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Opinión

El año inolvidable

Los ecos internacionales del 2020 marcarán la década, la vida de todos y, tal vez, el siglo

Columna Meditamundo de Ramiro Escobar. Foto: La República
Columna Meditamundo de Ramiro Escobar. Foto: La República

¿Alguien podía, hacia fines del 2019, imaginar que el 2020 traería esa carga de zozobra, dolor e incertidumbre que va acumulando hasta antes de esfumarse? Siempre hay augurios cuando un año culmina y se viene otro, pero ni siquiera los famosos ‘babalawos’ cubanos (sacerdotes del culto Yoruba) acertaron al lanzar ‘La letra del año’ en diciembre del 2019.

Anunciaron que en Cuba y el mundo habría “un incremento de la delincuencia” y que, si bien Obatalá (una deidad yoruba) podía traer “paz y tranquilidad a los hogares”, habría peleas intestinas y corrupción. Forzando la interpretación de los respetados santeros, se diría que la pandemia también trajo esos males, pero no que descifraron al milímetro lo que vendría.

Porque este año transcurrido será de esos que calan en la sociedad humana fuertemente, de los que generan una memoria perdurable que se inscribe en los libros. Murieron, hacia el último día del 2020, más de un millón 800 mil personas y se contagiaron cerca de 80 millones a causa del nuevo coronavirus, en un mundo que por momentos se sumió en una parálisis global.

Somos, en el planeta, más de 7 mil 500 millones de personas, de modo que esas cifras pueden parecer hasta dar pábulo a alucinadas teorías conspirativas. Pero es evidente que si la situación no empeoró a los niveles de la pandemia de influenza de 1918 fue porque ahora hay más prevención, más dinero y más ciencia, al punto de que se consiguió la vacuna en tiempo récord.

Aun así, la pandemia ha dejado una secuela política, social, cultural y económica fortísima. Cuando creíamos que Donald Trump ya había mostrado con creces sus delirios, vino a exhibir su oscurantista negacionismo científico. Cuando ya teníamos una Europa bastante golpeada por el Brexit, vimos cómo en Roma, Madrid o París los muertos por el virus casi se amontonaban.

Cuando imaginábamos que América Latina podía vivir en una democracia institucional más o menos estable, y a la vez esconder sus grietas sociales, el golpe sanitario reveló con dramatismo el pozo de su desigualdad. Todo ello, mientras el Asia emergente parecía sortear con mayor fortuna la crisis vírica y China irrumpía en el escenario como la potencia capaz de salvarse.

Es curioso que, en el mapa de los contagios, el África figure hasta ahora como el territorio menos sacudido. Hay varias hipótesis sobre eso —la resistencia acumulada contra los virus, el aislamiento—, pero es increíble que no hayamos visto allí una crisis como la del ébola. Es como si ya tuvieran suficiente y ahora le hubiera tocado al resto de países probar un poco de desgracia.

La vorágine tuvo algo de impredecible, aunque no se puede concluir que “nadie lo sabía”. Había, desde varios años antes, previsiones sobre la ocurrencia de una pandemia, no sólo lanzadas por Bill Gates. Quizás lo sorprendente ha sido la virulencia que cobró, y que todavía podría adquirir, y sobre todo la desidia con la que la clase política mundial vio esa posible amenaza.

El desprecio frente a ella se parece mucho al que se tiene frente al cambio climático: se sabe que puede ocurrir, pero como no es tan visible, como no aparece en los escaparates de las tiendas o en las estadísticas del crecimiento y el consumo, puede esperar. Ahora, hasta las políticas económicas tendrán que cambiar, porque la propia utopía liberal ha mostrado sus límites.

Sirvió para utilizar las reservas frente a los contagios (hasta Trump y Bolsonaro se volvieron keynesianos y ofrecieron “ayuda social”), sólo que quizás no sirva ya para el presente y el futuro. Junto con el muro de nuestras certezas se ha caído el que nos aseguraba que lo principal era consumir y no pensar tanto en la previsión, en la inteligencia, en el medio ambiente, en la vida.

Los mismos ecosistemas nos han dado una lección, al aparecer ante nosotros otros seres vivos  (osos, delfines, aves...) que nos temen cuando no estamos confinados ; al ponernos en claro, de acuerdo con varios estudios científicos, que este virus no vino del cielo ni del infierno, sino de nuestra incontrolable incursión sobre el territorio silvestre. Porque los virus saltan sobre nosotros cuando eso ocurre.

Con todo, los ciudadanos y ciudadanas tuvieron el coraje de protestar, contra la injusticia y los virus sociales y políticos. En el Líbano, en Estados Unidos, en Guatemala, en nuestro propio país. Las mujeres no se callaron, los indígenas siguieron clamando por su existencia, los afrodescendientes se negaron a enterrar sus reclamos a pesar de estar entre los más afectados.

Los científicos hicieron sentir, contra todo negacionismo, que sus investigaciones importaban. Dejaron de ser tan neutrales y se atrevieron a exigir que algo de razón nos presida en este año inolvidable. Sin una gran guerra, sin un violento terremoto, en estos 12 meses conocimos más nuestra fragilidad como especie, gracias a un agente microscópico que nos puso de rodillas.

&Profesor de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya

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