En mayo pasado, tras siete meses de bombardeos y destrucción incesantes, y cuando quedaba poco por devastar en la franja de Gaza, Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí amenazó con invadir Rafah, la ciudad fronteriza con Egipto, en el extremo sur de Gaza. Para entonces, la población de Rafah había pasado de 275,000 a 1.4 millones, de acuerdo a las Naciones Unidas, debido al flujo de desplazados que huían de los bombardeos de sus hogares en otras partes de Gaza, mientras Israel declaraba Rafah “zona segura”. En un raro gesto de desafío a Netanyahu, Joe Biden declaró oponerse a la invasión, advirtiendo que reconsideraría seguir mandando armas a Israel, con lo que se abría un haz de esperanza para la paz. Pero el efímero teatro de sanción no pasó de una pausa simbólica. Y pronto sucedió lo impensable: Israel procedió a invadir y bombardear esta ciudad sobrepoblada obligando a desplazarse a nuevos y antiguos habitantes a otro desplazamiento, destruyendo cerrando la más importante puerta de ingreso de ayuda humanitaria. La hambruna empezó a expandirse mientras Israel impedía el ingreso a filas interminables de camiones con comida y otros bienes urgentes. Las epidemias empezaron a ganar terreno, siendo los niños las principales víctimas.
Ante el agravamiento de las masacres y otras atrocidades israelíes, y habiendo este país desoído todas las sentencias e invocaciones la Corte Internacional de Justicia de la ONU que le ordenaban detener y prevenir cualquier acto de genocidio en atención a la denuncia en curso de Sudáfrica, otra corte decidió actuar. El juez Karim Khan,
de Corte Penal Internacional, que a diferencia de la Corte Internacional de Justicia, juzga personas y no Estados, solicitó orden de captura internacional, entre otros, contra el Netanyahu , por crímenes de guerra y lesa humanidad. La medida sorprendió a muchos, por ser un juez puesto por el gobierno conservador de Inglaterra, otro aliado acérrimo de Israel. La esperanza para la paz volvió a abrirse, en algo. Pero ni Biden ni los parlamentarios de EEUU se inmutaron y, en una suerte de burla a al mundo y a la justicia internacional, persistieron con su invitación con alfombra roja Netanyahu para que hablar en el Parlamento, donde congresistas republicanos y un nutrido grupo de demócratas lo ovacionado de pie, 53 veces en 55 minutos. Parlamentarios aplaudiendo a un hombre buscado por genocidio y crímenes de guerra, y sin conciencia de la ética y sin el temor del juicio de la historia. ¿Suena conocido?
Luego de este rendido acto de vasallaje y ridículo de su mayor aliado y proveedor de armas, Netanyahu se sintió con la licencia para incendiar lo que quedaba de la pradera y ordenó una seguidilla de asesinatos de gran calibre, que incluyó el jefe de Hezbollá, un grupo armado importante de Líbano, y el jefe político de Hamás Ismail Haniyeh, principal negociador para el cese al fuego, cuando asistía a la toma de mando del nuevo presidente Irán. Tres provocaciones de guerra a tres países ya bastante enojados con el genocidio de palestinos en pocos días. Biden, lejos de contener los impulsos homicidas de su amigo “Bibi”, los refuerza con una flota armada y el continuo envío de armas e intenta, más bien, disuadir una respuesta en represalias por parte de Irán y Líbano, y Hamás. Una perfecta ilógica en acción, consecuente con su sometimiento a la voluntad de Netanyahu en diez meses de desastrosa inacción.
Quedaba claro que Biden, un sionista confeso, no pondría una línea roja a Netanyahu, cuya licencia para matar era ahora absoluta. Este límite lo puso desde el comienzo la ciudadanía, con sus propios cuerpos. El día anterior al arribo de Netanyahu al parlamento, un grupo de 400 ciudadanos judíos de la organización civil Jewish Voice for Peace (Voces Judías por la paz), logró ingresar al lugar para protestar por su visita. Exigían de Biden un embargo inmediato de armas a Israel, dejándose arrestar mientras oraban cánticos de paz. Otros miles, coreaban afuera en las calles “nosotros somos la línea roja” que Biden no puede cruzar, dando una lección cívica de humanidad al mundo.
Por esos mismos días, Biden había decidido renunciar a su candidatura a una segunda presidencia, cediendo la posta a Kamala Harris, quien no tardó en iniciar campaña. Su ausencia en la presentación de Netanyahu y sus anteriores afirmaciones que mostraban empatía para con los palestinos, hicieron pensar a muchos (me incluyo) que su posible presidencia traería un cambio en la política exterior. Pero mis esperanzas se desvanecieron rápidamente cuando en una presentación pública, Harris se impacientó ante un grupo de palestinos que le gritaba: “te apoyaremos si dejas de enviar armas a Israel”, “para el genocidio”. Un clamor que tendría que ser universal. Pero Harris luego de declararse demócrata los mandó callar: “sigan así si quieren que gane Trump”.
Aunque la escala material de la violencia en Gaza y los territorios ilegalmente ocupados por Israel en Palestina no es comparable a la del Perú, la escala moral sí lo es. Porque la impunidad, la arbitrariedad y las atrocidades no pueden avanzar sin límites, menos cuando son promovidas o avaladas por los propios gobernantes y autoridades, no importa de qué país se trate.
Y, porque aunque parezca que solo me he referido a Gaza, lo que me motivó a escribir esta columna fue una columna Mirko Lauer el pasado 28 de junio en este mismo diario. En ella, el reputado poeta decía no explicarse por qué Boluarte era tan rechazada, afirmando: “no ha habido ni hay motivos para que deje del cargo”, porque “salvo esa matanza inaugural que cometió, sus faltas son más bien menores [sic]”. Reproduje esta cita en mi página de Facebook hace unos días con el siguiente comentario: “La normalización de la barbarie ocurre cuando los ilustrados le dan su aval”. Recibí varios comentarios, pero el que quisiera reproducir es el del siempre sagaz Farid Kahhat que, valga la redundancia, me exime de mayores comentarios: “Es como cuando el gobierno de Viktor Orbán dice que, salvo por su participación en el Holocausto, el dictador de su país, Miklos Horthy, fue un "estadista excepcional””.
Como será obvio por lo dicho, yo no espero más de gobernantes y autoridades. En cambio, cifro mis esperanzas en lo que podemos hacer nosotros, los y las ciudadanas. En el Perú, sectores que permanecieron pasivos cuando los campesinos del sur se movilizaron exigiendo democracia y justicia por los muertos a manos de este gobierno, ahora despiertan y se dan cuenta de que la barbarie les toca de cerca y está avanzando más de lo que están dispuestos a tolerar. Hoy confrontan a las autoridades en los espacios públicos, incriminándoles y expresando su enojo en su propia cara, cerrándoles el paso, reclamando esos espacios -- lo único que nos queda-- para sí. La idea es simple, pero potente: se trata de no darles tregua a los gobernantes y autoridades en su intento de normalizar la barbarie. ¿Existe causa más justa?