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Opinión

La muerte de nuestros héroes, por Rosa María Palacios


Rosa María Palacios
Rosa María Palacios

Un Papa y un premio nobel de literatura mueren con apenas 8 días de distancia. El primero a los 88 años y el segundo a los 89. Largas y fructíferas vidas dedicadas al servicio de las causas que abrazaron. Ambos, en mundos muy diferentes, defensores de la vida y de la libertad de los seres humanos. Su pérdida deja una ausencia significativa porque su presencia en nuestra sociedad ha sido mas potente y duradera que la de ningún otro coetáneo de presencia mundial.

Puede sorprender que un escritor agnóstico y severamente crítico de la iglesia católica tenga algo en común con un Papa. En materia liberal, pueden discrepar en mucho. El Papa tenía serias dudas sobre las bondades del libre mercado; sobre las libertades que los seres humanos tienen sobre su sexualidad, no tenía ninguna. La iglesia católica se opone doctrinariamente a muchas conductas que el Nobel peruano promovía. Sin embargo, no es en esas diferencias puntuales en las que puede ser imposible la tarea de escribir una columna sobre ambos en las que me quiero detener. Es en una característica que en este mundo frio y calculador parece olvidada: el profundo humanismo de ambos.

Vargas Llosa fue un campeón en la defensa de los derechos humanos, usando la gran tribuna que su superlativo talento para la literatura le había dado. El último sobreviviente del Boom latinoamericano se dio el tiempo y el interés en abogar en contra de cuanta injusticia viera, siempre después de estudiar, preguntar y documentarse bien. Así, su voz fue importante no sólo para el Perú, sino en el mundo entero. Trató, sobre todas las cosas, de ser un hombre justo en la defensa de la libertad y no cayó en los fanatismos que tanto desdeñó y denunció. Creyó en el libre albedrío, la autonomía de la voluntad de los humanos para construir esa gran aventura que son las sociedades libres.

El Papa Francisco fue el pastor que corre a buscar a esa sola oveja que se perdió. Quería ir a los márgenes, al descarte, a los olvidados. Su misión estaba ahí, donde la Iglesia ya no estaba. Quiso rescatar al migrante, al refugiado, a los niños violentados, a los presos, a los pobres, a las minorías sexuales y, por supuesto, a las mujeres. Mezcló su carisma, simpatía y humor con la firmeza del que sabe cuándo se tiene que diferenciar al pecador del corrupto (ese que ya no se arrepiente de nada y se pierde en su soberbia). ¿Por qué 250,000 personas se acercaron a su humilde ataúd de madera y otras 250,000 colmaron la plaza San Pedro y las avenidas contiguas para su funeral? Porque este hombre, “que vino del fin del mundo”, como él decía, toco sus almas haciendo el bien. Millones de católicos y no católicos lo respetan hoy porque ha hecho de nuestra Iglesia un lugar seguro, de acogida, de “caminar juntos”.

He preguntado a algunos sacerdotes cuál de todos los hechos de Francisco creen que tenga más trascendencia en el futuro. “La revolución normativa que se ha dado en materia de abusos dentro de la iglesia” me ha contestado el padre Javier Abanto, fraile dominico peruano que reside en Roma y que ha cubierto toda esta semana de luto como periodista. No es el único. El Papa mismo tuvo un camino de reconocimiento y de ilustración para entender la gravedad de los daños y la profundidad de éstos dentro de las estructuras de la Iglesia y eso lo llevó a tomar decisiones radicales en cumplimiento de ese evangelio al que siempre fue fiel:  “pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar” dice Jesús en el evangelio. Cristo, que no condena a nadie en los cuatro evangelios, solo condena a quien abuse de un niño. Así de grave. En esto, como en tantas otras cosas, el Papa no defraudó. La disolución del Sodalicio y ramas afines, pocos días antes de su muerte, coronó un férreo trabajo que manda una señal clara e inequívoca sobre la tarea que queda por hacer.

Hace unos días, en una entrevista, Paola Ugaz, periodista peruana que investigó los crímenes del Sodalicio, decía que, si no fuera por Mario Vargas Llosa y por el Papa Francisco, probablemente ella y Pedro Salinas hubieran terminado presos por denunciar y ser la voz de decenas de víctimas de la hoy liquidada secta. No le falta razón. Vargas Llosa desde sus columnas, el Papa desde sus potestades, pusieron al centro a las víctimas y defendieron con firmeza a aquellos periodistas que las defienden. La libertad de expresión, para ambos, era un bien mayor, que no debía ponerse en riesgo bajo el yugo del autoritarismo o de los vicios de poderes fácticos que buscaban acallarlos.

Ambos compartieron algo más. Con tristeza, también lo dijo Cristo, “nadie es profeta en su tierra”. El Papa tuvo la prudencia de no regresar nunca más a Argentina, para no hacer sufrir a la iglesia un agravio. Vargas Llosa ha tenido también que ser testigo de enormes ingratitudes. Pero a ambos, en su muerte, se les ha aparecido el elenco completo de los que quieren salir en la foto para ver si les salpica algo del cariño popular que cosecharon.

En estos tiempos tan desolados en lo que a liderazgos se refiere, teniendo tan pocos referentes en el Perú de personas trabajando por el bien común, la partida de ambos, en fechas tan seguidas, deja un hueco en el alma  difícil de llenar para quienes los teníamos como personas cuya generosidad con el mundo deja un legado riquísimo.

Sin embargo, si las muertes generan tristeza, la alegría de esas inmensas vidas y de haber compartido la historia, queda para siempre. A Mario Vargas Llosa le debo enormes gestos de generosidad y el trato cariñoso que tuvo conmigo. Al Papa Francisco no lo conocí personalmente, pero le debo la transformación, para bien, de mi iglesia. Ambos serán, siempre, inolvidables.

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