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Género

Mujer que sabe latín

“En 1908, el presidente Leguía había autorizado el ingreso irrestricto de las mujeres a la universidad, espacio que anteriormente les era vetado, salvo excepciones”.

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Mujer que sabe latín

El edulcorante Día de San Valentín terminó con su parafernalia de corazones, rosas y osos de peluche. Como feminista aguafiestas, me permito preguntar cómo habrán pasado el día las jóvenes profesionales, regias y sin pareja. ¿Por qué? Dice así:

La mexicana Rosario Castellanos, en su libro Mujer que sabe latín, afirma que el conflicto entre los sexos se resuelve, indefectiblemente, con el triunfo del hombre. Pero para que éste sea absoluto, subraya Castellanos, se requeriría la abolición del contrario y, como eso no es posible, el vencedor siente en la mujer: “en cada latido, una amenaza; en cada gesto, una fuga inminente; en cada ademán, una tentativa de sublevación”. Eso explicaría el control a las mujeres, con artilugios versátiles en el tiempo pero que se resumen en: Poner en su sitio a las igualadas y a las fugitivas de la norma.

Tiempo atrás, a las mujeres educadas que huían del destino de ser madres y esposas se les negó su corporeidad. La historiadora Ana Peluffo recuerda que un progresista como Manuel González Prada escribió en un poema satírico: “A mi escaso parecer / la mujer a letras dada/ es un todo y es una nada/ que no es hombre ni mujer”. La mujer no puede ser ilustrada. Ella se debe al marido y al cuidado de su familia si no, desaparece, es la nada. Ricardo Palma calificó a Manuela Sáenz como “la mujer hombre”, porque se puede conversar con ella y tener una buena amistad, dijo Palma, pero no una familia.

Según recoge la investigadora Patricia Oliart, en 1917 el Semanario limeño Don Lunes dedicó unas líneas satíricas a las universitarias: “A las feas de la clase media no les queda otro camino que los libros y las aulas”. Pocos años antes, en 1908, el presidente Leguía había autorizado el ingreso irrestricto de las mujeres a la universidad, espacio que anteriormente les era vetado, salvo excepciones. Que ellas ingresaran a un lugar reservado a los varones era amenazante, y una forma de escarmiento no era llamarlas feas, sino insinuar que si estudiaban, sería causa y consecuencia de que nadie las querría de esposas, el destino feliz de toda mujer.

Pasó un siglo y el mandato de nuestra invisibilización en el mundo profesional sigue activo. Empecemos con un sainete: Un equipo de trabajo busca arreglar el mal aspecto de un muro sucio en la oficina. Opina el hombre X que la solución pasa por pintar la pared de rojo. Sugiere el hombre Y que el azul es lo que más conviene. Argumenta la mujer A: Mejor por qué no lavamos la pared y ahorramos. Acto seguido el hombre Z dice: Ahorraríamos si lavamos la pared. Eso es, exclama el (hombre) que dirige la sesión: Felicita a Z por su aporte y asegura que eso se hará. No, “A”, tú simplemente no existes.

A lo anterior se suma el gesto de moda: el “mansplaining”: de man (hombre) y explaining (explicar), cuando un hombre con aire condescendiente le explica a una mujer algo que ella sabe más y mejor que él.

Mujer que sabe latín –dice el refrán– no tiene marido ni tiene buen fin”. Cómo es posible que cien años después mujeres exitosas en sus profesiones, audaces en sus emprendimientos y sin pareja sigan siendo llamadas al orden con impertinentes preguntas como: ¿Estás saliendo con alguien? O peor: ¿No has pensado tener hijos? Se necesita un repertorio de respuestas, urgente, por favor.