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Opinión

Concierto para sufrir, concierto para gozar

“Una tregua entre lo bello y lo feo hace que, por algunas horas, una porción del mundo se convierta en una fiesta”.

Harry Styles ofreció un exitoso concierto en el Estadio Nacional el último martes, 29 de noviembre. Foto: AFP
Harry Styles ofreció un exitoso concierto en el Estadio Nacional el último martes, 29 de noviembre. Foto: AFP

Ya que la música ahora indemniza a un público pospandémico, asistir a un concierto en 2022 —con lo abundantes que han sido en Perú— se configura como un grito de libertad. Solo esa libertad, la misma que superó cuarentenas, es capaz de conceder resistencia para caminar por las fases más opacas de un espectáculo colmado de luces: pelear por una entrada, hacer cola, trasnochar y rogar por una movilidad segura para regresar a casa.

Un show de este tipo, destinado al entretenimiento, supone una elección de incomodidad también. Entonces, en la atmósfera de los conciertos hay una alegoría: los microsacrificios previos y posteriores a esa ebullición de coros y aplausos constituyen el consenso que opera en cada expresión del arte. Una tregua entre lo bello y lo feo hace que, por algunas horas, una porción del mundo se convierta en una fiesta.

Pero hoy es una fiesta después de los estragos de un virus y con dos años más de adultez. Si en algún momento de 2020 o 2021, el acto de saludar se distorsionó, acudir a un evento así todavía más. No por los protocolos, que casi ya no los hay, sino por el valor —y todo el proceso mental— que alcanza cada renuncia y cada placer: “Escucho a mi banda favorita, pero tolero la marcha hacia la puesta en escena. Toleré el aislamiento antes”.

Bad Bunny, Daddy Yankee, Harry Styles o Morat. Zoe Gotusso, Esteman, Gipsy Kings o Los Rumberos. Cada uno de los artistas que pisaron este y otros suelos fueron estrellas frente a masas que compartían un factor identitario y que habían optado por sufrir un rato para gozar después.

Es un dolor que se convierte en materia y cuyo perdón se va acentuando con la elevación de voz, con el sudor y con las historias de Instagram. Y cuando llega el final del concierto, la garganta no permite un tarareo más, la transpiración se esfuma y el material de redes deja de ser novedad. Sin embargo, la música ya vengó las restricciones que una vez desencadenó un bicho, ya le dio ventaja a la forma de vivir.

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