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Domingo

Eloy Jáuregui: “El virus es democrático. La atención a los pacientes es clasista”

Periodista y poeta.

Eloy Jauregui
Eloy Jauregui

Ha sido tres veces el paciente Eloy Jáuregui. Y todas esas ocasiones han terminado en relatos de no ficción narrados en primera persona. La primera fue cuando se aventuró en los laberintos del hospital Víctor Larco Herrera, para relatar la situación en la que vivían los internos de ese centro médico durante una huelga ocurrida en 1987. Luego estuvo en el Sheraton, el piso 11 del Hospital Rebagliati, de donde consiguió material para escribir una crónica a la que tituló “Noches de bisturí”. Su reciente experiencia como infectado por el coronavirus se convertirá en Asfixias, un libro en el que detallará los horrores de este mal al que ha vencido con dolor y humor. Eloy Jaúregui, el cronista que recorre Lima, tiene algo nuevo por contar.

¿Qué sientes por Lima?

Es una relación como de padre e hijo. Yo siento por Lima lo mismo que siento por mi viejo, por mi abuelo, por toda mi ascendencia, lo mismo con mi madre. Uno es la ciudad donde vive. Yo sé que soy así porque soy limeño. Pero no soy un limeño con comillas, de esos que aman los balcones coloniales. Yo soy un limeño de la Lima de los 50.

De la Lima migrante.

Así es, de la Lima de Matos Mar, del desborde popular. De la Lima que vino del Centro, de las urbanizaciones, pero también de la de Miraflores, de San Isidro, me encanta esa Lima, la Lima de los parques, de la Costa Verde, de la música y de la comida. Ese es mi antecedente genital. Mi ADN es limeño. Mi ciudad no es una urbe, es mi mamá.

¿Y qué sientes por los limeños?

Que son como yo, totalmente locos, desubicados, chiflados. Si la ciudad es totalmente descompaginada, asimétrica, desarticulada, no puedes esperar otra cosa. Te voy a dar un ejemplo, cuando subes al tren eléctrico en Villa el Salvador sientes siete aromas, conforme la gente sube y baja en los distintos paraderos, que son como veinte. El aroma de Villa el Salvador es distinto al de San Juan de Miraflores, o al de San Borja. Cambia cuando pasa por La Parada, o por el Centro, y vuelve a cambiar cuando entra a San Juan de Lurigancho. En cada área hay un perfume distinto. Sientes el perfume de un trabajador, de un estudiante, de una mujer bonita, de un oficinista, el perfume de la burocracia y el de los desocupados. Haciendo ese trayecto puedes conocer a la ciudad, a sus olores, de acuerdo a cómo se va acomodando la población. Y no es una cosa solo limeña. Pasa lo mismo en otras ciudades latinoamericanas, en México, en Sao Paulo. Es el desorden de las jerarquías. Hay una cosa racista y policlasista en la ciudad. Y a todo esto agrégale el aroma de los venezolanos. Si la Lima de Chabuca Granda tenía aroma a bouquet, esta Lima tiene el olor de trabajadores y de desesperados por la pandemia.

¿Piensas que la ciudad tenía alguna ventaja para enfrentar al virus o no tenía ninguna?

Yo creo que sí.

¿Cuál?

La desesperación de la pobreza. Nosotros que hemos comido en los agachados, en la Tía Veneno, que hemos comido el desmonte, que es algo que descubrí hace poco…

¿Qué es?

Ah, es algo que te venden en Gamarra, en La Parada, que es el vademécum de la cocina nacional, es lo que llaman Siete Sabores, pero que acá ya está desnaturalizado. El desmonte es la travesura y el destino de los miserables. Cuesta un sol cincuenta y allí te ponen todo lo que hay. Entonces, lo que te decía es que allí no hay ningún cuidado sanitario. Y por eso creo que estamos acostumbrados a vivir con los virus. En la ciudad no todos se bañan, porque es muy caro. Cuando daban la primera alerta sobre este mal decían: hay que lavarse las manos por 20 segundos. Pero con 20 segundos de agua, en las alturas de Ticlio Chico, la gente come una semana. No es posible que el peruano que vive allí sea igual al que vive en San Isidro, donde hay más agua.

¿Estás diciendo que teníamos cierta inmunidad porque vivimos en medio de la falta de higiene?

Sí, en medio de la precariedad. Mira, si uno no se baña, como ocurre con la mayoría de europeos, no le pasa nada, al contrario, se inmuniza contra ciertas bacterias.

Es muy buena teoría, Eloy, pero el virus ha avanzado sobre todo en zonas donde no hay agua.

Sí, es verdad. Pero hubiera avanzado más si nosotros no fuéramos tan pobres.

Ahora, mencionaste lo de Ticlio Chico, allí es donde arranca tu investigación sobre la pandemia, en los cerros de Villa María del Triunfo, y luego te vas a Pasamayito, que es este camino que une San Juan de Lurigancho con Comas. ¿Por qué empezaste allí?

Porque allí están las cumbres de la miseria. Fui también porque allí tengo un grupo de amigos que tienen clubes de madres, vasos de leche, son muy potentes y se ayudan. Yo trabajo asesorándolos, queriéndolos. No tengo mucho, pero aporto, y siempre he estado con ellos. Siempre me ha interesado el trabajo social y también estoy estudiando la Lima chicha. Yo he vivido un tiempo en Ventanilla Alta, en un pueblo joven que se llama Virgencita del Carmen, cerca a la Panamericana Norte.

Cuando empezó la pandemia, ¿qué fue lo más dramático que viste en esos lugares?

Que había personas que se morían en sus casas, hirviendo en fiebre. Yo los visitaba, protegido, y tomaba fotos con mi celular. Esa es una cosa espantosa, allí no hay oxígeno, no hay nada. Y yo no iba como un voyeur, como un morboso, iba porque quería saber qué podía hacer para ayudar. Pero no se podía hacer nada. Primero, porque para bajar de esos cerros te tenían que ayudar varias personas, porque hasta allí ya no llegaban los carros, ya no subían. Eran como cinco kilómetros, con curvas, para aquí y para allá, antes de llegar a la pista. El asunto es que se murió uno, luego otro, luego otra, y lo único que bajaban de los cerros eran los muertos, para llevarlos a algún lugar, o los enterraban allá mismo, cerca a sus casas.

¿Dirías que fuimos un poco ingenuos cuando empezó la crisis? Te lo digo porque al inicio decíamos que este virus era democrático, porque no discriminaba entre pobres y ricos. Pero esa percepción era falsa. La atención que iban a recibir los ricos era muy distinta a la que iban a recibir los pobres.

Yo sí creo que la pandemia es democrática. La atención a los enfermos es la clasista y jerárquica. Los ricos también se contagian, el asunto es que ellos se salvan. ¿Por qué? Porque tienen mejores posibilidades. Y el que tiene más posibilidades de morir es el pobre. Ahora, la gente puede decir: “Eloy, ¿y tú cómo te salvaste, si eres pobre?”. Quizá por ser periodista, y porque soy amigo de algunos médicos, que me han visto chambeando.

Entiendo que en el hospital 2 de Mayo murió un pariente tuyo: Héctor. ¿Cuánto tiempo estuvo internado?

¡El murió al día siguiente! Lo que pasa es que la gente pobre en este país va al médico cuando ya está hasta las patas. ¿Qué pasa en una casa acomodada? Si tienes fiebre, al toque te contactas con un médico. Los pobres no. Dicen: es una gripe, me va a pasar. Pero no, no te va a pasar. Además, hay otra cosa. No sé cómo estará ahora el 2 de Mayo, pero cuando yo fui había una cola larguísima, y allí se moría la gente, porque no entraba nadie más, estaban colapsados. Hay gente que se ha muerto en el taxi. Esta es la degradación humana más terrible que he visto. Y lo que a mí me ha pasado es que me he cargado de esas imágenes violentas, sobre todo del ahogo. La muerte por ahogo debe ser una de las más espeluznantes que existen.

Tú tuviste los primeros síntomas del mal el 16 de mayo, ¿cuántos días tuvieron que pasar para que los médicos que te veían te dijeran que ya estabas libre del virus?

Exactamente no lo sé, debieron ser unas tres semanas. Lo que pasa es que cuando yo sentí los primeros síntomas llamé a mi médico milagroso, Jorge Vigo, el máximo especialista en emergencias del Perú, ha sido jefe de emergencias del Rebagliati. Y le dije: “Me siento mal”. Fue casi como si me hiciera un triaje telefónico. Ojo, esto de la telemedicina lo hemos explotado. Es la primera vez que siento que las redes sociales sirven para algo, no solo para el chisme. En mi caso, es verdad que han ido a mi casa, unas tres o cuatro veces, pero luego todo lo han hecho por Internet. Entonces, te contaba, este médico Jorge Vigo lo primero que me preguntó era si tenía Halls Mentho Lyptus negro.

El que nadie se compra.

Sí, y lo bueno es que mi mujer tenía. Y luego el médico me pidió ajo, kión, cebolla, limón, y yo tenía todo eso, porque soy cebichero. Eso lo puse a hervir, hice inhalaciones, me lo tomé y la inflamación bajó. Esa fue la primera noche. Luego radicalicé el tratamiento, con medicamentos. Además, todos mis amigos se preocuparon. El Colegio de Periodistas abrió una cuenta para ayudarme. Gastón Acurio me envió su carro y un chofer, para que me ayudara a comprar la medicina. Otro amigo, Fernando Astorga, también me ayudó, me mandó, por ejemplo, las gotas de Ivermectina, que son este medicamento para perros, que ahora lo usan contra el virus.

En alguna de las columnas que publicaste durante tu tratamiento, en La República, decías que esperabas la muerte. ¿Qué pasaba exactamente en ese momento?

¡Me estaba muriendo, Emilio! Yo tenía el tratamiento pero no estaba sano. Ya no tenía fuerzas para nada, para coger algo, estaba en mi cama. La que manejaba mis redes era mi esposa: Marisabel, Marita, la Bizcochito (Se ríe). Ella era la que hacía las cosas. Yo deliraba. Tenía 40 de fiebre. Y la fiebre te trastorna.

¿Te han quedado algunas secuelas? ¿El insomnio, el dolor?

Todas las secuelas. Uso el buen humor ante eso, que es una de las cosas mías, no me enfado con facilidad. Pero el sufrimiento, la angustia y sobre todo el dolor son atroces. Yo he pasado por lo menos cinco días de los que no me acuerdo. He visto capítulos de series de Netflix que no recuerdo. Tampoco recuerdo cómo he escrito mis columnas para La República, que las he hecho en el celular, porque no podía sentarme frente a la computadora. He gritado de dolor y han tenido que sedarme. Y al final mi esposa también se contagió, la echaron del trabajo. Los dos hemos pasado los mismos dolores, cada quien en un cuarto, con 40 de fiebre.

Ahora, Eloy, vas a escribir un libro sobre este momento, pero no es la primera vez que cuentas tu experiencia cercana a los servicios de salud. En el 87 entraste clandestinamente al hospital Larco Herrera para contar la situación en la que vivían los pacientes. ¿Qué recuerdas de eso?

El miedo. Yo me disfracé de loco, aunque tampoco tenía mucha necesidad de hacerlo, tú sabes como soy. Y lo que quería hacer era una investigación, porque no dejaban que la prensa entrara al Larco Herrera. Había una huelga en el ministerio de Salud, y denunciaban que se estaban muriendo los pacientes, y que los enterraban allí mismo.

¿Eso era real?

No, no. Los llevaban a la morgue, nunca hubo entierros en el hospital. Pero morían 4 o 5 pacientes por día. Estaban desnutridos, con anemia. Y encima había una pelea entre el cuerpo médico, o sea el sindicato, y el ministerio. Pero nada de eso podía verse. La única manera de obtener información era entrar. Así que una mañana llegué al hospital y me preguntaron qué quería. Yo respondí: “Quiero matar a mi padre”. Y me internaron al toque, en el Pabellón 2, sin mucho trámite. Allí conocí lo que era la locura.

¿Cuántos días estuviste allí?

Tres días. Me robaron los zapatos, la ropa. Había unos locos que eran bien achorados. Y me tuve que escapar. Primero les dije que me quería ir, porque yo era periodista: “Bueno, señores, se acabó el jabón. Yo me voy, gracias”, les dije. Y me dijeron: “¿A dónde vas?”. Les respondí: “A mi casa”. Y ellos me contestaron: “Cómo te vas a ir, huevón. Tú estás internado por orden del médico. Acá todos quieren salir con ese cuento de que son periodistas”. No quedó otra que trepar la pared y tomar un bus en la avenida del Ejército. Con esa crónica gané algunos premios.

¿En qué medio la escribiste?

En la revista Quehacer. Pero, ojo, quiero aclarar que antes ya lo había hecho el ‘Chema’ Salcedo.

Con el ‘Chino’ Domínguez.

Claro. Pero ellos no se quedaron a dormir. Lo mío fue un poco más dramático.

Así que por segunda vez vas a contar tus experiencias extremas con los servicios de salud.

No, sería la tercera. Una vez, Guillermo Thorndike, cuando era director de La República, por llamado de mi madre, pidió a Luis Castañeda, en ese tiempo director del IPSS, que mandaran una ambulancia a mi casa para internarme. Yo estaba con una resaca terrible porque había perdido la “U”, me había tomado un ron. La cosa es que llega la ambulancia a la playa de estacionamiento de la residencial San Felipe y todo el mundo salió a ver a quién se llevaban. Yo también me preguntaba lo mismo. Finalmente, me llevaron. Eran tres tipos que me cargaron. Y lo único que yo les pedía era que me dejaran taparme la cara, como en el vals. Igual me vieron en la residencial, fue tremendo roche. Las señoras decían: “Pero si es el poeta”. Y otros murmuraban: “Allí está, pues, la poesía es maligna. Yo sabía que ese chico iba a terminal mal”.

¿A dónde te llevaron? ¿Al Rebagliati?

Al Sheraton, piso 11 del Rebagliati. Era el piso para los recomendados. Y me quedé una semana. Un psiquiatra venía a verme.

¿Un psiquiatra? ¿Qué pensaban que tenías?

Pensaban que era periodista (se ríe). Y yo escribí una crónica sobre esa experiencia, se llamaba: “Noches de bisturí”, para la República. Por allí debe estar.

En el portal Lima Gris, cuando has hablado de tu experiencia en el Larco Herrera, contabas que en el Perú de los años 80 se decía que los peruanos sufrían de neurosis depresiva, ¿tú dirías que Lima es una ciudad depresiva?

No, el Perú. Aunque Lima es la síntesis del Perú. Pero, a ver, cómo no va a ser depresivo ver el friaje; que la gente muera en Iquitos, sin oxígeno, y que luego vaya a una fosa común. Cómo no va a ser depresivo toda la corrupción en Chiclayo, en Trujillo, la pobreza. La depresión no es un estado psíquico sino económico.

¿El humor nos ayuda contra esa neurosis?

Nos ayuda a ser agónicos. Yo creo que el peruano es un ser agónico desde que nace hasta que muere. Un niño peruano tiene más posibilidades de morir que un niño chileno, o uno ecuatoriano. Y si comparas a un niño peruano con uno cubano, te das cuenta que en nuestro país los chicos no están protegidos de ninguna manera, son los seres más desafortunados del mundo.

Yo quiero insistir con lo del humor porque estaba leyendo el prólogo que escribiste para el libro El chongo peruano de Alexander Huerta y allí decías que el humor peruano, la ironía, “es un buen cicatrizante contra las grietas sociales”.

A ver, sí, en mis tiempos había una pastilla que se llamaba Contrita. Estaba la Contra, y la Contrita era su versión para niños. Ayudaba un poquito. Y con el humor pasa lo mismo, te sientes un poquito mejor, forma parte de nuestro ADN de sobrevivencia. Es bacán, pero si te ríes todo el día no comes. Oye, a veces mucha gente no me toma en serio porque piensa que estoy bromeando, esa es mi tragedia. Dicen: “Ya pues, tú sabes cómo es Eloy”. Pero así somos los peruanos, hacemos humor de la tragedia, es una cosa que viene de mucho tiempo atrás. Ricardo Palma era un tipo muy serio pero escribía con humor. También Sofocleto. Los costumbristas. De todos ellos me he nutrido.

¿Los limeños se ríen o se burlan?

Se burlan de las cosas, hacen ironía, como yo. Reírse sería una falta de respeto. Los peruanos somos irónicos frente al dolor. Buscamos la contradicción, eso es también lo que hago al escribir, estoy muy influido por la literatura cubana, busco cambiarle el sentido a las palabras, y eso se lo debo al maestro Guillermo Cabrera Infante.

He leído que el sentido del gusto te ha cambiado un poco por el mal, que has cambiado al pisco por los postres, ¿es cierto?

(Se ríe) No tanto. Mira, acá en la mano tengo un pisco Cuatro Gallos. Si me lo tomo me muero (se ríe).

¿Vas a volver al salón Hora Zero del bar Queirolo?

Justo hoy vino su dueño. Por supuesto que sí. Lo que me ha pasado, que no le pase a nadie, no me va a volver a pasar.

Ya que hemos hablado tanto de Lima, ¿qué significó Hora Zero, un movimiento de poetas provincianos, para el circuito limeño?

Hora Zero fue la primera explosión popular y nacional que existió en el país en 1970, que coincidentemente surgió con otros movimientos sociales, como las guerrillas, el gobierno de Velasco, las marchas de la CGTP, la clase obrera. Era una actitud política en la poesía. Y los únicos limeños en Hora Zero éramos Jorge Pimentel y yo, fue difícil abrirse paso, claro que sí.

Periodista formado en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es editor y reportero del suplemento Domingo de La República. También ha publicado en el diario El Tiempo de Colombia y La Tercera de Chile. Fue reportero de la sección política de este diario. Tiene un blog sobre fantasía (cuervosobrepalas.wordpress.com) y otro en el que comenta su trabajo periodístico (cambiodetitulares.wordpress.com)