Por Sandro Mairata | @CINENSAYOLat y @smairata
El callejón de las almas perdidas es una novela de 1946 escrita por William Lindsay Gresham que se sumergía en el mundo de los circos nómades llenos de adivinos mercachifles, personas deformes por dentro y por fuera y gestores omnipotentes de poca moral. Al menos, ese es el mundo que Gresham describió. El impacto le mereció una legendaria adaptación al cine en 1947 con Tyrone Power en el rol estelar.
Esta versión no es lo mejor de Guillermo del Toro y aún así merece ser vista. Del Toro, eterno entregado a narrativas de mundos extraños, despliega en El callejón de las almas perdidas lo mejor de su filigrana cinéfila, orquestando épicos momentos visuales y llevando más allá lo propuesto por producciones contemporáneas como la serie American Horror Story.
Esta vez tenemos a Bradley Cooper como Stan Carlisle, un hombre de oscuro pasado que cae en uno de estos circos a inicios de los años cuarenta en un lugar indeterminado del oeste medio de los Estados Unidos. El dueño es Clem Hoately (Willem Dafoe), un tipo que consigue algunos de sus freaks entre delincuentes, drogadictos y enfermos mentales. Por allí también estará el viejo fortachón Bruno (Ron Perlman) y la clarividente Madame Zeena (Toni Colette) y su esposo Pete (David Strathairn). Pero será el candor de la bella Molly (Rooney Mara) quien hechizará a Stan y se verá tentado a huir con ella. Más adelante entrará en la vida de ambos la misteriosa psicóloga Lilith Ritter (Cate Blanchett), quien será decisiva para el destino de ambos.
Del Toro siendo Del Toro, puede ser extremadamente cruel y visceral o un romántico sin perdón de Dios. Sus escenas de acción son breves, pero sabe conducirnos al interior de esta pesadilla de intenciones moralizantes sin que perdamos el hilo, obteniendo de los actores actuaciones de interés. Cate Blanchett –que a estas alturas ya demostró que puede hacerlo todo– es una femme fatale arquetípica al estilo del viejo Hollywood y Del Toro la filma como tal. Lo malo es que Cooper es un actor sin la gravedad vocal, la severidad en la expresión facial ni los matices interpretativos que exige este rol. Lo hemos visto de militar (Francotirador, 2014), en otros roles dramáticos, cómicos y de sex symbol. No pido un Humphrey Bogart o un Spencer Tracy, pero la fábula se hace más creíble con una personalidad en pantallas que inspire el respeto de un Tyrone Power.
El homenaje a elementos del Hollywood clásico marea a Del Toro y por momentos todo es demasiado pulcro, planificado, perdiéndose la tensión cuando más se la necesita. Por ello no termina de conmover y los destinos de los personajes casi nos terminan dando igual. Ese fuego final se extraña para una historia que tiene momentos verdaderamente deslumbrantes. ❖
d