Recuerdo y semblanza de la gran poeta peruana que nos dejó esta semana, en esta ocasión José Miguel Oviedo escribe sobre de la entreñable poeta Blanca Varela. José Miguel Oviedo Para mí, la muerte de Blanca Varela es una doble pérdida: desaparece una amiga entrañable y una poeta que yo admiraba mucho como una de las figuras más importantes de la poesía peruana y de todo el continente. Mi amistad con Blanca es muy larga y debe haber comenzado hacia 1961, después de que Sebastián Salazar Bondy me la presentó en pleno centro de Lima, tras haber vivido ella en Estados Unidos. A partir de entonces, empezamos a vernos con mucha frecuencia y en diferentes lugares: en su casa, en reuniones con otros amigos, con José María Arguedas en la Peña Pancho Fierro (allí conocimos a Carlos Fuentes) o en casuales encuentros que nos permitían charlar en privado. Hablábamos de todo –de libros, de arte, de otros amigos, de anécdotas de la vida literaria, a veces entre risas–, pero tengo una duda: ¿me habrá hablado alguna vez de ella misma como poeta, como “intelectual”? Creo que Blanca tenía un gran pudor, una timidez cerval –casi una aversión–, que le hacían difícil tocar esos temas tan frecuentes en otras personas que se autoglorifican por el simple hecho de dedicarse a tareas intelectuales o artísticas. Esa auténtica y elegante discreción, que yo tanto apreciaba, tuvo un efecto, indeseado pero que ella asumió plenamente, sobre su producción poética: su obra fue, sobre todo al comienzo, exigua y discontinua. Sospecho que no se sentía muy segura de lo que escribía y que la idea de publicar quizá le producía una sensación de incomodidad o la de estar reclamando una atención que no merecía. Por eso comenzó a hacerlo un poco tarde: sólo gracias al estímulo y apoyo de Octavio Paz, a quien conoció en París –un período clave para ella–,publicó Ese puerto existe (1959), su primer libro, que lleva el tan citado prólogo de Paz, quien además le sugirió el título. Yo mismo puedo ahora revelar algo que pocos saben: tuve que vencer su natural resistencia y casi arrancarle de las manos el original de Valses y otras falsas confesiones (1972), para que lo publicase en el Instituto Nacional de Cultura. Y, por cierto, huía de recitales y cualquier clase de presentaciones públicas. Sólo después de la aparición en México de su primera recopilación Canto villano (1986), los lectores del continente pudieron descubrir quién era realmente ella: una notable poeta, una voz original que expresaba la inquietud y el malestar profundos del vivir concreto. Hay en su poesía una constante sensación de ansiedad casi imposible de calmar: si todo está acosado por la mentira, la falsedad y el engaño, ¿cómo asegurarse de que sus propias palabras no sean parte de la misma absurdidad y traición que trata de conjurar? Esa cuestión es el trasfondo del acto poético y, en verdad, de todo gesto estético. Pero sus referencias al mundo doméstico, el familiar y aun el social están siempre exentas de todo patetismo o prédica fácil. Su visión es agónica, pero contenida, austera, lúcida, intensa y a la vez contenida: nos revela su intimidad pero a través de una veladura, como la del pudor con el que vivió. Saber que hemos perdido esa voz es algo a lo cual será muy difícil acostumbrarnos. La República, Edición Impresa.