Rafael López Aliaga –de paupérrima gestión al frente de la Municipalidad de Lima– ha dejado abierta la posibilidad de postular a la presidencia de la República.
Ha dicho que si no ve una “ruta clara”, evaluará presentarse (por cierto, incumpliendo su palabra de quedarse los cuatro años de su mandato como alcalde). Fuera del despropósito –y el insulto a los vecinos– que significa que una autoridad que no ha hecho absolutamente nada bueno por la ciudad venga con esos alardes mesiánicos, es central ponerse a pensar en lo que ocurrirá en el 2026 (o antes, aunque esta posibilidad parece cada vez más lejana).
Ya es medio ocioso el debate sobre si vivimos o no en una democracia. Si me preguntan, resulta obvio que no, que nos gobierna una confluencia autoritaria, no solo mafiosa sino profundamente inepta. Y, aun así, da más miedo pensar en lo que puede llegar.
El siguiente proceso electoral, con tantos “partidos” y aspirantes que un día se levantaron, se miraron al espejo y se soñaron en Palacio, apunta más a parecerse a una tómbola, a una rifa de mal gusto.
Por eso, creo que lo único que nos puede salvar es que quienes tienen intenciones de tentar la suerte se iluminen y se sienten a conversar para darle forma a una coalición que ofrezca un gobierno serio. No hablo, desde luego, de incluir a todos, sino a quienes tienen, por lo menos, una vocación democrática y no cargan sospechas de corrupción.
Una coalición que vaya desde la centroizquierda a la centroderecha, que se sustente sobre mínimos indispensables. Acá algunos: el mantenimiento de la solidez macroeconómica, un sistema de salud que no sea una vergüenza y una mejor educación pública. Yo sé que esto suena a quimera, a pedirle demasiado a una clase política que siempre se esfuerza en demostrar lo diminuta que es. Pero las cosas van tan mal que lo único que nos queda por ahora es soñar con que algo así sea posible.