El nacimiento del Hermanón¿Cómo ganó Ricardo Belmont la alcaldía de Lima en 1989? ¿Cuáles eran sus méritos? Aquí un adelanto del libro El outsider, el origen de los aventureros en la política peruana (Planeta, 2018), una investigación del periodista Umberto Jara.,El outsider, el libro de los aventureros en política,Los orígenes definen Aquella amplia popularidad, lograda a través de Panamericana Televisión encendió la maligna picardía de un personaje que habría de ser clave en el destino futuro del Colorado. El accionista más influyente de la estación televisiva era Genaro Delgado Parker, un personaje poseído por un espíritu mercantilista a ultranza y despojado de toda idea que no fuese otra que obtener ventajas para sí. Genaro cargaba con una huella tan intensa que parecía una marca hecha con un hierro candente: la pérdida de su canal, en 1971, arrebatado por la Junta Militar de Gobierno del general Juan Velasco Alvarado. Aquella experiencia lo convenció para siempre de que había una fuerza superior al dinero, y esa fuerza era la supremacía del poder de quien gobierna. Aún siendo transitorio y ejercido por un demócrata o un dictador, el poder político, mientras se ejercía, podía tomar rotundas y graves decisiones; por lo tanto, Genaro estaba convencido de que era fundamental la cercanía al poder político en todas sus formas: el presidente de la República en primer lugar, y detrás la escala completa: ministros, congresistas, alcaldes, militares y curas. Con esa convicción, orientó su actividad como empresario televisivo a obtener ventajas del poder retribuyendo o canjeando «favores» basados en el manejo informativo de sus programas. Al percibir la dimensión de la fama de Ricardo Belmont, a Genaro se le ocurrió una bellaquería: ¿y si en lugar de estar negociando con quienes detentaban el poder inventaba a su propio político para convertirlo en autoridad? Si Belmont lograba altos índices de audiencia, ¿no sería mejor convertir el rating en votos? Raudo como solía ser, encargó una encuesta privada que confirmó la idea surgida de su espíritu de tunante. Efectivamente, la gente, al ser consultada sobre la opción de que Ricardo Belmont Cassinelli postule para alcalde de Lima, respondió concediendo al locuaz conductor televisivo un apoyo superior al del resto de políticos que, en ese momento, se preparaban para la disputa electoral con el fin de llegar al municipio limeño. Genaro Delgado Parker había descubierto que un hombre sin ninguna preparación para ocupar un cargo público, desprovisto de todo conocimiento de gestión pública, ajeno por completo a mínimos conceptos de cómo gobernar la capital de un país, recibía la confianza ciudadana por el simple hecho de ser famoso, parlanchín y compadrero. Entusiasmado, convocó a Belmont para mostrarle los resultados y embarcarlo en la competencia. Para su desencanto, el Colorado se negó. Respondió con franqueza que no tenía ninguna preparación para una lid política. Genaro, para persuadirlo, utilizó métodos indirectos. Logró que se publicará un informe en el diario Expreso y una portada en el semanario Caretas, medios que en 1981 tenían influencia. En esas páginas lo anunciaban como el surgimiento de un fenómeno. Belmont no picó el anzuelo y mantuvo su negativa. Lima terminó eligiendo al candidato de la izquierda, el abogado cajamarquino Alfonso Barrantes Lingán. A FINALES DE AQUEL 1983, Belmont renunció a Panamericana Televisión. Se marchó manifestando que iba a dedicarse a trabajar para lograr el retorno de su propio canal, el canal 11. Se empecinó en conseguir la licencia para volver a poner en el aire al fugaz y modesto canal de televisión fundado por su padre. Se embarcó en trámites que, a poco de iniciarse, se estancaron ante el cerco de la burocracia. En medio de esos afanes, recibió nuevamente una propuesta de América Televisión para conducir un programa de cinco horas continuas de duración al que llamarían Sábados con Belmont. Era una barbaridad de tiempo, porque otra es la medida de los minutos en el oficio televisivo. Para quienes trabajan como productores de televisión, quince minutos de pantalla equivalen a una hora común y corriente; cinco horas ya empieza a tener cierto parecido con la eternidad. Pero el Colorado ya había demostrado tener el atributo que lo habría de caracterizar a lo largo de su vida: era capaz de hablar horas de horas sin necesidad de dejar un concepto o un análisis; era un especialista en el discurso fugaz, un artista en el liviano oficio de lanzar palabras al viento. Aceptó llenar las cinco horas en las tardes de todos los sábados de 1984. Puso una condición: que los directivos de América se comprometan a ayudarlo ante el Gobierno a fin de que le sea otorgada la licencia para volver a encender la señal del canal 11. Quienes lo escuchaban pensaban que era una terquedad que no cesaba, un sueño sin base, porque aun cuando le dieran una licencia, no tenía el grueso dinero necesario para poner en marcha una estación televisiva. Sin embargo, había otra razón detrás. Belmont había entendido la dimensión real de la propuesta que le había hecho Genaro Delgado Parker. No había rechazado ser candidato por humildad o, como había dicho en ese momento, por «no tener la preparación necesaria» para asumir un cargo público. No era esa la razón para un hombre que siempre se había aventurado, precisamente, a hacer todo aquello que no sabía. Belmont sabía ampliamente el significado del poder político, lo había sufrido en bolsillo propio. ¿Acaso no habían sido los militares ejerciendo el poder político quienes habían decretado la ruina de su familia? Entonces, si la encuesta que Genaro le había mostrado revelaba sus amplias posibilidades de éxito electoral, ese era un capital suyo que no estaba dispuesto a entregar al hombre de Panamericana Televisión para convertirse en el muñeco que se tendría que balancear al ritmo de los hilos movidos por el cazurro empresario. ¿Qué necesitaba? Un canal de televisión. Si con el único atributo de ser famoso la gente lo autorizaba y respaldaba para ser alcalde de la capital del Perú, necesitaba tener para sí la fuente de la cual emana el poder de la fama: un canal de televisión. Si se lanzaba a la política tenía que hacerlo teniendo para sí una estación televisiva a fin de no depender de los broadcasters que conceden pantalla de acuerdo a sus intereses. Su razonamiento era válido si, en los hechos, lograba tener un canal con suficiente audiencia. ¿Podía lograr una audiencia importante? Belmont estaba convencido de que eso era posible. Su lógica funcionaba de este modo: bastaba tener una pantalla a disposición porque él, con su popularidad, arrastraría a la gente. Así suelen pensar los que padecen el «síndrome de la fama de televisión». Suelen creer que son ellos y nada más. Después descubren que, en su gran mayoría, son entes adheridos a un logotipo, a una marca de la cual dependen. Pero lo esencial de aquel encuentro, entre Ricardo Belmont Cassinelli y Genaro Delgado Parker con la encuesta encargada por este, se puede resumir de este modo: fue un instante fatal porque el empresario de Panamericana Televisión había detectado que un hombre sin profesión, carente de preparación, ajeno a toda formación política y sin conceptos básicos para ejercer como autoridad podía derrotar a organizaciones políticas tan solo con los artificios de ser famoso, simpático y hablador. Este hallazgo lo entendió perfectamente Ricardo Belmont. Y estaba dispuesto a llevarlo a la práctica. Aquel mes de febrero de 1983 había nacido el germen de un fenómeno que los especialistas, años después, denominarían el fenómeno del outsider —el personaje ajeno a la política que irrumpe en el escenario y logra obtener el poder, sin importar si cuenta o no con capacidades para ejercer como autoridad—. Un fenómeno que, desde 1989, se habría de instalar categóricamente arrasando y destruyendo a los partidos políticos como un vendaval que terminaría derruyendo la frágil institucionalidad del país e instalando con tenacidad la atroz informalidad. Belmont fue el origen, el molde. Inmediatamente después asomaría Alberto Fujimori. Y después la avalancha, sea cual fuese el apellido —Toledo, Humala, Acuña, Guzmán— o sea quien fuese el personaje, hasta sumar centenares de desconocidos que se habrían de convertir en candidatos; lo cierto es que la presidencia, las alcaldías y los gobiernos regionales se convertirían en botines para individuos provistos de biografías similares a la de Belmont: ausencia de preparación, oficios diversos, nula pertenencia a la política, audacia sin límites y un ansia enorme de acceder al poder no para construir un mejor país, sino para construir su propio bienestar. Todos ofreciendo una virtud falsa: somos independientes, somos el cambio, somos ajenos a la política. Pero detrás del útil cliché ante un electorado harto de las promesas y latrocinios de los políticos, estos outsiders aspiraban a lo mismo que sus antecesores, tenían la misma perversa ambición con rostro distinto: el poder como pillaje para forjar la riqueza propia, para obtener el patrimonio que no podía construir su talento ausente, la mísera ambición de obtener fortuna sin la dignidad del esfuerzo. Belmont era el inicio, el fundador de la avalancha que en las siguientes décadas asolaría en el país. Pero en 1984 aún quedaba una ruta pendiente de ser construida por el creador, por la fuente original, por el molde desde el cual surgirían los outsiders: Ricardo Belmont Cassinelli. El Colorado. El Hermanón.