Equivocadamente, se suele asociar la idea de opinión pública al público en general. Un ejemplo de ello son los frecuentes comunicados “a la opinión pública” que se suelen ver en la prensa. Se confunde un proceso con un abstracto sujeto colectivo. Con decir “al público” sería suficiente. También suele ocurrir que se confunde el proceso de opinión pública con los artículos periodísticos o debates que se dan en los medios. Esto es solo una parte de un proceso mayor. Otro error frecuente es creer, como lo definió hace muchos años uno de los pioneros de las encuestas de opinión en el mundo, que la opinión pública es lo que miden las encuestas de opinión. Una encuesta no es la opinión pública, afirmar eso sería un reduccionismo metodológico. En todo caso, es solo una pieza de un rompecabezas de datos más amplio que debe analizarse y saberse interpretar.
En el proceso de pérdida de legitimidad que vivimos, donde la desconfianza está a la base de la relación de la ciudadanía con diversas instituciones y actores políticos, es bueno recordar el origen del concepto y su relación con la democracia. La idea de opinión pública viene del siglo XVIII y está asociada a la pregunta por la legitimidad de la forma de gobierno. Nada tiene que ver en sus orígenes con encuestas, estas no existían. A lo que se aludía a través de este término era al proceso de debate racional de los asuntos de interés público. De que las decisiones de gobierno ya no podían ser solo la expresión de razones de Estado, emitidas sin debate alguno. Su sentido inicial estaba restringido a una discusión de “ilustrados”, pero lo que hay que destacar es el sentido del proceso de deliberación que está presente en la noción de opinión publica como fuente de legitimidad política. Los actos del gobierno se legitiman si han pasado por el proceso de opinión pública. Un debate de ideas, en la esfera pública, que debería ayudar a tomar la mejor decisión posible a quienes ejercen el poder. Esto supone, como política pública, la mayor publicidad y transparencia de los actos del Estado. No es posible debatir si no existe la información adecuada y que esta sea accesible.
Se acaba de aprobar el presupuesto nacional para el 2021 y, para bien, algo se ha avanzado en la transparencia, aunque el debate público haya sido escaso. Desde el MEF, y a iniciativa de la ahora exministra Alva, se hizo público el contenido del famoso anexo 5, que debe ser uno de los grandes incentivos para postular al Congreso. Falta mucho por recorrer, pero esa pieza se complementó con el trabajo de un periodista como Martín Hidalgo que estuvo informando con bastante detalle el devenir de los debates en la comisión de presupuesto. Todo esto hace recordar cómo en el S. XVII, por primera vez, el equivalente a ministro de economía de la época en la Francia prerrevolucionaria, Necker, daba a conocer el público el balance del presupuesto nacional. Una transparencia presionada por la búsqueda de legitimidad.
Hoy, que la vigilancia ciudadana se ha reactivado como parte de un cambio generacional, es importante ver la forma de poner foco en este proceso. La apatía que ablanda nuestra cultura política lleva a pensar que sobre el presupuesto nacional no hay nada que decir, que eso es un asunto lejano que se decide en otras esferas. La decisión de una ministra y un periodista permiten ver que sí se puede lograr transparencia y avanzar en el proceso de debatir en qué se va a gastar el dinero del país. La creatividad vista en las marchas bien se puede canalizar en formas de ver cómo se puede mejorar, desde la ciudadanía, el seguimiento de estos proyectos del anexo 5 donde buena parte de la corrupción en el Congreso y los gobiernos locales está concentrada. Tendríamos mayor transparencia, más opinión pública y mejores decisiones.
12-11-20 UNA MULTITUDINARIA MARCHA PROTESTA LA MAYORIA DE JOVENES CONTRA MANUEL MERINO Y EL CONGRESO CONTRA LA VACANCIA DE MARTIN VIZCARRA EN CHICLAYO