La memoria histórica de los peruanos cobija tres agravios colectivos. Una suerte de traumas irresueltos que en muchos sentidos configuran identidades resquebrajadas. La conquista española, la independencia y la derrota en la guerra con Chile perduran como acontecimientos irresueltos. El predominio de la idea de nación desintegrada, y ese nosotros, como experiencia de comunidad integrada, aún nos es esquivo. Sin duda, todo ello también marca la agrietada ciudadanía cultural y política que nos caracteriza.
La guerra con Chile puso a prueba justamente esos frágiles lazos de cohesión que caracterizaron las primeras cinco décadas de la historia republicana. Hasta antes de la guerra, lo que había predominado en el sistema político peruano fue la sucesión de regímenes militares protagonizados por una galería de caudillos. El único presidente civil había sido Manuel Pardo, quien se puso a la cabeza del primer intento por desterrar esa cultura política violenta y darle estabilidad a la joven república, pese a que la riqueza del guano ya había ingresado a un declive terminal.
Para calibrar la tradición autoritaria de la época, no basta sino recordar que el ascenso de Pardo y el partido civil al poder estuvo rodeado del magnicidio del presidente saliente José Balta, a manos de los hermanos Gutiérrez, que encarnaban la resistencia del militarismo a dejar el poder. Sobrevino esa reacción estelar, aunque sangrienta, de la población civil limeña, que no se detuvo hasta asesinar a los Gutiérrez y colgar sus cadáveres en las torres de la catedral. Sin embargo, la estela del terror no se detendría, ya que, al concluir su mandato, Pardo sería asesinado por el sargento mayor Melchor Montoya, encargado de la seguridad del Congreso. Antes, Pardo había sido electo presidente del Senado.
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Tales fueron los antecedentes inmediatos de la guerra, y por si fuera poco, ya iniciado el conflicto, al presidente en ejercicio Mariano I. Prado no se le ocurrió mejor cosa que solicitar al Congreso un viaje al exterior para hacerse cargo personalmente de la compra de armamentos. Sobreviene la dictadura de Piérola, y el descabezamiento de la defensa militar, por su temor creciente de ser desalojado del poder. Desarmados, con la división y el mutuo enfrentamiento entre la élite política, ciertamente era poco lo que se podía esperar de la tropa para defender el territorio de la república. Pese a los actos de heroísmo en la campaña del sur, sobrevino el asedio a Lima con escenas dantescas de inmolación y de patriotismo para defender la capital; como esos escolares casi adolescentes del colegio Guadalupe, o la élite académica y científica de San Marcos.
La resistencia se trasladó al centro andino del país, bajo el liderazgo de Cáceres y una vanguardia de líderes civiles y militares, que lograron resolver diferencias internas y poner en movimiento una idea de nación que se fundaba en una ciudadanía armada, con derechos políticos, y cuya manifestación más visible había sido el sufragio. Esos cuerpos del ejército y esas columnas de guerrilleros mestizos e indígenas que siguieron a Cáceres eran portadores de una cultura política republicana con signos plebeyos.
Sus tradiciones, símbolos y experiencia militar se remontaban a las guerras de la independencia, cuando mantuvieron los ideales republicanos intactos ante el ejército español que había ocupado toda esa región. Luego, esas milicias habían participado intensamente en las guerras civiles entre los caudillos, y se habían alineado en uno u otro bando, según sus intereses y expectativas. Pero lo cierto es que, dejando a un lado ese faccionalismo, se alinearon ante el ejército invasor y exhibieron un nacionalismo épico.
Pese a la victoria chilena en Huamachuco, la resistencia en la sierra central se hacía cada vez más consistente, y el peligro era que tal escenario derive en una guerra social interna, de consecuencias impredecibles, sobre todo para el ejército invasor que no podía seguir prolongando la ocupación. Sobrevino el grito de Montán en el norte, y el imperativo de firmar la paz a cualquier costo. El ascenso a la presidencia de Cáceres estuvo rodeado del aura y apoyo popular, justamente por la defensa de la soberanía nacional en los Andes y sostenida por esa ciudadanía republicana andina. Con el país agotado y el Estado sin recursos, uno de los desafíos del régimen cacerista fue desmilitarizar a esas milicias que ahora reclamaban ciudadanía social y económica: educación, salud, vivienda, recursos, trabajo y propiedad. Sobre los escombros de la derrota, quedaba el amargo recuerdo del saqueo de la riqueza nacional perpetrado por la ocupación, como en la Biblioteca Nacional, la universidad de San Marcos; hasta el hermoso y monumental Gran Reloj de Lima, creado por el sabio Pedro Ruiz Gallo, fue robado como botín de guerra
La crisis social, política y económica en parte por el Contrato Grace se hizo más insostenible cuando Cáceres intentó perpetuarse en el poder, y debió hacer frente a la alianza de civilistas y pierolistas. Fue tal la actitud del héroe de la Breña que condujo a un historiador usualmente ponderado como Basadre a decir: “Cáceres debió morir en Huamachuco”. Una nueva guerra civil asoló casi todo el territorio peruano, y el epílogo sería una nueva toma multitudinaria de Lima, con montoneras armadas lideradas por Piérola, con miles de cadáveres en las calles de la ciudad por la obstinación del Gobierno.
La tregua entre civilistas y demócratas condujo al presidente Piérola y sus aliados a llevar adelante una de las reformas políticas de mayor durabilidad en el sistema electoral peruano. Restringir el derecho al sufragio solo a quienes sabían leer y escribir. Tal fórmula fue una operación táctica impecable para intentar domesticar a un país que hasta entonces se había conducido de guerra en guerra y de revolución en revolución. Con una ciudadanía armada que mantenía en vilo el sistema político y las instituciones. El resultado más visible fue el periodo conocido como la República Aristocrática (1895-1919). Cinco sucesiones presidenciales vía elecciones, todos los presidentes civiles y miembros efectivos de la oligarquía peruana y el desarrollo de la economía agroexportadora en las regiones de la costa.
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La otra cara de la reforma electoral fue que el itinerario de la representación, la organización del poder y la gobernabilidad vía el sufragio se convirtió en una experiencia urbana y con menos del 5 % de la población nacional. Al excluirse a la población analfabeta, mayormente rural, indígena, mestiza y afrodescendiente, se fue erigiendo un modelo de nación criolla, blanca y eminentemente urbana. Por la naturaleza de los modelos de desarrollo económico orientados a las exportaciones en las grandes unidades de producción en el norte, caña de azúcar, algodón y algunos puertos del sur por la exportación de lanas, en estos espacios el crecimiento de la alfabetización se fue incrementando conforme avanzaba el siglo XX. No fue el caso de las haciendas y latifundios en la región andina donde se desarrolló un gamonalismo severo y hasta despiadado.
La reforma electoral de 1895 tuvo una vigencia de casi un siglo y los analfabetos volvieron a sufragar a partir de 1980. Y no es que los excluidos de la ciudadanía política se mantuvieran en silencio y aislados. Desde entonces, una de las principales demandas entre estos grupos subalternos fue educación y tierras.