El domingo pasado hubo elecciones generales en Uruguay (primera vuelta presidencial, parlamentarias y un par de ambiciosos plebiscitos). En tres semanas se disputará la segunda vuelta entre Yamandú Orsi --candidato del Frente Amplio (centro-izquierda) – que obtuvo el 44% de los votos y Álvaro Delgado del oficialista Partido Nacional (centro-derecha) que consiguió el 27%. Será una elección muy reñida, pero no agónica: nadie se jugará la vida en las ánforas. De hecho, para ser honesto, yo podría decidir mi voto tirando una moneda al aire. Las instituciones y prácticas democráticas, y las inercias socioeconómicas serán largamente más importantes que cualquiera de este par de eficientes, experimentados y moderados gestores. Para un peruano se trata de una situación francamente extraña y, en realidad, teniendo en cuenta la situación de la democracia en el mundo, diría que se trata casi de una anomalía global.
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La campaña de esta primera vuelta puede leerse como una larga competencia en la que todo el mundo sabe que el resultado final será uno previsto y, sin embargo, nadie quiere terminar de convencerse de que el destino, como en un drama griego, habrá de cumplirse. Por tanto, a lo largo de la temporada aparecen anticipos de novedades que nunca terminan de cuajar.
En esta campaña la novedad rupturista la encarnó Andrés Ojeda, candidato del tradicional Partido Colorado. Un abogado de 40 años que jugó la carta de la juventud, la de ser el representante de “lo nuevo sobre lo viejo”, preocupado por las mascotas, confiado en los signos zodiacales y entregado al gimnasio. Ojeda resultaba a ojos del establishment uruguayo, un outsider producto del marketing y las redes y, sobre todo, encarnación de la frivolidad.
Con mis lentes de turista la imagen era menos drástica. Hace unas semanas le leí una entrevista en la que, explicando, una vez más, por qué él representa lo nuevo, afirmaba: “Se acabaron los tiempos donde discutíamos Marx o Mariátegui; hoy leemos Harari y Castells”. ¡Felizmente es el frívolo! Más recientemente, le preguntaron cuál sería su política frente al crimen y lejos de presentarse como el terminator salvador de la patria proponía que la prioridad fuese dar continuidad a una mesa interpartidaria sobre la cuestión. Por último, se trataba de un outsider candidateando por un partido fundado cuando el Mariscal de Santa Cruz daba inicio a la Confederación Perú-Boliviana, en 1836.
A la postre, el candidato sorpresa obtuvo 18% de los votos y no pasó a segunda vuelta. Pero se habló de él más que de nadie. El hambre de novedades. No se venden periódicos anunciando que esta mañana volvió a salir el sol.
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Como canta El cuarteto de nos, “si en marzo es novedad, es viejo en abril”. Tras la elección, Ojeda ya no acapara reflectores. Ahora los recibe un candidato abiertamente antisistema –Gustavo Salle, este sí con un discurso que mezcla las peores intuiciones de la extrema derecha e izquierda (las conspiraciones, el rechazo a las vacunas) -- que ha logrado… 3% de los votos.
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Junto con la elección presidencial y de Congreso los uruguayos votaron por un plebiscito que, de haber sido aprobado, hubiera producido una hecatombe económica y un terremoto político. Se proponía que la edad de jubilación se adelante a 60 años y liquidaba el sistema privado de pensiones, las AFP. La iniciativa asustó. Pero muy pronto leí con verdadero asombro al politólogo Adolfo Garcé quien llamaba a la calma porque en el Uruguay, aseguraba, los plebiscitos solo triunfan si tienen el apoyo de los partidos políticos y, en esta ocasión, la iniciativa sindical no contaba con el respaldo de ninguno. En otras palabras: en Uruguay la sociedad no derrota a los partidos. Lo leí con incredulidad. ¡Qué confianza en el sistema, en las instituciones, en los hábitos, en las recurrencias!
Lo que no me resultaba una sorpresa era que, gradualmente, este plebiscito obtuviera más atención que la elección presidencial. Después de todo, esa votación sí podía traer un cambio sustantivo a la vida del país. Pero al final se cumplió el vaticinio de Garcé y la iniciativa quedó muy lejos de ser aprobada.
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El comentario más recurrente en esta campaña subraya la apatía y desinterés ciudadano. De un lado, me parece normal. Pienso que la política uruguaya tiene mucho de un verso de Luis Hernández: “como todo es igual, nada turba”. De otro lado, también es consecuencia de un país acostumbrado a contar con unos políticos que cuando no son heroicos son tremendos estadistas. Y esa generación se acabó, los Sanguinetti, Mujica, Tabaré Vázquez, Danilo Astori… Me parece inevitable que la ciudadanía se sienta algo huérfana ante el nuevo elenco de correctos gestores.
Sin embargo, me pregunto ¿cómo sería la participación ciudadana cuando las elecciones realmente excitaban a la población? Porque, en realidad, hay una movilización considerable. En las elecciones primarias que deciden quiénes serán los candidatos de cada partido –y que son facultativas—votaron cerca de un millón de ciudadanos en un país con tres millones y medio. Y durante la campaña, al menos en Montevideo, es común ver banderas partidarias adornando carros, otras colgadas de balcones y ventanas, es frecuente pasar delante de locales partidarios y a cada esquina uno se topa con militantes entregando propaganda. Comparado con el resto del mundo, esta parece una elección del siglo XX.
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¿Cómo se sabe cuando uno está en América latina? Tengo un método casi infalible: uno levanta la cabeza y verá rejas. Uruguay es --en ese y otros sentidos-- plenamente latinoamericano. Mucha gente cree que Uruguay es una suerte de incrustación europea en América latina. No lo es. Es, en cambio, una América latina decente, sin las formas más agraviantes de la injusticia.
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Antes de la elección leo el análisis del politólogo uruguayo Daniel Chasquetti. Para conjeturar posibles escenarios de la elección al senado utiliza como referencia las elecciones de 1962 y la de 1946. ¡1964 y 1946! No sé si hay alguna otra democracia donde elecciones de hace 60 u 80 años sean analíticamente relevantes para pensar escenarios electorales actuales.
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La elección uruguaya revela más que un equilibrio institucional o una estabilidad política: trasluce una suma de aguerridas persistencias. La de partidos políticos fundados cuando faltaban varias décadas para que se crearan Italia y Alemania, el Blanco y el Colorado, y el otro, el nuevo conocido como el Frente Amplio, que fue fundado en 1971. El 90% de los uruguayos vota por ellos tres. Debajo, la estabilidad de las lealtades e identidades: los tres partidos obtienen casi lo mismo que en la elección de 2019 y se mantiene una división en mitades entre el Frente y el resto de los partidos que funcionan como coalición. Se repite también unos resultados electorales que se sobreponen a una división entre el país rural (inclinado al partido nacional) y el urbano (más frenteamplista). A su vez, en Montevideo, la división política se sobrepone a una netamente socioeconómica, con los sectores populares prefiriendo a la izquierda y los pudientes –al sur de la simbólica Avenida Italia-- a la derecha.
Y debajo de todo, tal vez la persistencia más particular y uruguaya de todas: hace cincuenta años que el país tiene alrededor de tres millones de habitantes. Lo cual tiene un impacto decisivo en la prosperidad de la nación: la torta crece y los comensales son casi los mismos por décadas (comparemos eso con el Perú que tenía 17 millones de habitantes en 1980 y 44 años después bordea los 34 millones).
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Asegura Adam Przeworski --uno de los politólogos más respetados del mundo-- que las democracias están en problemas cuando atraviesan una de dos circunstancias: cuando el resultado de las elecciones es irrelevante pues no produce consecuencias importantes y, en la situación opuesta, cuando sus efectos son demasiado graves para quien las pierde.
¿Cae la elección uruguaya en el primer escenario de Przeworski? No lo creo. O, al menos, aún no. En definitiva, los plebiscitos –en tanto instancia electoral institucionalizada—procesan de manera democrática y legitima cosas muy sensibles y relevantes. No obstante, el mundo partidario lo hace menos. Las identidades políticas son históricas y muy fuertes, pero hemos visto casos en el mundo en los cuales estas se diluyen si no vienen acompañadas de distinciones sustantivas en la esfera programática.
Y el turista que soy percibe que en el Uruguay está mucho más firme el pacto político-institucional que el contrato social. Me explico. Mientras que la democracia sigue siendo firme, con actores decididamente comprometidos con ella, muchas de las coordenadas básicas de la convivencia social no aparecen igual de estables. Se percibe un malestar frente a un estado de bienestar menos efectivo que antes pero igual de eficaz a la hora de cobrar impuestos; una inseguridad que avanza rápidamente, con tasas de homicidios mayores a las de Chile o Argentina; una nueva pobreza visible en las calles y con particular predominancia en la niñez; una economía poco dinámica; un sistema escolar con muchos problemas para retener a los estudiantes hasta el final del colegio…
Me da la impresión de que el sistema político --en su satisfecha estabilidad-- puede eventualmente erosionarse si no es consciente de la brecha que se abre frente a unas condiciones sociales que no transpiran una satisfacción ni estabilidad semejante. A ojos de este turista, la tarea de quien finalmente resulte elegido presidente pareciera ser reducir la distancia que se abre entre el sólido pacto democrático y el fatigado contrato social y así asegurar la persistencia legítima de esa frase tan reiterada según la cual “como Uruguay no hay”.