El revés de morir
Escribe: Augusto Thorndike.
“Yo no me río de la muerte”. El gordo no escuchaba. No hacía caso. ¿Estarás allá arriba con Javier? ¿Con el loco Calvo? ¿Arriba? Allí no hay hogueras que encender, viejo. Sigue la luz, que sí la tenías dentro. Eso somos, finalmente. No hay arriba, ni abajo. La revolución está en otra parte; es cuestión de dimensiones. Recuerdo que discutíamos sobre política. Te reclamaba que cambiaras tu postura. Era un joven pelucón que no entendía nada.
¿Política? ¿En el Perú? Ahora, observo a tu nieto, Julián, al que nunca conociste, y por fin te entiendo. Seguro que te equivocaste. Yo me equivoco todos los días; sino nunca aprendería. Todos estamos condenados a esa inexorable paradoja. La muerte libera a nuestra alma de este infierno. Sé que no dabas más. Vivir de lo que escribías fue una ilusión imposible. Te terminó matando.
Allí estaba mi madre, tu querida Charo, con los labios morados; había intentado resucitarte desesperada. ¡Qué sabrá de primeros auxilios! Me la imagino gritando: “¡Guillermo, despierta!” dándote golpes en el pecho. El tiempo, en presencia de la muerte, se había detenido. Estabas echado en la cama con los ojos abiertos. ¿Aún me podías ver? La costra fermentada que habías sido yacía inerte en un charco de sudor. El último grito, plasmado en tu boca. Pasó la eternidad en un segundo. Tu mirada, vacía ya, reflejaba a lo lejos, cada vez más lejos, mi presencia triste. Gentilmente te cerré los párpados y te besé la frente helada. Llegué demasiado tarde para decirte que te quiero; para decirte que no importa, papá. Que me perdones, que te perdono. ¿Llegué justo a tiempo?
Al día siguiente íbamos a almorzar, ¿recuerdas? Regresabas de Buenos Aires. No habías salido de vacaciones en diez años y te dio pataleta cuando el doctor argentino te dijo que suspendas todo para internarte en la clínica. Niño grande, para bien y para mal. ¿Cómo habrá sido esa pantagruélica cena antes de embarcarte a casa?
“Yo no me río de la muerte, simplemente sucede…” Al ritmo de dos cajetillas al día, con las pupilas dilatadas, furiosas, comandabas el cierre del diario. ¿Valió la pena tanto sacrificio? La gente no entiende a los periodistas. Gitanos. Locos. Corremos hacia las llamaradas de la explosión. ¿Y al final de qué sirve? ¿Qué nos queda? ¿Algún feroz titular que lentamente se desvanece en el amarillento archivo de la memoria? Escogemos ver y contar. Nunca dejamos de reportar. La vivimos para que otros sepan cómo es. Nos exponemos, desnudamos lo más íntimo. ¿Para qué? ¿Para que nos insulten todos los días? “No hagas caso”, fue siempre tu distraída respuesta. Sin embargo, debajo de esa coraza había un niño asustado.
Ahí están, todavía, esos zapatitos diminutos bañados en bronce. El miedo nos obliga, pero también, a veces, nos paraliza. Quedamos como un venado ante las luces altas de un camión de carga. ¿Así te pegó? Sístole. Diástole. ¿Te pasaron la película antes de que te vayas? ¿Qué viste? “Simplemente sucede, que no tengo miedo de morir…” ¿Escuchaste el violín endiablado de Damián? ¿El cajón profundo de Don Zambo? ¿Viste, por un instante, alguna noche encendida de jarana? ¿La osadía de sacar a bailar a la mismísima Valentina en un callejón olvidado? Sístole. Diástole. ¿Te la escribieron tan vibrante como ideaste la de Banchero? Un grito hacia adentro. “Solitario y solitario”.
Silencio. Clic. Clic. Es la foto para la chaqueta del libro. Un hippie barbón con pantalón acampanado y botas de cuero gastadas. “Ponte el saco, Guillermo… no se verá el pantalón”. Vino hacia ti olfateando “Pepe Perro”, tu fiel poodle negro. Se acomodó elegantemente a tu lado. Te hizo estallar con esa risa que llenaba la casa entera. Clic. El Chino congeló así una de las más hermosas apariciones de tu alma. En la misma habitación donde dejaste de existir está esa imagen colgada en la pared. El antídoto para la muerte. El revés de morir.