Doña Dina Boluarte, la señora que ocupa, cada vez más precariamente, el sillón presidencial, parece no comprender que, al paso que va, se irá del Gobierno con un triste récord: el de haber llegado a ser la jefa de Estado más impopular del planeta. Según las más recientes encuestas de opinión (Datum e Ipsos), ella atrae el rechazo de nada menos que el 92 por ciento de los peruanos. Para decirlo en términos brutos, de los 34 millones 39.000 habitantes de ese país, la detestan 31 millones 315.880 personas. Si el odio ciudadano fuera una fuente de energía renovable, con eso tendríamos para calentar toda la zona andina, refrigerar la Amazonía y, de paso, mandar al diablo ese monumental forado llamado Petroperú.
Pero, claro, mientras el hate popular crece como la espuma, ella —la destinataria— anda muy oronda de quirófano en quirófano, como si algún bisturí mágico pudiera arreglar las fealdades de su gestión o protegerla de lo que ella y sus ayayeros han dado en llamar “terrorismo de imagen”, un adefesio lingüístico que solo refleja lo alterada que la ponen las cada vez más frecuentes denuncias de los entripados de su régimen y del pacto mafioso con el que cogobierna.
Pero si la doña ha sido capaz de tomar venganzas infames contra el coronel Harvey Colchado solo por el pecado de haber expuesto (literalmente) sus trapos sucios a nivel nacional, ¿se imaginan lo que podría hacer si lograra imponer esa iniciativa mamarrachenta —la de una ley contra el “terrorismo de imagen”— con la complicidad del Congreso? ¡Vamos! No quedaría periodista independiente ni encuestadora seria con cabeza, porque, en su delirante cerebro, ellos son los principales “responsables” de su pésima imagen. Y, para llevar el absurdo al extremo, también terminarían procesados como terroristas los 31 millones 315.880 de peruanos que —incluyéndome— opinan lo peor de ella.
Y ya que hablamos de Colchado, hay que ser muy torpe para no percatarse de que pretender humillarlo mandándolo a patrullar calles es el mayor favor que le podrían haber hecho. Gracias a ese giro mezquino y revanchista de parte de la presidente —porque, no se hagan, esa orden solo puede haber venido de ella, por la vía del fujitroll que funge de ministro del Interior y de los mandos policiales sometidos a su conveniencia— está logrando convertir al exjefe de la Diviac en una suerte de héroe popular. Basta ver el apoyo que, tras la pretendida afrenta, ha recibido en redes sociales.
Es que la gente sabe que la trayectoria de Colchado no comenzó con el allanamiento a la casa de Dina Boluarte. Él no solo es uno de los héroes de la operación Chavín de Huántar (la “niña de los ojos” del gobierno de Alberto Fujimori), por la que fue ascendido, sino también el policía que puso las esposas al camarada Artemio, líder los remanentes del terrorismo senderista, tras un largo trabajo de infiltración e inteligencia en la selva. También fue uno de los que desbarataron la organización de Fernando ‘Lunarejo’ Zevallos y, hace poquito nomás, estuvo en el equipo de captura de Pedro Castillo tras su esperpéntico golpe de Estado.
Méritos le sobran, pero lo que lo hizo realmente popular fue cuando, respondón y canchero, les paró los machos a Carlos Tubino y Jorge del Castillo en una sesión de la comisión que investigaba la diligencia judicial y policial que se realizó en casa de Alan García el día que este se suicidó. Fue cuando, requerido por la prensa, pronunció la frase que quedó para la historia: “¿Qué culpa tenemos nosotros de que las personas que están vinculadas a la política hagan actos de corrupción?” También fue, probablemente, el momento en que la ultraderecha le bajó el dedo.
Por todo eso, ser la víctima de humillaciones y mezquindades de parte del poder no hace sino destacar su figura y, sobre todo, marcar el contraste entre la dignidad con la que ha construido su carrera, siempre del lado del interés nacional y la disciplina institucional, con la bajeza y el oportunismo que han marcado la trayectoria de la poderosa mujer que ahora se empecina en destruirlo. Si los asesores presidenciales tuvieran un par de neuronas en sincronía, se darían cuenta de que, en un país donde no existen personalidades a las que las masas puedan tomar como referentes éticos y los políticos andan más desacreditados que un editorial de Willax, Colchado puede terminar siendo justamente eso: la antítesis de todo lo que de despreciable y cuestionable tiene una mandataria con el 92 por ciento de peruanos en contra.
Obviamente, esa posibilidad ni siquiera les pasa por la cabeza y siguen con su campaña de demolición que, en la derecha peruana, ha terminado siendo siempre un bumerán. A ese paso, Colchado puede terminar siendo justo lo que más temen: un peruano que, por oposición, terminará teniendo el apoyo de los 31 millones 315.880 que odian a Boluarte y sus aliados. ¿No me creen? Bueh, todo es cuestión de que en alguna de las futuras encuestas planteen la pregunta.
Tampoco me sorprendería que, por esas ironías de la política —de las tantas que nos regala cada día—, en unos años, rehabilitado y repuesto en sus funciones, sea Harvey Colchado quien escolte, bien enmarrocada, a nuestra hoy mandataria a responder, por fin, por los muertos, por los Rolex, por las trapacerías del hermano y por las violaciones constitucionales que apañó para mantenerse en el poder.