"Lo que pasa es que la gente se ha ido dando cuenta, gradualmente, del estilo de Keiko Fujimori y de los peligros que encierran para el país su prepotencia, su poca fiabilidad".,Claro que sus ayayeros ya comenzaron a decir que las encuestas están manipuladas -¿qué perdedor no ha dicho eso en la historia?-, pero lo cierto es que, esta semana, la lideresa de Fuerza Impopular, Keiko Fujimori, llegó al punto más bajo de su carrera política: 14 puntos de aprobación versus 82 puntos de desaprobación (más de 90 en los sectores A/B y en el sur del país). Es decir, prácticamente el sótano de la popularidad. ¿De quién es la culpa? También han sido sus ayayeros (a muchos de los cuales les pagamos el sueldo con el dinero de nuestros impuestos) quienes han salido a decir que es culpa de la prensa, de la izquierda caviar, de los comunistas y los terrucos, sin darse cuenta de que justamente ese discurso es el que ha aportado su tremendo grano de arena, digamos un rocón, en el desplome de la imagen de su jefa política. Pero no es sólo eso: lo que pasa es que la gente se ha ido dando cuenta, gradualmente, del estilo de Keiko Fujimori y de los peligros que encierran para el país su prepotencia, su poca fiabilidad (no hay nadie a quien le haya sido realmente leal, ni en su entorno político, ni familiar), su falta de experiencia, sus pataletas infantiles, su falta de visión de país, su mínimo aporte a la gobernabilidad y un larguísimo etcétera de errores. Tal vez, en su precario análisis, Keiko Fujimori pensó que, por muchos errores que cometiera, con un año de buena campaña política, digamos a partir del 2020, la gente se olvidaría de todo y votaría por ella. Se equivocó: es muy difícil que un político remonte estos niveles de impopularidad y, a estas alturas, es casi imposible que el electorado la tome como una opción seria, haga lo que haga y diga lo que diga. Posiblemente, si algo de sentido común le queda, haya dejado de culpar a sus adversarios por su desplome y esté buscando, por fin, culpables en su propio entorno, pero no debería perder de vista que la mayor responsabilidad de su situación (es decir, pasar de ser la candidata mejor aspectada en agosto del 2017, con casi 40 puntos, a ser el furgón de cola de la política, con 14 puntos, solo un año después) es de ella misma, pues jamás ha mostrado talla de estadista, gestos de grandeza y, menos, actitud de tolerancia y diálogo, características que debe mostrar todo aspirante presidencial. Para muestra un botón: se mandó a dar un mensaje en el que negaba ser la Señora K (al lado de una bandera que, ¡Oh, prodigio del subtexto!, mostraba una enorme K negra sobre fondo naranja), justo el día en que se convocaba a la primera gran marcha anticorrupción y, por si fuera poco, presentándose como la pobre víctima de una oscura conspiración, tremenda torpeza a la que nadie la obligó más que su absoluta falta de autopercepción. Tampoco podemos olvidar sus líos intestinos con su hermano Kenji, o su falta de dignidad al no saludar a Pedro Pablo Kuczynski, apenas se supo que era el ganador de las elecciones del 2016, o sus mangoneos en el Congreso para hacerle la vida a cuadritos, la manera en que permitió que sus propios voceros maltrataran a su padre o su convenida alianza con los sectores conservadores en contra de la educación con enfoque de género, los derechos de las minorías y las luchas de las mujeres. Obviamente, todo esto le ha pasado la factura. Y si no se da cuenta y enmienda rumbos (aunque sea para postular al Congreso el 2021) su caída será imparable y, probablemente, sea la primera Fujimori en ser borrada totalmente de la cara política del país. Una nueva salaverriada… No tiene ni un mes en el cargo y ya Daniel Salaverry tiene casi el mismo nivel de desaprobación que su ama y señora. Pero tampoco es que el muchachote no haya hecho los méritos para merecerlo. No solo ha sido uno de los parlamentarios del fujimorismo que más exabruptos ha cometido, sino que tiene tan poco criterio político que esta semana se atrevió a pechar al presidente de la República hasta llegar a la impertinencia, justo cuando debió quedarse callado en todos los idiomas. El miércoles pasado, Martín Vizcarra, después de presidir el Consejo de Ministros, se acercó al Congreso a dejar una serie de propuestas de ley y se encontró con que el presidente de ese poder, nuestro inefable Daniel Salaverry, no podía recibirlo porque estaba en un cónclave de su agrupación política en Cieneguilla, como si no hubieran tenido todo el tiempo del mundo para hacerlo en sus vacaciones parlamentarias, que terminaron unos cuantos días antes. En lugar de hacer un mea culpa, que hubiera sido más digno, Salaverry acusó al mandatario de darle un “golpe bajo” al buscarlo cuando no estaba (como si fuera papel del presidente cuidarle las espaldas), poniendo en evidencia su falta de tino. Vizcarra, con buen reflejo, respondió que no sabía que, para ir al Congreso, tenía que pedir permiso. Tal vez por eso es que el jefe de Estado tiene un ascendente 49% de aprobación en las encuestas, mientras Danielito apenas llega a 13%.