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Opinión

Crimen y castigo: el auge de la inseguridad en las ciudades, por Javier Herrera

La proporción de hogares de estratos socioeconómicos más bajos víctimas de la criminalidad es el doble que la del estrato más alto.

larepublica.pe
Javier Herrera

Aun en el contexto del moroso crecimiento económico, el incremento de la pobreza (+8.8 puntos de alza en 2023 respecto al nivel prepandemia de 2019) y el débil crecimiento del empleo adecuado que afectan directamente los bolsillos de millones de peruanos, la inseguridad ciudadana ha pasado a ocupar el segundo lugar de lo que la población considera como el principal problema del país. Según la ENAHO, en el segundo semestre de 2024, un 39,4% consideró la delincuencia como el principal problema del país, un incremento de 7.2 puntos porcentuales respecto al mismo semestre de 2023 y de 11.6 puntos respecto a 2021.

La percepción de inseguridad no debe ser, como algunos políticos piensan, desdeñada por tratarse de un sentimiento o una percepción, pues dicha percepción es un importante factor que determina su comportamiento cotidiano, ya sea en su vida privada o en sus actividades laborales y negocios. El temor de no poder circular libremente sin arriesgarse a ser asaltado, no poder administrar el negocio sin ser víctima de extorsionadores, o no poder iniciar obras de construcción sin deber pagar cupos de “protección” a pretendidos sindicatos de obreros, son no solo privaciones de los derechos fundamentales, sino que también tienen consecuencias económicas que desincentivan las inversiones y conducen, cada vez más, al cierre de negocios tanto medianos como pequeños.

La inoperancia del Gobierno para, al menos, detener la ola de criminalidad que ha sumido en el terror a la población, tiene igualmente un impacto en la confianza que los ciudadanos depositan en los encargados de mantener el orden, proteger a los ciudadanos y castigar a los delincuentes. Dicha confianza está actualmente por los suelos: según cifras del semestre enero-junio de 2024, el 78,5% de la población no confía en la policía y un porcentaje similar, el 79,9%, tampoco confía en el poder judicial, las dos instituciones encargadas de mantener el orden e impartir justicia. La confianza en ambas instituciones nunca ha sido elevada, pero la situación se ha agravado este último año en el caso de la policía (+2.6 puntos). La pérdida de confianza en las instituciones puede desembocar en la convicción de que la población debe asumir la responsabilidad de velar por su seguridad y de castigar, aspectos que en una sociedad democrática son atributos y funciones propias del Estado. El negocio de la seguridad privada y el de venta de armas de fuego para la protección personal no solo tiene un costo económico, sino que también puede llevarnos a una espiral de violencia. Según cifras de la Sucamec (citadas por Gestión, 4/10/2024), solo en la primera mitad de 2023 se registró un aumento de más del 50% en el número de permisos para portar armas, comparado con todo 2022. Esto es consistente con el hecho de que, según la Enapres, en 2023, el 37,4% de la población de las grandes ciudades admite haber adoptado medidas de seguridad para prevenir la delincuencia.

Para combatir la inseguridad ciudadana, es necesario tener un diagnóstico preciso de la criminalidad. Las cifras de denuncias policiales sobre las cuales se basan las estrategias de lucha contra la criminalidad no dan cuenta de la verdadera dimensión del problema. Como lo revela la Encuesta de Presupuestos por Resultados (Enapres) realizada por el INEI en 2023, un 84% de las víctimas no denuncia el hecho delictivo. La no denuncia se debe esencialmente, según los entrevistados, a la ineficacia de la acción policial (alrededor del 40% lo considera una pérdida de tiempo) y al hecho de que tan solo el 5% de aquellos que sí denunciaron obtuvieron resultados positivos. Es necesario referirse a dicha encuesta para constatar que el porcentaje de personas que han sido víctimas de algún hecho delictivo, que venía disminuyendo regularmente desde 2011, ha revertido marcadamente esa tendencia a partir de 2021, pasando primero del 20,2% al 25,2% en 2022 y al 29,8% en 2023, un crecimiento de 9.6 puntos porcentuales en apenas dos años.

Dos hechos comprobados contribuyen a la mayor percepción de inseguridad. En primer lugar, la proporción de robos a mano armada respecto al total de robos ha aumentado, pasando del 5,9% al 13,4% en 2023. Una aceleración del crecimiento se observa a partir de 2018, coincidiendo con la instalación en el país de violentas bandas criminales. El segundo es la alta proporción de personas que han sido víctimas de delitos más de una vez. En 2023, la cifra de revictimización alcanza al 46% de la población de las grandes ciudades.

El análisis de la encuesta Enapres nos revela un aspecto que tiende a pasar desapercibido en el contexto de la extensión de la criminalidad en todas las ciudades: la proporción de hogares de estratos socioeconómicos más bajos víctimas de la criminalidad es bastante superior a la de los estratos más altos. Mientras que el 20,9% de las personas del estrato E de extrema pobreza (el más bajo entre 5 estratos) fue víctima de un robo o intento de robo de dinero, cartera o celular en la capital, en el caso del estrato A (el más alto), solo el 9,4%, es decir, menos de la mitad que en el estrato más pobre, fueron víctimas de dicho delito. En los estratos B y C, la tasa de victimización va del 11,7% al 13,5%. En el estrato D, que puede ser considerado como pobre, el 16,7% fue víctima de robo.

El Censo de Población Penitenciaria 2015, impulsado por el exministro del Interior Gino Costa con la colaboración del INEI, revela datos importantes para las estrategias de lucha contra la delincuencia, como por ejemplo el hecho de que el 47% de los internos que residían (y cometieron delito) en la capital, lo cometieron en un distrito distinto al de donde residían antes de ser internados, y esa proporción varía según los niveles de criminalidad. El porcentaje de delitos cometidos en su mismo distrito es más elevado en los distritos de alta incidencia de criminalidad, mientras que aquellos con baja incidencia “importan” delincuentes venidos de otros distritos. Así, en San Juan de Lurigancho, el 76,9% de los internos que residían en ese distrito delinquieron allí, mientras que en distritos como Surco, Lince, San Miguel, Los Olivos, entre otros, más del 70% de los internos cometió el delito en otro distrito.

La política que consiste en declarar estados de emergencia en ciertos distritos no ha tenido los resultados esperados, como lo demuestra la reciente investigación publicada por el Consorcio de Investigación Económica y Social (CIES)*. Los autores encuentran que declarar el estado de emergencia en el Callao “no redujo la victimización en el corto plazo y, en el mediano plazo, el único efecto observado fue la disminución de la victimización con arma, y que, una vez culminado el periodo de estado de emergencia, se constató un efecto rebote, es decir, un repunte de la victimización”. Otro de los efectos que se intuían fue confirmado por el estudio: el crimen se desplazó hacia otros distritos, tanto por el hecho de que se reasignaron recursos a la zona en estado de emergencia, debilitando la presencia policial en las otras zonas, como por el propio comportamiento de los delincuentes, que fueron a delinquir en esos mismos distritos con presencia policial disminuida por la misma política de estado de emergencia. En suma, la estrategia consistió en desvestir a un santo para vestir a otro.

(*) Hernández, Cozzubo y Román (2024). ¿A costa de qué?: impacto de corto y mediano plazo de los estados de emergencia en el Callao sobre la seguridad ciudadana, violencia de pareja y el bienestar social. CIES.