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Opinión

El conflicto interminable (II), por José Rodríguez Elizondo

La interrogante de esta segunda entrega es si hubo alguna vez, en Israel y en la región, un conato de enfrentamiento con la complejidad.

José Rodríguez Elizondo
José Rodríguez Elizondo

La sinopsis histórica de mi columna anterior pudo demostrar (espero) por qué no puede haber soluciones simples para problemas complejos. Y tan simple es la pretensión de los fundamentalistas israelíes que quieren recuperar las fronteras bíblicas, como la de los fundamentalistas islámicos que quieren que Israel desaparezca. Son soluciones simples pero imposibles e inadmisibles, porque suponen la eliminación de “el otro”. Por eso, la interrogante de esta segunda entrega es si hubo alguna vez, en Israel y en la región, un conato de enfrentamiento con la complejidad.

EMERGENCIA DE ARAFAT. En el ámbito palestino, la autoidentificación nacional impulsó una mayor autonomía respecto a las potencias de la Liga Árabe. Fue un proceso gradual con contenidos económicos, diplomáticos y militares, iniciado bajo la conducción de Yasser Arafat, oriundo de Egipto, líder de Al-Fatah y cofundador de la Organización de Liberación Palestina (OLP).

Tras sucesivos fracasos de sus emprendimientos armados y convertido en incordio para algunos gobiernos árabes, Arafat logró montar un aparato institucional estable. Buen negociador, obtuvo recursos proporcionados por organismos internacionales y por gobiernos árabes que admitían la posibilidad de reconocer a Israel.

En el ámbito regional, potencias árabes como Siria y Líbano —a las cuales se uniría Irán en 1979, en el frenesí de la revolución islámica— apoyaban a grupos con métodos terroristas, entre los cuales Hamás. Con base principal en Gaza, esta organización conflictuaba a Arafat y su OLP, pues su carta política era de un fundamentalismo extremo. En lugar de negociar con Israel, había que hacerlo desaparecer. La metáfora era empujar a los judíos desde el río (Jordán) hasta el mar (Mediterráneo).

En el ámbito global, las superpotencias de la Guerra Fría mantenían este conflicto bajo las reglas del juego de suma cero, con la Unión Soviética asumiendo la causa árabe-palestina y los Estados Unidos la de Israel. Una paradoja ideológica para el Kremlin, visto el origen socialista del movimiento sionista, pero explicable por el metabolismo del petróleo. La ONU, por su lado, aunque poco relevante dadas las limitaciones de su carta, creó la agencia UNRWA (sigla en inglés), para proporcionar ayuda a los palestinos, los grandes perdedores de esta historia. Aquí operaba el metabolismo de la demografía expresado en la Asamblea General.

Todo esto contribuía a normalizar un estatus de beligerancia, con guerras recurrentes, treguas tácticas y el binomio terrorismo-represalia.

CHISPAZO DE PRAGMATISMO. La sucesión de victorias militares de Israel, junto con sus progresos económicos y tecnológicos, redujo la beligerancia de Egipto, su enemigo principal. Como vimos en columna anterior, tras su derrota en la guerra de los Seis Días, el presidente Anwar Sadat hizo una movida de pacifismo audaz: fue el primer líder árabe en visitar y reconocer a Israel, hablando ante la Knesset y firmando un tratado de paz.

Aunque su gesto le costó la vida —fue asesinado en 1981 por fundamentalistas de la Jihad Islámica—, dividió al mundo árabe del rechazo y favoreció el inicio de un proceso de distensión con fuerte apoyo del presidente Jimmy Carter en los Estados Unidos. Fue una paz fría, si se quiere, pero con proyección a árabes y palestinos pragmáticos, formalizada en la cumbre conocida como Camp David I y coronada con el Nobel de la Paz para Sadat y Menachem Begin, el primer ministro israelí.

MOMENTO DE INFLEXIÓN. El fin de la Guerra Fría potenció ese nuevo contexto. Sin superpotencia soviética que avalara lo inaceptable de un Estado judío, representantes de Israel y de la OLP pudieron reconocerse como interlocutores legítimos, dispuestos a negociar de manera formal. Ello sucedió en la Conferencia de Paz para el Medio Oriente de 1991, en Madrid, con sólido apoyo de Felipe González.

Fue el preludio de una negociación israelo-palestina, con facilitadores noruegos, que produjo los Acuerdos de Oslo de 1993. Con estos fraguaba un compromiso complejo y gradualizado, que contenía devolución y canje de territorios, fin de la política de asentamientos y la obligación de negociar otros grandes temas pendientes, entre los cuales el estatus de Jerusalén y el retorno de los refugiados. Liderado en los territorios palestinos por Yasser Arafat y en Israel por el primer ministro Yitzhak Rabin y el canciller Shimon Peres, ese compromiso tenía como horizonte la instalación de un Estado palestino independiente, bajo el lema “paz por territorios”.

El expresidente de los Estados Unidos Bill Clinton apoyó esa negociación con entusiasmo y la solemnizó con una emblemática cumbre en la Casa Blanca. Las fotos del momento muestran el shake-hands de Rabin y Peres con el rais (jefe) Arafat, en la Casa Blanca, ante un complacido anfitrión. En Oslo, la reforzaron con el Premio Nobel de la Paz para los tres grandes actores.

WISHFUL THINKING. Entre bambalinas podía discernirse un escarmiento mutuo. Para los palestinos, porque tantas décadas de hostilidades y víctimas les significaron, además, enfrentamientos duros con gobiernos árabes y no les permitieron recuperar un centímetro del territorio que les reconociera la ONU. Para los israelíes, porque tantas décadas de victorias les enseñaron que la superioridad militar no bastaba para poner fin a su conflicto. Peor aún, los obligaba a hipotecar su desarrollo y asumir una vida bajo amenaza permanente.

Parafraseando un dicho del excanciller israelí Aba Eban, parecía que israelíes y palestinos comenzaban a actuar razonablemente, después de haber cometido todos los errores posibles.

Desafortunadamente, fue un buen deseo apresurado.

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