó escéptico. Dejó que hagan sus ofertas y mostró ligero interés. Preguntó lo mínimo posible. Las promesas se acumulaban: depósitos mensuales, contacto con policías en Lima, abogados, carros y un lugar de refugio. “En un momento les digo que yo quería estar en paz y que esto causaría que mucha gente joda. El más joven de ellos me acercó una maleta que pensé era de ropa y la abrió. Estaba llena de ametralladoras. ‘Mira acá no tengas miedo. Acá hacemos ley, chévere estamos. Si alguien jode, ¿ves? Solucionamos rápido’”.
Desde su servicio en el Ejército, en 2000, Willy Pino no había vuelto a ver ese tipo de armamento. A pesar de los años, lo reconoció rápido. Eran subfusiles, modelo UZI, capaces de disparar alrededor de 600 balas en un minuto.
La conversación se había tornado tensa. Los tres hombres frente a él esperaban una respuesta. ¿Entras o no?, le insistían.
“Yo les dije que sí quería, pero que la erradicación es ley del Estado y yo no podía parar eso. Es una máquina del gobierno. Si yo recibo el dinero y no logro pararlo, ¿qué me van a hacer? ¿Bala, sí o no? A mí no me gusta trabajar pendejadas. Yo soy bien legal”, respondió Pino.
La respuesta no cayó bien. Los extraños no dejaron de clavar la mirada en los ojos del kakataibo y éste atinó a pensar rápido. “Les dije que hagamos una cosa: ‘Uno que se haga pasar por comunero e intentamos arreglar con el CORAH. Yo quiero ayudarles, pero para que ustedes vean que no puedo hacer nada’”.
Pino, en coordinación con ingenieros del CORAH y en complicidad de algunos efectivos policiales, armó un teatro. A la mañana siguiente, se subió a una camioneta con dos de los dueños del cultivo ilegal y se dirigieron al campamento de erradicación en Mariscal Cáceres.
“Llegamos con la Policía, le dije que yo era jefe de la comunidad y que estaba con mis comuneros. Les di mi nombre, DNI y nos dejaron pasar. Allí conversamos con un militar y un ingeniero. De frente como que me puse a protestar: ‘¡Cómo ingresaron sin avisar, este es mi territorio!’ ‘Acá necesitan permiso, una licencia’, pero me callaron rapidito”, dice Pino.
Los supuestos comuneros también intentaron hacer lo suyo y amenazaron con traer más gente a protestar si no se retiraban. Pero los militares, ya avisados de que habrían personajes problemáticos, no cedieron. Había resguardo armado en esa zona y cualquier ingreso podría ser mortalmente peligroso. “Se acabó la visita”, les terminaron diciendo.
Volvieron a la camioneta y regresaron en silencio. Una vez en Aguaytía, antes de bajar del auto, uno de ellos le comentó: “Ya vi que vamos a perder la coca, ¿pero sabes qué? Cuando acabe la erradicación hagamos negocios. En Santa Ana tenemos producción. Queremos hacer unas pistas”, le dijeron. Pino pidió sus números de teléfono, pero se rieron de él. “Tranquilo, nosotros te ubicamos, allá o acá te ubicamos”.
Nunca más se comunicaron con él. Desde entonces, el exlíder de Mariscal Cáceres cuida sus movimientos. Aunque han pasado años, intenta no estar mucho tiempo ni en las comunidades ni en la ciudad. No ha vuelto a ver a esos hombres, pero asegura que los reconocería de inmediato. Tampoco ha vuelto al restaurante Kimwal, donde lo emboscaron. Lo que sí ha vuelto, dice, son las siembras de hoja de coca en su comunidad.
“Desde la comunidad, me mandan fotos de cómo está la cosa allá, hay más pozas ahora y no sé. Yo me pienso que son ellos mismos que otra vez deben estar dando vueltas por acá”, relata Pino en el local de Fenacoka. Él ahora reparte su tiempo entre su chacra y la organización de familias kakataibo bajo la federación.
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El 07 de septiembre de 2020, Herlín Odicio también tuvo que lidiar cara a cara con narcotraficantes. Él se encontraba en Yamino, en casa de un primo suyo conversando durante una tarde que recién comenzaba. Odicio explicaba las refacciones que necesitaba para su hogar, cuando una tía suya interrumpió en la puerta. “La enfermera, la licenciada, está que te busca. Está en su casa. Te mandó a llamar”, le dijo.
Odicio, pensando que se trataba de la celebración de un cumpleaños, no dudó en ir. No pensó que en el lugar lo estaba esperando uno de los narcotraficantes que coordinaba la producción y salida de droga en su zona.
“En la casa había dos o tres botellas de cerveza, estaban las dos enfermeras. Allí un señor se acercó, se presentó. Me dijo que se llamaba Fernández, su manera de hablar no era como peruano. Él dijo que me estaba buscando hace tiempo para conversar, yo le seguí el paso nomás”, cuenta Odicio.
‘Fernández’ le enseñó videos de aterrizajes y despegues en los sitios más alejados de su comunidad. Le contó que necesitaban multiplicar los envíos y para eso necesitarían de su ayuda.
“Dijo que me podían pagar 500 mil soles por vuelo, querían que (la droga) salga cada 15 días. Yo tenía que dejar que estén en mi zona. Ellos sabían que yo no dejaba entrar y que había denunciado plantaciones antes”, dice Odicio.
Cargar una avioneta con droga, desde que aterriza hasta que despega, demora en promedio cinco minutos, dependiendo de la habilidad del grupo. La tentación no era poca. Cinco minutos cada quince días por medio millón de soles.
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En la comunidad de Yamino viven 90 familias kakataibo, casi 400 indígenas en total. De las 30 mil 537 hectáreas registradas como su propiedad, 26 mil son bosques primarios. Lamentablemente, en la última década, cerca de 40 hectáreas han sido deforestadas, es como si 56 canchas de fútbol profesional fuesen totalmente arrasadas.
A pesar de estos números, según las autoridades ambientales, Yamino es de las comunidades mejor organizadas en la protección de sus bosques dentro del cinturón de Huánuco-Ucayali-Pasco. Como incentivo, el Ministerio del Ambiente (Minam) ha firmado un convenio de conservación por tres años con la comunidad, que se ha comprometido a cuidar exhaustivamente la selva virgen de su territorio. A cambio, reciben 200 mil soles durante ese periodo para invertirlos en el desarrollo agrícola y turístico de Yamino.
Los monitores se encargan de velar por ese convenio con sus patrullajes por cada rincón del territorio, para que esté libre de invasores, colonos, y por supuesto, cocaleros.
Emilio Estrella es uno de los cuatro monitores de Yamino. Su trabajo comienza cuando llega una “alerta temprana” del Programa Bosques -del Minam- al local comunal, que cuenta con una débil pero valiosa señal de internet. El ministerio rastrea satelitalmente el territorio de la comunidad e informa cuando hay una inusual pérdida de “cobertura boscosa”. En ese momento, los monitores se organizan en grupos y van hacia las coordenadas indicadas. Su tarea es informar si hubo algún desastre natural (como derrumbes e inundaciones) o si, por el contrario, las pérdidas de vegetación son provocadas por actividades humanas.
“Llegamos y levantamos en papel, qué hay, qué pasó. Tomamos las coordenadas. Cuando encontramos gente, tenemos que presentarnos y hablar bien, tomar fotos (...) Hace dos años, en la quebrada en el río Santa Ana, tuvimos que escapar cuando vieron que tomábamos fotos. Dispararon. Y entre las hojas salimos corriendo”, relata Estrella.
César Rojas, coordinador de los monitores, también cuenta que en más de una ocasión los patrullajes se tornaron peligrosos y temió por su vida. “Solo vamos con material de registro, provisiones, nuestro machete para el camino y nada más. No tenemos seguro de vida. Por ejemplo, ¿si me pasa algo qué va a ocurrir con mi familia?”, increpa Rojas.
El coordinador de monitores cuenta que pueden internarse hasta cinco días en la selva, dependiendo de la lejanía del lugar. Sin embargo, los cultivos ilegales no siempre están escondidos en la profundidad del bosque. Apenas a unos 200 metros del local comunal, una familia huanuqueña posee una parcela de coca.
“No es legal. La comunidad ya sabe para qué están usando esas tierras que les hemos arrendado y hemos dado muchas advertencias. Son personas a las que le decimos que ya va a venir la erradicación. Pero como no llega, entonces siguen dándole vida”, cuenta Rojas.
Son casi las 6 de la mañana y nadie resguarda aquella media hectárea de pequeños arbustos con botones verdes. “Esto lo debieron cosechar hace un par de semanas”, asegura el monitor. Hay unos plásticos y trapos desperdigados entre las ramas. A un lado, detrás de un matorral tupido, se ve un campo de más o menos 50 metros donde secaban la coca. “Esto no puede continuar, si el CORAH no erradica, la comunidad va a tomar sus propias acciones”, advierte más tarde el apu Claudio Pérez.
Debido a las restricciones que intentan poner los dirigentes, César Rojas cuenta que personas fuera de su comunidad lo empiezan a identificar. “Ahí está, es el pata de Yamino (...) algún día vamos a hundirlo”.
A pesar del miedo, Rojas está convencido de que su labor podrá cambiar la vida de la comunidad. Los cuatro patrullajes mensuales que realiza le han permitido conocer las quebradas, cascadas, lagunas y montes más bellos de su pueblo. Mientras patrulla, imagina que se construyen caminos, miradores, puentes y zonas de campamento. Él podría ser el guía, piensa.
En lugar de contestar sobre la posibilidad de asesinatos en Yamino, Rojas sonríe y recuerda los paisajes de su selva y responde con firmeza que no, que esta batalla contra el narcotráfico van a ganarla. Y que pronto Lima y el mundo conocerán a Yamino como “uno de los mejores sitios turísticos”.
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Esa noche de septiembre del año pasado, Herlín Odicio no pudo dormir. El narco “Fernández” le dio tres días para decidir. En cualquier momento llegaría una llamada a su celular y Odicio debía dar la respuesta.
“Sentía que el fuego se venía a mi encima”, recuerda el presidente de los kakataibo.
Las matanzas a líderes ambientales se habían incrementado en los últimos meses. En abril de 2020, el apu Arbildo Meléndez, jefe de la comunidad kakataibo Unipacuyacu, fue asesinado a balazos. Al mes siguiente, Gonzalo Pío, líder y defensor de la comunidad asháninka Nuevo Amanecer Hawai, fue abatido en Satipo, Junín. El mes siguiente, Lorenzo Wampagkit, el guardaparques de la Reserva Comunal Chayu Nain fue acribillado en su propia casa. Y, aunque Odicio no lo sabía, cuatro días después de su encuentro con el narco, el 11 de septiembre de 2020, el ambientalista Demetrio Pacheco encontraría el cuerpo de su hijo tumbado en la Carretera Interoceánica. ¿Estaba Odicio preparado para morir también?
“Ahí he llorado mucho. Sentí la impotencia de no tener más opciones. Tenía que desahogarme. Me van a matar, me van a perseguir. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué mejor no dejé que otro denuncie?”, se cuestionó esa noche bajo los maderos de su casa.
Durante cinco días, Odicio decidió no salir de su hogar. Allí no tenía señal telefónica y cualquier intento de llamada sería inútil. “Yo siempre había imaginado la droga como una herida que debía curarla sí o sí. No he pensado en mis familias, ni en mis cosas. Solo pensaba en curar la herida y ya. Pero cuando ya estaba en el centro, en medio de la tormenta, recién miré a los costados”, relata.
En los días siguientes, el peligro parecía haber amainado. Odicio salió de su casa y de su pueblo acompañado. Él ya sabía en qué lugares específicos de su territorio operaba la mafia y decidió reunir toda la información para entregarla a las autoridades. Se convenció de que “era el mejor camino que podía tomar”.
“Podría haberlo dejado ahí, y callar. ¿Pero mis hermanos? Ellos avanzan y no van a dejar de matarnos. Teníamos que comenzar a decirle al mundo que los pueblos indígenas no vivimos felices. Si años atrás los dirigentes hubieran denunciado, de repente hoy estaríamos caminando tranquilos”.
Un par de semanas después de su salida de Yamino, los mensajes de texto llegaron a su celular: “Te vamos a sacar de donde estés”. “Te estamos buscando, vivo o muerto”. No había vuelta atrás: si antes se protegía en el seno de su casa, ahora éste era un blanco perfecto.
Gracias a la ayuda de las ONG Instituto Bien Común, Amazon Watch y Protect Defenders, Odicio fue trasladado a Lima, donde aprovechó para denunciar las operaciones del narcotráfico ante el Congreso, el Ministerio de Justicia, el Ministerio del Interior, la Policía Nacional y el CORAH.
Según indicó el director del CORAH, Roberto Villar, desde abril del año pasado el plan de erradicación se paralizó. “Recién a inicios de agosto tuvimos al personal vacunado. Hubo 70 erradicadores contagiados y dos fallecidos, tuvimos que parar por el costo social”, explica.
“Solo diosito sabe”
Claudio García Grau, kakataibo de la comunidad de Sinchi Roca I, extiende un polo gris mientras que su padre hace lo mismo con un short negro. Las prendas tienen rastros de sangre y tierra. Hay un agujero en la tela del polo. “Acá fue uno de los disparos. Son de las municiones que le han entrado”, dice Claudio sosteniendo las ropas de su hermano asesinado, Herasmo.
Sinchi Roca I está ubicado en el distrito de Irazola, entre Ucayali y Huánuco. La entrada “oficial” a la comunidad está rodeada por el río San Alejandro, pero según denuncian los comuneros, por la parte de Huánuco han ingresado entre 30 y 40 familias ilegalmente. Son alrededor de 50 hectáreas identificadas por los kakataibo que están siendo usadas para cultivar hoja de coca y producir clorhidrato de cocaína.
Los dirigentes de la comunidad saben que ser fuente para el negocio ilegal pone en riesgo a los mil indígenas que viven ahí, por eso ellos no cruzan el río sin un grupo de tres o cuatro acompañantes con escopetas cargadas. “Estamos amenazados por los colonos en nuestro territorio. Nosotros no podemos elegir quién entra o no, como tenemos una carretera no podemos controlar. Hay personas que también, por atrás (parte Huánuco) siguen viniendo”, cuenta Elmer Gonzales, exagente municipal de Sinchi Roca I.
Como agente, Gonzales se encargaba de ser el enlace entre la dirigencia de la comunidad y el municipio de Padre Abad para coordinar asuntos administrativos y futuros proyectos públicos que mejoren la vida comunal. Él escogió voluntariamente el puesto con la intención de facilitar información de diferentes trámites a sus familiares. Sin embargo, a inicios de este año, los narcotraficantes lo “marcaron”. Mataron a sus animales, quemaron su cosecha, su huerta y le dejaron un mensaje escrito en plumón que decía: “Soy colombiano. Quiero mi carga, Elmer. Gracias”.
“Llegamos con cuatro familias y vi mis pollos muertos, cortado el cuello, botado por acá, mis papayas, mi casa, todo quemado”, describe Gonzáles, entre las cenizas de su propiedad, mostrando una mesa con la ropa y herramientas que sobrevivieron al incendio. “Acá han echado gasolina, todo ha prendido”.
La única explicación que encuentra para que alguien tome represalias contra él fue una detención que encabezó en mayo del 2020. Según recuerda, confiscó una embarcación “con armas de guerra y pasta (básica)”.
“Nosotros intervenimos porque un hermano nos avisa que venía un bote con armas. Eso fue entregado a la comisaría de San Alejandro. Como dicen, al territorio de la comunidad nadie puede invadir. Las personas que venían de afuera eran 18”, explica Gonzales, quien señala que todo lo declaró y entregó a la Policía.
Días después del atentado contra la propiedad de Gonzales, su primo Fredy Yaicate también fue asaltado por los narcotraficantes. Yaicate se encontraba manejando su mototaxi por la pista que conduce a Sinchi Roca I cuando dos hombres armados aparecieron en el camino apuntándole. “Nos dijo que había ido a ver su chacra, solito. Iba por la carretera, uno lo ha adelantado en moto lineal, queriendo parar. Y total salen dos del lado de la carretera y lo amenazan con armas”, cuenta uno de los comuneros que luego lo atendió.
Elmer Gonzales añade que a Yaicate le golpearon preguntándole “¿dónde está la chacra de Elmer? ¿en dónde para?”, pero que este respondió que no sabía y que “solo hacía taxi con su moto”. Eso lo salvó. Después de unos minutos, los narcos creyeron su coartada y lo dejaron malherido en un papayal. Hasta abril de este año, Yaicate no salió de su comunidad por miedo.
Alfredo García Grau, hermano de Herasmo, también cuenta que en más de una oportunidad han visto motos lineales extrañas acercarse a la comunidad al otro lado del río. “Desde hace tres meses que siguen nuestro paso. Vienen, miran, se dan una vuelta y se van”, detalla.
Las amenazas ya han cobrado vidas y García teme que el asesinato de su hermano sea solo el comienzo de una ola de violencia y enfrentamientos. Luego de guardar un breve silencio, explica que para él no solo los “invasores” son el problema, sino que incluso miembros de su etnia podrían estar vinculados a ellos.
Al lado de Alfredo está Claudio García, quien toma la palabra y en medio de la entrevista, señala a su costado. Apunta a un montículo de arena debajo de nosotros. A menos de un metro hay un madero atravesado con restos de cera de vela. “Aquí está enterrado mi hermano desde hace tres meses”, dice. Y como si jurara ante su tumba, sostiene que Herasmo pudo ser asesinado por otro kakataibo.
“Aquí quiero denunciar la verdad, porque yo soy cristiano y no puedo decir más que la verdad. Mi hermano no era ladrón, ni malcriado, era cristiano. Yo creo que a él no lo ha matado un cocalero. Yo sé quién es. Viven en la comunidad de Puerto Nuevo”, sostiene Alfredo García frente a su padre y a más de una docena de comuneros que se miran como si hubiera dicho una palabra prohibida.
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Los hermanos García estaban en el templo cuando recibieron el mensaje de la muerte de Herasmo. Casi veinte kilómetros al sur, en Puerto Nuevo, Mary Mendoza lloraba frente al cadáver mojado de su esposo. En ese pueblo, Mary y Herasmo se conocieron y como pareja hicieron gran parte de su vida: la crianza de siete pequeños, una choza austera al borde de la comunidad y una chacra fértil que mes a mes los protegió del hambre.
Luego de cada desayuno, Herasmo partía a la chacra para cosechar y cazar hasta el mediodía. A esa hora, infaltablemente regresaba a casa. La hija más pequeña de Mary lo esperaba para almorzar y enrumbarse con él hacia la escuela.
Pero ese miércoles 24 de febrero almorzaron solas. Herasmo García no regresó y después de unas tres horas, Mary Mendoza no soportó más la angustia. Cogió a sus hijas y salió a buscarlo al monte.
“Agarro a mis niñitas, su almuerzo y su limonada, y subo por el camino. Él había ido más allacito de mi chacra. Yo no tenía miedo, estaba con machete, con mi costal atrás y con mis tres hijitas. Subo, subo, subo. Llamo. Pero no contesta. Ellas también lo llaman. Estuvimos dos horas caminando”, recuerda su viuda sobre aquella tarde.
La búsqueda fue en vano, el sol se ocultaba y Mendoza decidió regresar. Cerca de las seis, ya en la comunidad, acudió al teniente alcalde con la noticia de que su esposo estaba perdido.
Minutos después del aviso de Mendoza, los altoparlantes de Puerto Nuevo anunciaron a todas las familias la desaparición de Herasmo. Un grupo de hermanos, hijos de Cefferino Ríos y Yolanda Bonzano, decidieron liderar la búsqueda a la mañana siguiente. Fueron ellos quienes en poco tiempo encontraron el cadáver de Herasmo García a 45 minutos de la comunidad. El cuerpo y la ropa estaban empapados, aunque en esos días no había llovido.
“Lo hemos encontrado muerto en el camino. Tenía un baleado acá [en la cara]. Se le había reventado la vista. Contamos dos disparos. Y ahí hemos llamado a sus familiares”, narra Abel Ríos.
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Doce días antes de la desaparición de García Grau, otro llanto desolado se escuchó en Puerto Nuevo. El kakataibo Yenser Ríos Bonzano por fin había sido encontrado después de casi una semana de búsqueda. Su madre Yolanda se refugió del dolor en sus otros siete hijos, quienes trajeron el cadáver de su hermano hacia el centro de la comunidad.
Al día siguiente, como suele suceder con las malas noticias, los altoparlantes sonaron. Los comuneros de Puerto Nuevo cuentan que escucharon a uno de los hermanos Ríos pedir oraciones por Yenser. Además, responsabilizó a los cocaleros por el asesinato y ordenó que nadie diga una palabra sobre lo sucedido.
Claudio García, desde Sinchi Roca I, cuenta que Herasmo le explicó por qué los hermanos Ríos ordenaron silencio sobre el caso de Yenser: “Ellos actuaron mal. Fueron solos, sin avisar, querían enfrentar a los cocaleros para quitarles sus pertenencias. Fueron a disparar. Los encontraron preparando su pasta básica. Y ahí es que les balean, y lo matan a uno (Yenser Ríos). Al final quedaron cuatro muertos, tres cocaleros y uno de Puerto Nuevo. Esto fue en enero”.
“A los de Puerto Nuevo les decían ‘el que habla de mi hermano yo lo mato, yo le tiro bala’. Así amenazaban, me contó mi sobrina. Y pobre su madre, lloraba queriendo encontrarlo (a Yenser). En vez de decirle la verdad a su mamá, le decían ‘mi hermano se ha ido a trabajar, se ha ido a Satipo’. Nadie quería decir dónde estaba, porque ellos mismos habían ido a asaltar allá, a espaldas de la comunidad”, acusa Claudio.
Los hermanos Ríos, por otro lado, niegan esta versión y acotan que por los parlantes solo pidieron respeto por la muerte de su hermano. “Dijimos ‘no sabemos quién ha sido, pero culpamos a los cocaleros’. Ese fue el único anuncio. Nunca se hizo algo más duro”, asegura Jorge Ríos.
Tanto Abel como Jorge Ríos explicaron que la muerte de su hermano se debió a las represalias por intentar sacar a cocaleros del territorio. “Mi hermano nunca tuvo ningún problema. Lo único, una semana antes, habían hecho advertencias bosque adentro”, dice Abel Ríos. “Hay un grupo de 80 personas por una quebrada. Fuimos a hacerles una advertencia. Salimos de ahí y a los tres días, mi hermano salió al monte y de ahí lo mataron. Fueron los cocaleros, no hay otra”, indica Jorge Ríos.
“Queremos justicia, si es de los Ríos, que caiga, si es cocalero que caiga, pero justicia”, exclama Claudio García.
“No me puedo olvidar de Herasmo, porque yo trabajaba con él. Casa he hecho con él. Todo he hecho con él. Siento como si me hubiera quedado inválida: ¿de dónde voy a poder trabajar?, ¿cómo voy a poder comprar? Herasmo no tenía ningún conflicto con los cocaleros, ¿por qué lo han matado? No sé si serán los hermanos Ríos, no he visto, no puedo decir. Solo diosito sabe”, se lamenta Mary Mendoza.
A pesar de todo, los Ríos y los García coinciden en un punto. Se sienten abandonados por todas las autoridades estatales: jueces, fiscales, policías, gobernadores y alcaldes. Las denuncias contra los invasores, los pedidos de auxilio por las amenazas que reciben los dirigentes y los reclamos por investigaciones céleres sobre los últimos asesinatos están sin respuesta.
Además de la desconfianza a las instituciones, dentro de Puerto Nuevo hay un mal más difícil de curar: la sospecha de que el narcotráfico convive entre ellos, con arreglos bajo la mesa que terminan en asesinatos sin explicación.
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Hoy, Herlín Odicio está de vuelta en la comunidad de Yamino. No puede decir en qué casa exactamente se está quedando ni por cuánto tiempo permanecerá. Pero en la comunidad casi todo sigue tal cual lo dejó a inicios de este año. El río, las lluvias, las misas de la iglesia, los perros y los cerdos revoloteando. Quizá lo único nuevo es que ahora él porta un papel del Ministerio de Justicia, fechado el 20 de julio, que establece “acciones urgentes de protección” policial y legal por un “nivel de riesgo estimado como alto”.
“Yo espero que esto sirva para algo, el narco no va a parar. Seguro que en unos meses tendremos más malas noticias, solo espero no estar en ellas”, dice Odicio.
¿Vale la pena todo esto? ¿Aunque te maten?, le preguntamos. “Sí, es un inicio. No se resuelve todo, pero ¿sabes? Es como lo que hablamos de mi niñez. Yo siento muy feliz a ese niño que quería ser líder, estoy tranquilo. Como que me abriga. Esto quedará en la historia de mi pueblo. Es el inicio, sé que falta mucho, pero ya empezamos”.
*Los especialistas del Instituto de Defensa Legal solicitaron protección al Minjusdh para los indígenas amenazados que fueron entrevistados.