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Opinión

Soras y Pativilca no se olvidan. Lo que está haciendo este Congreso tampoco, por Juliana Oxenford

“Hemos tocado fondo. Lo estamos aceptando todo desde la pasividad de un pueblo golpeado que no reacciona. Hay que luchar por lo que es justo”.

larepublica.pe
Juliana Oxenford

Un bus. Un trayecto. Siete paradas. Piedras. Armas de fuego. Terroristas que suben y bajan. Ingresan a una localidad y matan. Abordan nuevamente el vehículo del terror y algunos kilómetros más adelante vuelven a descender, vuelven a masacrar. Más de un centenar de campesinos asesinados a sangre fría. Ciento diecisiete vidas apagadas y ningún maldito senderista condenado. Hasta hoy, casi cuarenta años después, nadie ha recibido condena por la que fue la matanza más cruel y sangrienta perpetrada por Sendero Luminoso. Hasta hoy y ahora, quizás nunca paguen por lo que hicieron.

Era julio de 1984 cuando seguidores de Abimael Guzmán interceptaron un autobús de la empresa Cabanino que se dirigía a Soras, Ayacucho. Llegaron entre treinta y cuarenta asesinos disfrazados de policías y militares liderados por Victor Quispe Palomino. Todos listos para ejecutar el plan de aniquilar a humildes y pequeños agricultores que se oponían a levantarse en armas y sumarse a las filas del grupo genocida más cruel de la historia del Perú. Por decirle no a la guerra, estos miserables terroristas atacaron a niños, mujeres y ancianos a punta de hachas, escopetas y cuchillos. La vida no valía nada. Cuatro décadas después, la vida sigue sin valer ni un poco para quienes pretenden cortar la raíz de una historia donde las memorias de los muertos aún claman justicia.

De los mismos creadores del “terruqueo”, esos mismos que creen que defender los derechos humanos te convierten en subversivo —en criminal— acaban de aprobar una ley para perdonar a los que dicen odiar. Todo esto con tal de salvar a un exdictador que podría volver a ser condenado.

Con sesenta votos a favor, este Congreso que solo se representa a sí mismo para defender sus intereses aprobó en primera votación una ley que establece la prescripción de delitos de lesa humanidad. Ese grupo de crímenes que no tiene límite de vigencia, no tiene fecha de caducidad, no vence, pero que, según un grupo de parlamentarios, ya no deben ser castigados. «Borrón y cuenta nueva», piensan. «Aquí no pasó nada», murmuran mientras piensan en los militares y la dupla de asesinos (Fujimori y su socio Montesinos) que saldrían “limpios” de los casos que aún tienen pendientes con la justicia.

Si la idea inicial era librar de una sentencia al exdictador Alberto Fujimori del caso Pativilca, donde integrantes del grupo paramilitar clandestino de nombre Colina secuestraron, mataron y torturaron a seis “supuestos” terroristas. Hoy, los autores de esta ley inhumana e indolente están regalándoles también impunidad a militares, policías y terroristas homicidas.

Esos mismos que se llenan la boca y se atribuyen un proceso de pacificación en el que ni siquiera participaron se están por convertir en los principales escuderos de Sendero Luminoso y el MRTA.

Aunque lo nieguen o pretendan vendernos una lectura equivocada de lo que manda la ley, todos —terroristas y no terroristas— terminarán recibiendo la misma gracia de un Poder Legislativo que ha demostrado hasta el cansancio que es capaz de todo con tal de resguardar lo único que les preocupa: su impunidad. Eso que está muy lejos de los intereses y necesidades de un país que ya ha perdido demasiado para ceder —además— su memoria, su dignidad.

No es casualidad que un día después de esta vergonzosa aprobación, el ilegalmente indultado Alberto Fujimori haya anunciado a través de su abogado que si la ley se aprueba en segunda instancia (hecho que seguramente sucederá), él mismo se encargará de solicitar su aplicación acogiéndose al beneficio de la extinción de la pena. En pocas palabras, y a pesar de que el propio Vladimiro Montesinos aceptó su responsabilidad por los delitos de desaparición forzada y homicidio en la masacre en Pativilca, como esta matanza ocurrió antes del año 2002 (cuando aún no entraban en vigencia el Estatuto de Roma y la Convención sobre Imprescriptibilidad en el Perú para crímenes de lesa humanidad), ninguna tortura, secuestro, asesinato o desaparición podrá ser ya investigada y, por lo tanto, tampoco condenada.

Hemos tocado fondo. Lo estamos aceptando todo desde la pasividad de un pueblo golpeado que no reacciona. Estamos permitiendo que se silencien para siempre los ecos de esas voces que ya no existen. Hemos llegado al punto donde nos hemos dejado convencer de que el Perú no puede estar peor y —por lo tanto— somos solo testigos indignados incapaces de luchar por lo que es justo. Para ganar al menos una batalla, hay que levantarse y pelear. No lo estamos haciendo, aunque lo peor está aún por llegar.

Treinta y cuatro años después de la década más corrupta y letal de la que hayamos logrado sobrevivir, es increíble que volvamos al mismo lugar como si las heridas hubiesen marcado solo la piel y no el alma. Tenemos al peor Congreso de la historia, que agenda sesiones diarias para la próxima semana porque la legislatura se les acaba pronto. Para ellos hay todavía pan por rebanar y suficiente Constitución por violentar.

Fuerza Popular y sus aliados saben que no hay límite de velocidad y menos de moralidad. Se sienten omnipotentes, todopoderosos. Lo más triste es que —ahora mismo— sí que lo son.

Ni siquiera les interesa cómo serán recordados cuando el poder se les agote y la justicia, aunque tarde, por fin llegue. Quién hubiese imaginado que uno de los más recalcitrantes críticos del gobierno fujimorista terminaría convirtiéndose en un amnésico parlamentario defensor no solo de dictaduras, sino también de terroristas. Fernando Rospigliosi no solo forma parte de la fuerza naranja que actúa con sangre roja en el ojo. Además, terminó siendo —junto con su colega José Cueto— uno de los impulsores de esta macabra ley.

Nos dicen que el Código Penal no incluye los términos “lesa humanidad” ni “crímenes de guerra”. También nos dicen que trabajan por y para el Perú y que cada uno de sus abusos son parte de su labor parlamentaria. Resulta que se autodenominan tan respetuosos de las libertades de las personas que hacen caso omiso a las advertencias de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.

Y es que los derechos solo existen cuando se trata de ellos o de sus eternos dioses. Por ellos y para ellos, no hay regla de juego que no puedan cambiar. No solo son capaces de lo que hace rato están haciendo. Están dispuestos a mucho más con tal de ganar esta guerra donde tienen a un noventa y tres por ciento de ciudadanos que los repudia, pero que, mientras el contrincante no se manifieste, el trofeo lo siguen levantando ellos con la misma fuerza con la que se cargan a todo un país.

Y ahora, ¿quiénes son los verdaderos “terrucos”? ¿Los que defienden la vida, la dignidad, la justicia o los que desde su trinchera de derecha bruta y achorada buscan amnistiar a senderistas y emerretistas?

Soras y Pativilca no se olvidan. Y este Congreso oscuro, maquiavélico y defensor de asesinos tampoco.

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